Hace
cincuenta años se publicó esta novela que continuaba la radical reflexión de Los días terrenales, haciéndose cargo
del, como señalan los editores, del escándalo que aquella había suscitado. Se
presenta Los errores como una “de las
grandes novelas comunistas de nuestro tiempo”; un texto que vuelve una y otra
vez a la interrogante fundamental sobre la Historia y sobre el cómo se leerá
esa historia en el futuro, un futuro que hoy, cincuentas años después vuelve a
ser anterior: ¿el siglo XX debe ser llamado el siglo de los procesos de Moscú o
el Siglo de la Revolución de Octubre?
Es
cierto, Los errores es una novela (una historia) que indaga
críticamente en el funcionamiento nacional e internacional del Partido Comunista.
Muestra cómo los líderes, aquellos que están en el poder (un poder que es el poder definitivo que buscan; pues
el alcanzar un poder diferente, hacerse del poder para transformar la sociedad,
es solo un recurso teórico para con las masas y sus militantes), son un
reflejo, patético, de las bajezas del mismo sistema al cual dicen combatir.
Pero aún: lo que la dirigencia ha olvidado es la esencia del comunismo: un
sentido de humanidad profundo, de lo que importan son las personas y la idea
que el ideal es y será siempre el ser humano. Así, las alturas del partido dan
la orden de asesinar a uno de sus miembros –un luchador histórico,
inclaudicable, de la causa— (haciendo que parezca un crimen cometido por los
fascistas); o bien, antes en la Unión Soviética estalinista, se acusa a una
militante de contrarrevolucionaria sin dar razones: ¿”De dónde se sacaban estas
conclusiones, obtusas, mecánicas, frías, donde ante tolo lo primero que se
ignoraba era la existencia del ser humano”? El espíritu dogmático del partido
que, como dicho, es el especular y espectral reflejo del sistema de injusticia
que reina en la sociedad capitalista. Así, Olegario Chávez (ya volveremos a él)
reflexiona sobre la tarea del prestamista a quien él ayuda llevándole las
cuentas: “Todo en medio del vacío: nada humano, nada débil. La victoria.
Números que vencen a otros números. Quién sabe. Tal vez encuentre usted algún
placer en la creación y manejo de todo esto”. Es en ese vacío en el cual cae el
usurero don Victorino y también los líderes del Partido.
Sin embargo, y reconociendo un
cierto esquematismo en la discusión política para los veloces gustos actuales,
la novela es notable no por esa crítica y la caracterización de ese mundo, sino
por el modo en que muestra (y no, por suerte, demuestra) , que la lucha debe
seguir, que vale la pena; que hay gente que son héroes, pero siempre héroes
sufrientes y fallidos porque no puede ser de otra manera en los tiempos que
corren. Así, Olegario es un militante fiel, creyente (con todo el riesgo de la palabra),
amigo del partido pero más amigo de la verdad, quien no a pesar de su rectitud,
sino por ella termina asesinando a un camarada, mientras es acusado del
asesinato, que no cometió del prestamista.
Sí, Los errores es en su superficie una novela sobre qué significaba
por aquellos años en pertenecer al Partido Comunista o creer en sus ideas. Mas
su grandeza radica en que desde ahí alcanza a tocar lo que algunos llamaran
“las cuerdas más íntimas de la resquebrajada humanidad”; o sea, nos habla de la
condición humana, de su profunda y compleja capacidad y necesidad política.
Revueltas parece afirmar junto a Aristóteles que la felicidad solamente se
puede alcanzar con la participación política; pero aquella es una lucha, un
ideal que está siempre por construir. No hay esperanza barata ni panfletarismo
absurdo. Hay sueños, sí: mientras haya seres humanos (mientras podamos seguir
siendo seres humanos) habrá una posibilidad.
Y todo lo anterior, que para algunas
sicofantes pueda parecer tan alejado de la literatura (y de un comentario
literario), alcanza su máxima expresión y su mejor sentido precisamente en la
construcción magistral (sí, porque Revueltas es un maestro en todo sentido) del
historia, o, para contentarlos: de la fábula y el sujet. El modo en que se
engarzan las historias del chulo, las prostitutas, los agentes; la
caracterización de los personajes; el uso del flash back, de la catáfora, por
nombrar algunos aspectos, son notabilísimos. Y por sobre toda la realidad que
se describe lo que hace estallar de pleno esa misma realidad (lo que hace a la
realidad más real y verdadera, podríamos decir), es la imaginación. Una
imaginación brutal, donde las descripciones de violencia, y el pictorismo a
ratos naturalista se combina con la parodia cubista y surreal. La escena de Elena (alias de “El enano”) al interior
del veliz en el despacho del usurero, esperando que este salga de ahí, para
robarle –como se ha llegado a ese momento, lo que Elena siente, lo que sucede
después—es, y me quedo corto, digno de cualquier antología. La fuerza narrativa
crea una atmósfera inigualable de algo que quisiera denominar suspenso político, un recurso donde la
reflexión y la tensión, poesis, tekne, praxis y episteme, confluyen de modo
brillante. (En otros términos: la construcción del relato combina la
inteligencia del contenido, con la inteligencia de la acción; ante la pregunta
de si la literatura debe entretener o educar, la respuesta es: ambos; ¿es esto
arte o política? Lo uno y lo otro y también más allá.)
En una
novela tan explícitamente política (en el sentido de partidismo político),
donde, como notado, la reflexión sobre el comunismo, su ideología y la praxis,
es central, es más que importante que el final, la voz final –aquello que
entrega el sentido del fin—no corresponda a ningún político, a nadie
directamente relacionado con el partido, ni con el gobierno, ni con la policía
. No, la voz final la tiene Lucrecia, una prostituta casi muerta a golpes por
el chulo, quien incluso la sigue al hospital donde ella se encuentra
convaleciente (de los golpes de él). Las palabras de Lucrecia a su
padrote, con las que concluye la novela:
“Viviré a tu lado para sufrir todo eso hasta que llegue el momento en que me
mates, porque eso es lo que va a suceder. Entonces será el momento en que salga
de mis penas. Es mi destino de pinche puta desdichada”. Con este final,
Revueltas devuelve toda su humanidad a la política. He ahí lo que importa: la
muerte, la pasión, el sexo, de nuevo la muerte, la voz que viene de los más
excluidos, de aquellos que no tienen parte de nada y que hasta su cuerpo les ha
sido despojado. Lucrecia –su nombre, evidentemente, es un gesto de amarga
ironía—sabe muy bien cual será su destino, cual es su destino. Los errores nos lo restriega a la faz y,
al mismo tiempo, nos revela que ese destino de “puta desdichada” es, de modos
diversos y con muchos engaños ideológicos de por medio, el de todos nosotros.