Saturday, April 5, 2014

El libro de la semana: Arte y olvido del terremoto, de Ignacio Padilla



Casi por casualidad, en estos días de terremotos en el norte de Chile –uno que abre el segundo gobierno de Bachelet, mientras otro violentísimo lo cerraba, ¿anuncio de un pasado porvenir?—comencé a leer este notable y a ratos hermoso ensayo de Ignacio Padilla. Entre la crítica de arte, la reflexión literaria y la nostalgia literaria, Arte y olvido del terremoto penetra literalmente en las profundidades de problemas que, como se muestra al pensar con escritores y escritoras de otras latitudes, se acercan a lo que Tolstoi decía sobre pintar la casa para dar a conocer el universo. No son temas baladíes ni de fácil solución. La exquisita prosa de Padilla –a ratos su precisión llega a desesperar—puede fácilmente engatusarnos, embolinar la perdiz de nuestra conciencia (aunque si ello llega a suceder es tomar veneno por dulce licor). Así, podemos aproximarnos a este arte y olvido desde la escritura de sus grietas y las grietas de su escritura, porque lo que tiembla en estas líneas es un tremor que nos afecta a todos.



El argumento es, en apariencia, simple: hay poco arte que trate del terremoto que asoló y desoló a Ciudad de México en 1985. Las consecuencias de eso serían nefastas: una amnesia que borra el sentido y el dolor de lo vivido. Hay, se reconoce, una producción fotográfica y una considerable crónica al respecto, pero estas, dadas la fugacidad de su intento y la premura de su creación, no logran entregar(nos) la profundidad y el sentido y la memoria que el arte sí dan. Emerge una primera visión de un arte que apunta a las esencias de la vida y de la muerte; uno que se opone a la fugacidad y el simulacro. Se apuesta por ese arte que no existe. Y quizás en esa no existencia radica su esencia. Paradojas de la postmodernidad, diría quizás el autor; necesidades de nuestros tiempos, tal vez.



1985 carece de un cuerpo artístico que sí tiene 1968 y, en menor medida pero aún significativo, 1994. Años horribles y milagrosos ambos, enmarcan la ausencia del terremoto. Pareciera ser que tanto sobre el 68 lo lleva a borrar o, al menos, a fijar una visión falsa, hueca, que no permite asumir sinceramente el dolor y el trauma para poder, y aquí aparece el argumento central y el más controversial del texto, olvidar. Porque de lo que se trata, a fin de cuentas, es de poder olvidar. Un olvido sano que es parte de la memoria (o que surge con la postmemoria, aquella que tenemos sin haber vivido la experiencia que se recuerda). Advirtamos: olvido no es lo mismo que amnesia, se trata de “renunciar a la amnesia y acudir finalmente al olvido” (135). Debemos, como sociedad, ser capaces de alcanzar “un olvido tan justo como justiciero, profundamente crítico, susceptible de generar el perdón…” (134), esto es, “un ejercicio sabio y catártico de la justicia” (130). Sí, es cierto, la “única manera de olvidar el pasado es recordándolo” (131). Y es el arte (y en el arte) donde esta feliz conjunción entre olvido y memoria se logra. Pero, ¿es esto efectivamente así? Mejor dicho: ¿hay un ser definitivo, una forma correcta, un modo único? ¿Qué debemos recordar? ¿Cómo? ¿Cuál es el arte propio para llevar a cabo las magnitudes propias de Sísifo que tal tarea entraña? En otra ocasión me extenderé sobre la moda de la memoria de los últimos años, de cómo el arte es distinto para los ganadores y los perdedores (Sloterdijk tiene una pequeña joyita sobre eso); valga aquí, dado que estamos hablando del texto de Padilla, comenzar señalando que al plantear estos temas, el texto nos sacude, nos incomoda a ratos, en momentos nos hace asentir seguros; en fin, el arte del terremoto es también un pequeño temblor en nuestras conciencias, en la manera en que miramos (o queremos mirar) el mundo. Y eso no es, ciertamente, poco.




Existe una visión ctónica (la palabra, creo, la usó alguna vez Carpentier) de la realidad que el arte de estas páginas critica en mucho del arte fuera de ellas. Es curioso, pero por mucho que Padilla critica las fijaciones de la cultura mexicana, buscando abrirles vuelo (y, en muchos casos, lográndolo), no deja de volver a querer una nueva imaginación de lo mexicano que, a su vez, se fija si no en la soledad de su laberinto, en el olvido de su poesía. En otras y más llanas palabras, Arte del terremoto critica y busca demoler visiones construidas de lo mexicano, puesto que estas serían perjudiciales para lo pretenden. México vive en la amnesia. México debe vivir en el sano olvido. En ese trayecto se moviliza el arte y crítica de estas páginas. En ese trayecto debemos hallar la salvación (porque a fin de cuentas este es un texto religioso que plantea una teleología con su propia idea, hermosa, de justicia).




Los temblores de estas páginas logran a cabalidad lo que se pretenden y pasan a llenar la ausencia con la que se inician. Sus lecturas, además, del arte, del periodismo y de la fotografía como eternidad efímera propia de los sueños de nuestra época, son delicadas y crean (fotografían debiera decir) una imagen no muy amable de las últimas décadas. Al final queda, sin embargo, la paradójica sensación que aunque hay mucho por hacer (tenemos que recordar mucho para poder olvidar), algo se está haciendo, para allá vamos, inventando un nuevo país que tanto necesita de su pasado y de su futuro. 


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