La
primera reacción es “oh, no, uno más de estos que cree que se puede escribir de
cualquier manera, usar jerga de un lugar, contar una historia poco interesante
con malas palabras y publicar”. Otro más de esos intentos por incorporar la
cultura popular (¿qué será eso?) a la cultura literaria (mal que mal estos tres
relatos los publica Tusquets). Y hay algo de eso, qué duda cabe. Para algunos,
clásicos y neoclásicas, el uso del espánglish (o más precisamente la
transcripción fonética de aquella lengua extraña que resulta en una escritura laik brand niu) y el adjetivo descarnado
queda mal disparado, como uno de esos pistoletazos de los que alguien hablaba
en un concierto. Pero quedarse ahí, quedarse en el desparpajo, en el tonillo
que busca entre espantar y epatar a los burgueses de sillón verde y la
superficie de la historia, sería perder y perderse lo mejor que ofrece en estas
páginas Crosthwaite.
Puede
parecer extraño, pero una vez que uno logra penetrar en el ritmo del lenguaje,
en su constante devenir sinestesia, en la velocidad de los retruécanos, en la
esperanza de las metáforas, nos damos cuenta que este lenguaje que puede ser
tan ajeno se despliega como mera poesía ante nuestros ojos. Y no una poesía
cualquiera, sino una poesía dura, difícil, a ratos incomprensible. Mas, ¿no era
acaso precisamente aquello lo que sucedía con los escritores del barroco? ¿No
había en la repetición repetida, en la aliteración aliterada, en la imagen que
se rebusca, un sentido y una búsqueda que va más allá del lenguaje mismo y que
termina (y comienza) por establecer una nueva estética y una política. Sí, a falta de mejor ocurrencia por el
momento, podemos llamar lo que circula en estas páginas un barroco tijuano, pues “eso es la vida, rectas, curvas, vados,
puentes, accidentes…” (33). Nada sigue línea recta alguna, todo se quiebra,
incluso el lenguaje necesaria e impajaritablemente. No por nada, el narrador es
un lector de poesía y su maestro, su luz y su camino no es otro que César
Vallejo. En el mundo de la calle sexta solo se puede ir hacia la poesía para
escapar de la soledad y de la muerte y de la violencia, que rondan día y noche
(llueve o haga sol) en las vidas contadas desde una elaborada oralidad, con
ritmo temible que de tanto acelerarse llega a balbucear su no se qué.
En
soledad confusa, peregrinan los personajes, el Saico, Fabricia, Ken, Laurita,
por las calles y los bares de esta ciudad que alguna vez fuera el modelo de lo
postmoderno, de la mezcla, de lo híbrido (y no por nada su lenguaje daba y da
buena cuenta de ello). Soledad que se
simboliza en los espacios violentamente oscuros donde pululan y buscan afecto
los personajes, todos ellos carentes, apenas sobreviviendo el día a día. Si
bien hay un sentimiento de barrio, de breve comunidad, este se va rompiendo por
las mismas condiciones que se imponen tanto desde afuera como desde el
interior. Hay una búsqueda de mejores horizontes –como la de Cristina que
quiere salir de este mundo—pero la realidad es que no existen tales horizontes
(al final, o en algún momento, ya nadie quedará; por suerte, “las despedidas
son breves”).
Escribir
es, entonces, intentar reparar ese mundo, “escribir es como construir un muro”
(136). Como lo hace el narrador de “Sabaditos en la noche” en su trabajo:
“Sacar los golpes de la vida, enderezar láminas” (50). Lo mismo—una imaginación
de la realidad—articula la lengua: nos inventa por un momento una posibilidad,
una alternativa, un estruendo feroz que emerge desde la palabra. Enderezar los
golpes que hay en la vida (son pocos pero son, decía Vallejo), de eso se trata
el trabajo de escribir.
Si
Góngora recurría a la mitología grecorromana una y otra vez, Crosthwaite halla
en el cine y en la música popular fuente inagotable para sus comparaciones,
anástrofes, quiasmos e ironías. Porque el cine deviene otra realidad (como la
literatura) en la cual nos reflejamos y en la cual se escribe (con luz)
nuestros deseos y nuestros temores. Las estrella que parecen tan lejanas en la
pantalla, de pronto se acercan a la (una) realidad en las páginas de Estrella. Aquí, de pronto, todos pueden
ser aquellos que darían su vida antes de entregar a Espartaco, porque,
descubrimos inevitablemente, que todos los personajes que habitan estas letras
sí creen en algo y, de pronto, la literatura misma adquiere un nuevo (y viejo)
sentido: desde la profundidad del barroco
Tijuana escuchamos una pluralidad de voces que estallan y que quieren
hacerse oír. Voces otras, voces que desde la violencia que se les impone y bajo
la cual han vivido sometidos siempre, parecen reclamar su tiempo y espacio.
¡Odumodneurtse!