A veces
a los críticos nos gusta pedirle peras al olmo. Como decir que a una novela de
acción le falta más profundidad o que una que busca ser experimental no se
entiende. Y está bien que sea así: en pedir no hay engaño. Todo este ampuloso
preámbulo para comenzar diciendo que Cementerio
de papel es apenas una novela, o mejor dicho, que si es una novela, no es
de las mejores, más bien para el otro lado. Pedagógica en exceso, formulaica, a
ratos se lee mejor como reportaje dominical de un periódico. Hay un intento
novelesco, es cierto. El asesinato de la chava que trabaja en los Archivos tira
de la historia y a ratos, cuando el narrador se olvida de darnos una clase de
historia o de explicar lo malo que son los tipos en el poder, agarra vuelo y se
convierte en un texto de una visualidad y plasticidad notables; mas ello no
ocurre a menudo. En esta trama detectivesca, es sugerente la opción de hacer
del detective un grupo de cuatro—los autodenominados “Cuatro Fantásticos”--
asiduos al Archivo, el antiguo Palacio de Lecumberri. Cada uno de ellos posee
una razón y circunstancias diferentes para estar ahí. Pero hay algo que los une
además de la historia (con mayúsculas y minúsculas), la búsqueda imposible por
la verdad y la justicia. Y es por ese lado donde el texto de Glockner no solo
se salva sino que se hace ratos importante. En otras palabras, deviene un texto
necesario, donde junto a la des-diferenciación de la realidad y la ficción, se
adopta una posición clara y firme ante lo que sucede. No se trata de decir algo
necesariamente nuevo, pero sabemos que es importante recordar aquello que sigue
sucediendo.
Sí, porque lo que este cementerio repite una y otra vez, incluso
hasta el hastío para algunos, es que no se trata de hechos acaecidos en los
años sesenta o setenta u ochentas, solamente. Al enmarcar el relato con un
asesinato presente, se nos devuelve ese pasado en su plena actualización. El
nombre de la occisa no es tampoco gratuito: Eva; aunque aquí no sea posible
determinar el origen del mal.
La
inclusión de nombres ‘reales’, en la mayoría de los casos solo de sus nombres
de pila y no los apellidos, provoca una extraña sensación de irrealidad: como
si toda la nación fuese de pronto un texto que nos hemos estado inventando
quién sabe desde cuándo. Sin embargo, esa irrealidad es lo real, y como tal imposible de aprender en su plenitud, en su
totalidad. Es por ese intento de explicarnos (repito, en demasía) la realidad
que leemos largas interpolaciones sobre casos de violencia estatal; listas de
nombres de aquellos que sufrieron, recorridos de luchadores sociales como
Rosario Ibarra que, literalmente, da una clase de historia de los últimos
cuarenta años. Y su lucha continúa incansable.
Entonces,
volvemos al comienzo y nos preguntamos si al criticar estamos pidiendo peras al
olmo o no. La respuesta, creo, debe ser doble: sí y no. Cementerio busca mostrar críticamente una situación demasiado real,
demasiado cierta. Lo hace desde el recurso a lo que podríamos denominar una
seudo-ficcionalización histórica. Con ello, aprendemos mucho y perdemos algo.
Como suele suceder en estos (y otros) casos, la lectura de este tipo de novelas
(¿?) nos dice más de nosotros mismos de lo que estamos acostumbrados. Es,
además, un intento –quizás no el mejor logrado--por recobrar un sentido de la
literatura en tiempos difíciles como el que más. Y eso ya es algo. Así, Cementerio de papel nos muestra en su
mismo hacer y devenir la relevancia de la escritura y nos invita a volver a
recorrer nuestra historia, aquella que, en México o en cualquier otro lugar, no
nos gusta ni recordar ni admitir que es parte viva de nuestro presente.