Algunos
detectives (y ciertos criminales) se arrojan desbocados en los aires
melancólicos de la justicia imposible. Otros caminantes de ciudades prefieren
las garras del cinismo metafísico y el humor que recuerda un chiste de
Kierkegaard (o Schopenhauer). Hay aquellos, sin embargo –y esto ya parece
canción de Silvio--, que ni se acercan a los pasos de Heredia o Belascoarán y
tampoco encuentran en los alucinantes personajes de Fadanelli a sus pares. El
héroe sin nombre de esta breve novela de Menjívar Ochoa, hace suyos el cinismo
y el sarcasmo, la tristeza y la realidad, sin caer ni en la melancolía ni la
metafísica. Un realismo desgarrador que no desgarra; una risa dura que golpea.
Una suerte de futuro que ya ha sido escrito tantas veces; Los héroes tienen sueño es un golpe a la mandíbula arltiano seco,
breve y violento.
La
historia es (como todas las buenas) aparentemente muy simple: un policía,
nuestro héroe y narrador, sufre una crisis vocacional: luego de ajusticiar a un
periodista que investigaba a la guerrilla, ya no quiere seguir trabajando para
el Coronel y cumplir sus órdenes mortales. ¿Qué ha pasado? ¿Crisis de
conciencia? ¿Moralina tardía? No, gracias a dios y a marx, nada de eso: se
trata de querer sentir miedo de otra manera o algo así; es decir, no hay
explicación posible o, alvesre, la explicación está en la duda misma y en la
final imposibilidad de dejar el camino que se ha elegido. Claro: no se puede
dejar de lado a la muerte: espejo de lo que sucede en la ciudad y el país
(lugares del mágico DF, pero que pueden ser cualquiera de la vilipendiada Latinoamérica).
Sabemos desde siempre que todos han de morir; sabemos que la muerte no importa
tanto, que, de hecho, es más de lo mismo, el problema es el morirse, no la
muerte.
Sí,
Menjívar emplea una serie de lugares comunes, de recorridos y pensamientos estereotipados
–nuestro héroe, en un guiño al gran Pepe Carvalho, casi se enamora y casi se
casa con una prostituta que le dice su nombre verdadero, Inés, (¿pero hay algo que sea verdadero en este
mundo? ¿Cuál es nuestro nombre?); recorre en su auto la ciudad; pasa el tiempo
limpiando su arma--; pero estos adquieren un sentido y una fuerza más allá
(desarman el estereotipo) gracias a la precisión y velocidad del lenguaje.
Velocidad del diálogo y de la palabra que describe la acción como algo que
sucede siempre, simultáneamente, al interior y al exterior de uno: es en esa
tensión que el humor y el cinismo que permea la realidad alcanza su mejor
expresión. Aprendemos, como aprende el narrador, que uno es también aquello que
hace, que no hay profundidades mayores excepto el darse cuenta de esa condena.
Por
cierto, la novela describe, muestra y apunta a un nivel de la corrupción
policial bastante conocida y recurrida. Y en ello hay una crítica, pero sin
caer en el complejo ético; hay desencanto, es cierto; pero se evita la
imaginación de un telos diferente. Ahora, con todo ese presente –con, reitero,
la presencia total y absoluta de la muerte—al final se nos recuerda que toda la
historia que se ha narrado pasará al olvido. Nadie se acuerda. Lo único que
sigue igual en medio de un mundo que parece haber cambiado, es las calles que
recorre Inés buscando clientes. Pero sabemos que ese cambio (como el olvido)
es, al menos parcial, pues se produce la paradoja de siempre: la escritura
misma (aquello que alguna vez llamamos literatura) insiste, porfiada ella, en
devenir algo que si no es memoria se le parece un poco. El narrador busca
evitar ciertos afanes críticos, pero no puede evitar describir el mundo que
respiramos y la realidad que sentimos. De nuevo, entonces: al alejarse de la
crítica del mundo, la lleva a cabo furibundamente.
Los héroes tienen sueño es, también, una novela
entretenida que se lee de una sentada (o de pie en el metro) y que bien puede
confundirse con otras cuyos héroes deben cumplir un destino que ha sido escrito
por otras manos (el azar, el sistema, las olas del mar Pacífico, vaya a saber
uno). En ese sentido es un divertimento y no más. Sin embargo, desde su
diversión hace de un mundo ajeno (y ancho, claro) algo tan a ratos parecido al
nuestro (angosto, ya que estamos), que incluso después de la última parada nos
tenga dando vueltas en el cinismo de nuestros perdidos corazones.
Ah, se
me olvidaba: el chiste de Schopenhauer: la soledad. Eso es lo que está
revoloteando por todos lados: una profunda y radical soledad. Una constatación
y certeza de que se está más solo que náufrago en isla que no aparece en los
mapas. Y capaz que eso sea, después de nada y antes que todo, medio metafísico
y, quién sabe, hasta melancólico.