En los tiempos que corren de filtraciones panameñas que nos vuelven a
mostrar lo que ya sabíamos; cuando en la política caen de todos lados, cual
piezas de dominó, acusados de una corruptela que devuelve la realidad chilena a
su ser banana republic que con tanto afán solía aplicar a los vecinos (quizás
más honestos, dicho sea de paso); cuando los hijos de los presidentes y las
presidentas aprovechan lo que hay --que nunca es suficiente—y se escudan tras
una maraña leguleya y al final diciendo que así es la cosa, qué le vamos a
hacer, a fin de cuentas todos lo hacen, y qué tanto, pues… Pues, en medio de
ese maremágnum, el filósofo Martín Bernales me prestó un librito cuyo título me
hizo sonreír: El hijo del presidente.
Librito,
digo, por su tamaño mínimo, portátil, de literal bolsillo. Porque después de
leerlo de librito poco tiene, y sí mucho que nos revuelve las mentes y las
ideas y la posibilidad de la poesía y, de modo curioso, se mete en camisas de
once varas que visten la política, el arte, el poder y la amistad. El texto de
Leonardo Sanhueza es el relato de los últimos años de la breve e intensa vida
de Pedro Balmaceda, quien murió a los 21 años, dos años antes que su padre, el
presidente, optara por suicidarse antes que entregarse al gobierno ilegítimo. Y
es la historia de una amistad: la del periodista jorobado, enfermizo y fino
esteta, con un chico un año mayor que él, proveniente de otro país dizque
bananero, de piel más oscura –lo cual en Chile se le restregaron en su rostro y
oídos sin cesar--, Félix García, quien se asentaba en Chile con todas las
ilusiones de convertirse en el gran poeta que el continente estaba aguardando.
Así, entre conversaciones, caminatas tomados del brazo, discusiones y sueños
compartidos, Pedro se convierte, en el relato de Sanhueza, en un guía y
maestro, a la vez que proveedor (mal que mal el dinero es la poesía de los
pobres, se nos recuerda varias veces), del recién llegado nicaragüense.
La
breve vida del hijo del presidente tiene así su reverso (el otro lado de la
medalla, su contra-libro) en la vida de quien pasaría a convertirse, de hecho y
con razón, en el poeta hispanoamericano más importante de todos los tiempos,
Rubén Darío. (La “historia de una posibilidad” de Balmaceda, palabras que
inician este recorrido, se convierte en la historia de Darío).
Sabemos,
por supuesto, que toda amistad, como todo amor, que se precie de tal, debe
tener sus tintes y ojalá su final trágicos. Algo de eso hay en estas páginas,
pero lo que importa es la suave y canora reflexión
que Sanhueza hace sobre esta relación, mostrando (mostrando, nunca diciendo,
¿eso es de Henry James, no?) los versos y los anversos de dos almas (es un
decir) que se acercan y se unen, se acercan y repelen. Incluso me atrevería a
afirmar que Sanhueza, un poeta, escribe como Balmaceda y sueña como Darío.
Balmaceda
perderá sus cabales (no así Sanhueza que mantiene una finura modernista que es
auténtica e irónica a la vez); Darío, ya en la lejanía al enterarse de la
muerte, susurrará good night, sweet
prince (palabras que de haber vivido entonces también Sanhueza hubiese
proferido, quizá en perfectos alejandrinos). Así, descubrimos que la poesía –la
única poesía posible—es aquella que está siempre al borde la muerte. Que la
moneda que aspiramos es esa: cara, te mueres; cruz, te mato. La poesía es la
búsqueda de un lenguaje que necesariamente debe cambiar el mundo. Como la
belleza, como el arte, como la literatura, grita Pedro; pero su cuerpo no fue
capaz de resistir la búsqueda de su espíritu (es un decir).
A ver:
el Pedro Balmaceda que inventa Sanhueza es también un snob, un esteta
desconectado del mundo social (cuando va a Lota donde los Cousiño, lejos está
de darse cuenta de lo que el cuentista Baldomero Lillo --¡quien nació el mismo
año que Darío!—mostraría su deslumbrante Subterra.
Pero, claro, él es el hijo del Presidente, a cargo de pedir los coches para los
desfiles, de encargar toda la literatura francesa y del resto del mundo (en ese
orden) que sea posible. Sí, aprovecha su situación, qué duda cabe (¿no sería que
gracias al dinero del erario público que Pedro podía leer a Verlaine y a
Balzac?). No obstante, cualquiera de nosotros preferiría ese desvarío al que se
ha convertido en espectáculo, farándula y opinología de los tiempos que corren.
Quizás
el final –el clamor de Pedro mismo—no logra entregarnos la fuerza pretendida;
mas en todo caso (y contra todo caso) en él se avizora la nostalgia de un
tiempo que ya no puede ser más (¿qué fue lo que se rompió?). Como en la poesía
de Darío sabemos que, de pronto, se vinos todo el futuro de un porrazo.