¿Qué es escribir bien? ¿Qué es aquello que nos dice que una novela tiene un valor? Todos recordamos la idea de Arlt
de la escritura como un cross a la mandíbula; y el recuerdo que hace Piglia de
Arlt diciéndonos que cualquiera, hasta mi tía Marta, puede corregir lo escrito
por el autor de Los siete locos, pero
nadie es capaz de escribir como él. Claro: bajo ciertas circunstancias Arlt no
escribe bien.
No es
el caso de Álvaro Enrigue y su Muerte
súbita. Enrigue escribe bien. Incluso, podrían algunos decir que demasiado
bien --¿es posible escribir demasiado bien?--. Por fortuna de nosotros
desocupados lectores y lectoras, está novela logra salvarse del exceso de la
buena escritura y su aire entre divertimento
e invención y fuga da paso a una entretenida reflexión sobre el sentido de la
escritura misma, sobre qué significa escribir en los tiempos de hoy: ¿de qué
podemos hablar y para qué? Interrogantes casi sartreanas que navegan por estas
páginas que más que a Arlt recuerdan en algo algunas hojas de Mujica Láinez.
Muerte súbita son, al menos cuatro historias; historias que
se multiplican a través de la proliferación de sus personajes circundantes e
ideas. Dos de ellas acontecen hace siglos: un desopilante juego de pallacorda entre dos genios, Quevedo y
Caravaggio (y una pelota hecha de pelos realmente herejes que da vueltas por
Europa y la vida de algunos papas no tan santos y vergas enhiestas y
reflexiones sobre el arte de la Contrarreforma); una particular revisión de
algunos avatares alrededor de la conquista de México (Cortés y Marina aparecen
por supuesto; obispos deleznables y de los otros como Quiroga—que quiere
recrear la utopía de Moro por las tierras purépechas donde antes estuviera la
fantástica ciudad de Tzintzuntzan; nobles indígenas que traicionan y son
traicionados, artistas ídem capaces de crear la más alucinante de las mitras
papales con plumas de pájaros…); y los vuelos de esas plumas y las navegaciones
de un lado a otro de esos hombres y algunas mujeres… O sea, suceden tantas
cosas y tan variadas que el mismo narrador pareciera confundirse y perderse en
esta maraña exquisita: “No sé, mientras lo escribo sobre qué es este libro. Qué
cuenta. NO es exactamente sobre un partido de tenis. Tampoco es un libro sobre
la lenta y misteriosa integración de América a lo que llamamos con
desorientación obscena ‘el mundo occidental’… Tal vez sea un libro que se trata
solamente de cómo se podría contar ese libro, tal vez todos los libros se
traten sólo de eso. Un libro con vaivenes, como un juego de tenis.”
He aquí la tercera historia: la de la
escritura sobre la escritura del libro. La conciencia por parte del escritor de
lo que su pluma plasma se ha convertido en una de las marcas de la narrativa
latinoamericana de las últimas décadas. En breve: casi no hay novela hoy donde
no se marque el proceso de producción de la escritura. Enrigue sabe, además,
que no hay escapatoria a ello. En parte, pues le confiere un peso a la historia
(aquella con minúsculas pasa a ser también la otra con mayúsculas), y en parte
porque permite, de modo quizá paradójico, que la interrupción de la narración
logre una mejor amalgama, reúna los trazos y trozos dispersos bajo un aire (y
un intento a fin de cuentas imposible) único.
Todo esto, las entretenidas historietas por
las calles de Roma y por las del dizque nuevo mundo, las reflexiones sobre la
escritura de ellas, podría ser un verdadero plomo o un acto de soberbia
literaria de los que ya tenemos demasiados si no fuera por la cuarta historia
que se, desde abajo y apenas perceptible, se superpone a las demás. La
historia, de nuevo, del narrador (que se identifica con un escritor—el autor
podríamos decir saltándonos algunos cursos de básica teoría literaria). Pero esta
vez es la del autor que sufre no por su búsqueda del cómo escribir lo que tiene
en su mente y frente a sus ojos (todo libro es muchos libros anteriores), sino
de su fragilidad y precariedad como ser humano. Como chavo o viejo de cuarenta
y cinco años –edad en la que se es demasiado viejo para todo y demasiado joven
para todo, nos recuerda, notable, en un momento--, como padre caminando con su
hijo por el supermercado, e incluso como profesor en alguna universidad de
algún país del norte. En esos momentos aparece el cross a mandíbula sin el cual
toda escritura está (y estará) irremediablemente perdida. Son esos pasajes, esa
inserción diegética, la que hace de Muerte
súbita un suspiro casi necesario. El autor, el escritor, el narrador y con
él nosotros, nos sentimos de pronto cercanos a la muerte, el sexo y la belleza
que recorre y estalla en la Piazza Navona o en las calles de la antigua
Tenochtitlan. Una cercanía lejana, la construcción mágica de un aura (como las
iridiscentes y desopilantes plumas y sus necesarios hongos) que nos recuerda
que siempre (o casi siempre) leer (como escribir) es leernos a nosotros mismos.
Y esa memoria, por súbita que sea, no es menor.