Casi
por casualidad, en estos días de terremotos en el norte de Chile –uno que abre
el segundo gobierno de Bachelet, mientras otro violentísimo lo cerraba,
¿anuncio de un pasado porvenir?—comencé a leer este notable y a ratos hermoso
ensayo de Ignacio Padilla. Entre la crítica de arte, la reflexión literaria y
la nostalgia literaria, Arte y olvido del
terremoto penetra literalmente en las profundidades de problemas que, como
se muestra al pensar con escritores y escritoras de otras latitudes, se acercan
a lo que Tolstoi decía sobre pintar la casa para dar a conocer el universo. No
son temas baladíes ni de fácil solución. La exquisita prosa de Padilla –a ratos
su precisión llega a desesperar—puede fácilmente engatusarnos, embolinar la
perdiz de nuestra conciencia (aunque si ello llega a suceder es tomar veneno
por dulce licor). Así, podemos aproximarnos a este arte y olvido desde la
escritura de sus grietas y las grietas de su escritura, porque lo que tiembla
en estas líneas es un tremor que nos afecta a todos.
El
argumento es, en apariencia, simple: hay poco arte que trate del terremoto que
asoló y desoló a Ciudad de México en 1985. Las consecuencias de eso serían
nefastas: una amnesia que borra el sentido y el dolor de lo vivido. Hay, se
reconoce, una producción fotográfica y una considerable crónica al respecto,
pero estas, dadas la fugacidad de su intento y la premura de su creación, no
logran entregar(nos) la profundidad y el sentido y la memoria que el arte sí
dan. Emerge una primera visión de un arte que apunta a las esencias de la vida
y de la muerte; uno que se opone a la fugacidad y el simulacro. Se apuesta por
ese arte que no existe. Y quizás en esa no existencia radica su esencia.
Paradojas de la postmodernidad, diría quizás el autor; necesidades de nuestros
tiempos, tal vez.
1985
carece de un cuerpo artístico que sí tiene 1968 y, en menor medida pero aún
significativo, 1994. Años horribles y milagrosos ambos, enmarcan la ausencia
del terremoto. Pareciera ser que tanto sobre el 68 lo lleva a borrar o, al
menos, a fijar una visión falsa, hueca, que no permite asumir sinceramente el
dolor y el trauma para poder, y aquí aparece el argumento central y el más
controversial del texto, olvidar. Porque de lo que se trata, a fin de cuentas,
es de poder olvidar. Un olvido sano que es parte de la memoria (o que surge con
la postmemoria, aquella que tenemos sin haber vivido la experiencia que se
recuerda). Advirtamos: olvido no es lo mismo que amnesia, se trata de
“renunciar a la amnesia y acudir finalmente al olvido” (135). Debemos, como
sociedad, ser capaces de alcanzar “un olvido tan justo como justiciero,
profundamente crítico, susceptible de generar el perdón…” (134), esto es, “un
ejercicio sabio y catártico de la justicia” (130). Sí, es cierto, la “única manera
de olvidar el pasado es recordándolo” (131). Y es el arte (y en el arte) donde
esta feliz conjunción entre olvido y memoria se logra. Pero, ¿es esto
efectivamente así? Mejor dicho: ¿hay un ser definitivo, una forma correcta, un
modo único? ¿Qué debemos recordar? ¿Cómo? ¿Cuál es el arte propio para llevar a cabo las magnitudes propias de Sísifo que tal
tarea entraña? En otra ocasión me extenderé sobre la moda de la memoria de los
últimos años, de cómo el arte es distinto para los ganadores y los perdedores
(Sloterdijk tiene una pequeña joyita sobre eso); valga aquí, dado que estamos
hablando del texto de Padilla, comenzar señalando que al plantear estos temas,
el texto nos sacude, nos incomoda a ratos, en momentos nos hace asentir
seguros; en fin, el arte del terremoto es también un pequeño temblor en
nuestras conciencias, en la manera en que miramos (o queremos mirar) el mundo.
Y eso no es, ciertamente, poco.
Existe
una visión ctónica (la palabra, creo,
la usó alguna vez Carpentier) de la realidad que el arte de estas páginas
critica en mucho del arte fuera de ellas. Es curioso, pero por mucho que
Padilla critica las fijaciones de la cultura mexicana, buscando abrirles vuelo
(y, en muchos casos, lográndolo), no deja de volver a querer una nueva
imaginación de lo mexicano que, a su vez, se fija si no en la soledad de su
laberinto, en el olvido de su poesía. En otras y más llanas palabras, Arte del terremoto critica y busca
demoler visiones construidas de lo mexicano, puesto que estas serían
perjudiciales para lo pretenden. México vive en la amnesia. México debe vivir
en el sano olvido. En ese trayecto se moviliza el arte y crítica de estas
páginas. En ese trayecto debemos hallar la salvación (porque a fin de cuentas
este es un texto religioso que plantea una teleología con su propia idea,
hermosa, de justicia).
Los
temblores de estas páginas logran a cabalidad lo que se pretenden y pasan a
llenar la ausencia con la que se inician. Sus lecturas, además, del arte, del
periodismo y de la fotografía como eternidad efímera propia de los sueños de
nuestra época, son delicadas y crean (fotografían debiera decir) una imagen no
muy amable de las últimas décadas. Al final queda, sin embargo, la paradójica
sensación que aunque hay mucho por hacer (tenemos que recordar mucho para poder
olvidar), algo se está haciendo, para allá vamos, inventando un nuevo país que
tanto necesita de su pasado y de su futuro.
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