El
pasado no pasa, pero nosotros nos vamos poniendo viejos (o más sabios,
quisiéramos poder decir. Quizás.) Quienes fuimos niños y adolescentes hace
veinte, treinta años, hoy atravesamos esa confusa edad en que no sabemos bien a
qué atenernos, dónde ubicarnos: si seguimos siendo aquellos y aquellas que
bailaban hasta el amanecer o si el futuro ya ha llegado y se nos vino encima
con su lluvia de obligaciones. Pero el pasado no pasa; viene con nosotros, está
ahí. Y es esa generación la que, no solo esperada sino también necesariamente,
se hace cargo de su pasado. De su historia. Abundan, en literatura y en cine y
en otras artes, las memorias, las historias de nuestro pasado latinoamericano
duro, terriblemente inolvidable, de las dictaduras. Algunos hablan de la
generación de los hijos, los y las que crecieron bajo dictadura. Otros sugieren
hablar de post-memoria, pues no se fue (no se habría sido) protagonista directo
de los eventos. No entraré en esas disquisiciones (aunque no puedo dejar de
apuntar que lo del protagonismo es bastante relativo: ¿acaso el niño que ve morir
a alguien en la televisión no es también el protagonista de su propia historia
de terror?). Prefiero recorrer este breve texto que tengo en mis manos, en el
que, según un crítico citado en la contratapa, no se presenta “a los infantes
como almas ingenuas”. Es cierto, si hubo algo de ingenuidad, sino alguna de
brizna de inocencia pervivía, ellas se han desvanecido con el temporal de
nuestra historia.
Space
Invaders –notable título al que ya me referiré—está estructurada en breves
secciones que saltan en el tiempo, hacia atrás, hacia delante, y de regreso. La
perspectiva del presente –“Estoy solo y he envejecido’’—es la otra cara de esa
temprana adolescencia escolar que el narrador recuerda. ¿Qué ha pasado en ese
tiempo? Esa pregunta seguirá colgando sobre nosotros y no tendrá una respuesta
(más allá de decir que todo ha pasado y nada pasa…). El pasado está, también,
constituido de sueños: la memoria y el sueño a ratos se tornan imposibles de
diferenciar. “El tiempo todo lo confunde”, se nos dice. Y es cierto, todo se
confunde, pero aún más fuerte que dicha confusión, en una dimensión que alcanza
una realidad onírica abisal, está la realidad de lo que sucede, de lo que se
vive, de lo que se ha vivido.
La protagonista (¿pero es que
podemos hablar de una protagonista, si los protagonistas somos todos?) es
Estrella González. La alumna recién llegada a la escuela, quien redacta cartas
a su compañera Maldonado. Y en esas cartas va, poco a poco, revelando aspectos
de sus deseos, de sus miedos, de sus esperanzas. Y de su familia. Ya desde el
primer momento en que se menciona la profesión de su padre y se nos dice que ha
sufrido un accidente de trabajo, sabemos que lo que viene es aterrador. La
figura, luego, del “tío”, el colaborador siniestro del padre, radicaliza aún
más la sensación de horror que recorre las páginas. La lectora, el lector, no
pierde nada de la bella dureza (y dura belleza) de estas páginas al saber que
el padre de Estrella será después, en el futuro, hallado culpable de uno de los
crímenes más *** (¿qué palabra usar?) cometidos en durante la dictadura
chilena.
Space
Invaders (ya hablaré de él) nos restriega la cercanía de la violencia y el
terror: cómo fue parte nuestra cotidianeidad. Cómo, los que fuimos niños y
niñas, adolescentes convivimos con ello, sabiéndolo –y hubo quienes
participaron activamente entonces en la lucha contra la tiranía, otros no
hicimos nada, o muy poco--. Y también: se nos muestra que la pesadilla de la
dictadura sigue ahí, que no hemos despertado de ella. Que la uniformidad del
uniforme, el orden de la ordenanza –“el último botón de la camisa bien
abrochado, la corbata anudada, el jumper oscuro debajo de la rodilla”—sigue
metido en nuestras tierras neodemocráticas. Entonces, ¿cómo despertar? ¿Cómo,
escribe Jaime Pinos, en el epílogo, podemos “aprender a despertar”?
Space
Invaders. Recuerdo mi mano asida al joystick como si fueran uno; mis ojos
pegados en la pantalla viendo como las hordas de manchas de diversos colores
(¿eran de varios colores?) descendían intentando invadir mi tierra en la parte
inferior del televisor. Mientras más alienígenas mataba más y más rápido
venían. Inevitablemente había que perder en algún momento. Las fuerzas del más
allá resistirían más que nosotros; eran invencibles. El Game Over era nuestro
fin necesario. Ahora, 30 después, pienso en ellos y en la memoria-escritura de
Fernández. No será, acaso, la literatura un poco como esos marcianitos que
aunque los intentemos derribar, terminan impajaritablemente por llegar a
nuestra casa (o a nuestro corazón, diría Alberti). Que en nuestros tiempo que
corren esa invasión resulta extraña y extemporánea y que en ella radique,
quizá, una manera, una posibilidad pequeña de despertar de la pesadilla. De
lograr que nuestro puntaje sea otro, más allá y mejor, que el del pasado ese
que no pasa. Tal vez la literatura, nos dice Space Invaders, nos permite creer (y saber) que después del Game
Over aún queda mucho por hacer.