Detrás de la aparente calma y bienestar;
detrás de la levedad diaria de la acomodada vida; detrás de las suaves palabras
que se murmuran entre sorbos de whisky, subyace el terror de la realidad. El
terror o el vacío que vacilan entre lo privado y lo público, el afuera y el
adentro, un problema clave de nuestros tiempos a los que Fogwill vuelve en esta
novela que dizque se había perdido y ahora reaparece guiñándonos sus ojos con
una frescura y una contemporaneidad demasiado real, tanto que pareciera que
Fogwill la escribió recién nomás, sin concesiones pero con una extraña
nostalgia que vacila entre la reflexión histórica y la derrota ante el
consumismo brutal.
Nuestro
modo de vida narra la vida, desde su visión de la
vida, de Fernando un empleado a punto de ser gerente en una compañía que es una
sucursal de una que tiene la sede, por supuesto, en USA. Su vida está bien y
funciona bien y se siente bien. Su gran problema es decidir si debe o no
comprar un segundo coche. Tiene uno blanco pero ha notado (¡cómo no!) que en
verdad lo que él quería era un coche azul. De la misma marca. Pero azul. Ahí
está resumida la realidad no solo de Fernando sino la de una sociedad que se
parece (¡cómo no!) demasiado a la nuestra.
En el afuera (que es siempre, como
sabemos, también el adentro) se suceden, uno tras otro, accidentes: aparentes
mínimas interrupciones que demoran y retardan el devenir y traslado de los
personajes (el movimiento del capital). Accidentes que recuerdan las fallas de
un mundo al cual solo tenemos acceso a través de ellos: el mundo es un lugar
lleno de ellos, pero el narrador apenas para poder sobrevivir no puede
aceptarlo. ¿Por qué acontecen estos accidentes? ¿Qué es lo que indican? ¿Son
acaso solo muestras de un azar imposible de controlar? Así pareciera en la
superficie, pero debajo de ella (adentro-afuera; superficie-profundidad) las
respuestas parecen ser otras. Nos escuece la duda de si acaso esos accidentes
son los que, precisamente, permiten el funcionamiento del mundo tal como lo
conocemos. En un momento Fernando y su esposa, Rita, regresan a casa y
descubren que esta ha sido ocupada por jóvenes pertenecientes, probablemente, a
un grupo anti-sistema. No hay robo, no hay violencia (más que la de entrar en
propiedad privada), es un aviso, un anuncio de lo que está por venir: es quizá
el gesto irónico-nostálgico-triste de Fogwill; de un Fogwill que ese anuncio no
será más que eso: un dibujo apenas esbozado, porque en Fogwill el futuro
siempre ha sucedido ya. Es una canción de rock, del bueno, que aunque no lo
queramos termina en su propia aniquilación. De ahí que sea necesario el tiempo
de la ironía y de la nostalgia: una escritura que es un vuelo en avión que de
pronto aterriza en los más mínimos e insignificantes detalles de la minucia
diaria y los convierte, a esos detalles, a nosotros mismos en nuestra
insignificancia, en algo clave para comprender el sentido de nuestra existencia
y de nuestra música.
Fogwill, como Aira, como Piglia, es un
realista. Pero su realismo apunta de otras maneras, sus disparos son más duros,
su ironía más auténtica, su búsqueda tiene una sinceridad falsa (valga el
oxímoron). Realismo que no da respiro (realismo impío lo llamaría Luz Horne),
realismo que llega al delirio desde la más tranquila de las trayectorias: la construcción
de una conciencia de clase irreversible, alienante. Sí, realismo que da cuenta
de la alienación en la que vivimos; realismo que al rozar la superficie muestra
su otro lado. Ahí radica lo magistral de Fogwill: en su capacidad de mostrar el
afuera desde la superficie del adentro y alvesre.
Pero, cuidado, no se trata de andar con metáforas banales o alegorías
ramplonas: aquí hay pura realidad, tanta que nos ciega y se convierte en otra
cosa. Es narrativa de crisis; esa que larga las verdades a la cara como
Diógenes (creo, si mal no recuerdo, que alguna vez Matías Beverinotti,
conversando sobre Vivir afuera me
dijo eso)
Hacia el final, Fernando dice que siente
que todo está transcurriendo muy velozmente, como en un sueño. Desde ese
momento la narración se acelera, como en el final de una película donde se nos
dice, en unas pocas líneas, qué ha sucedido con cada uno de los personajes que
hemos conocido a lo largo de la historia. Aceleración que, de modo curioso,
refuerza la insistencia en el detalle de cada acto que predomina hasta entonces
en el relato. Esta velocidad, también, crea un sentido de irrealidad que nos da
un respiro final, aunque inquietante, que nos permite seguir perviviendo en un
mundo en el cual, como dice uno de los personajes, uno se acostumbra a todo.
Sí, es cierto, uno se acostumbra a todo. Ahí lo terrible de nuestra realidad.