En estos
días aciagos mas esperanzadores se ha escrito mucho (aunque nunca demasiado) de
Gabriel García Márquez. La muerte de alguien se convierte siempre en una
ocasión para recordar, pero también, en un movimiento profundamente humano, en
una oportunidad para los vivos poder mostrar no solo su admiración sino
mostrarse ellos. Es un gesto egoísta y, a ratos, de la oportunidad se pasa al
oportunismo. Además, dirán muchos, qué más se puede decir. Nos llueven análisis
sesudos y sesgados, visiones entrañables de aquellos que lo conocieron,
lecturas brillantes, resúmenes de especialistas en la obra y la vida (cómo si
tal cosa fuera posible), escrituras personalísimas de experiencias de lectura
(quizá esto no sea más que eso), memoria (de flores amarillas diría uno). Y,
claro, podemos de pronto leer algo que nos llama la atención, que nos deslumbra
incluso; o bien leer metatextos (como este), aburridos y cansinos de gentes que
no se atreven a escribir lo que quieren decir. Escribir sobre la escritura. Ese
es el trabajo de algunos, aunque parezca extraño. Aunque todos sepamos que la
mejor escritura es leer, y volver a leer.
Murió
el mismo Jueves Santo que Úrsula Iguarán (lo leí por ahí); la gente ha dejado
flores amarillas en la puerta de su casa en Cartagena (vi las fotos); es el más
grande narrador en español desde Cervantes (lo leí en varios periódicos);
amante del cine, periodista y también del fútbol y los toros (lo supe en uno de
los suplementos deportivos de estos días); sus cenizas se repartirán entre
Colombia y México (que es un modo de decir que algo de él es mexicano, además
de –como también lo leí por ahí—universal y simplemente humano); es el mayor
representante del género del realismo mágico (que, dicho sea de paso no es un
género sino con suerte un modo de presentar la realidad, casi una técnica); que
su visión, mejor dicho, la visión que la crítica le atribuye (porque la
variedad de sus textos es notable), logró situar a América Latina en el centro
del mundo por algo que no fueran sus desgracias y sus eternos y sanguinarios
dictadores, sin embargo, esa misma visión construyó una nuevo estereotipo de
nosotros los que tenemos la gracia y la condena de vivir por estos lados (esto
también lo leí; he leído tantas cosas estos días); fue amigo de los Castro, se
ha repetido también (yo diría amigo de sus amigos, que es lo que vale). Y así,
sin fin y sin comienzo: la persona no está pero su obra perdura, uno cierra los
ojos la literatura los abre (o algo parecido escribió Paz y aparece hoy en un
diario). Y no empecemos a dar cuenta de los tuits de condolencia: “Nos volvemos
a ver, Gabo. Prudencio Aguilar.”
Entonces,
a pesar de todo: lo mejor que podemos hacer es leer. Volver a leer.
Cien años de soledad fue un éxito incluso antes de
ser publicado por completo. Dos capítulos aparecieron en los números 2 y 9 de Mundo Nuevo. Críticas aparecieron
previamente e incluso se la publicitaba con comentarios elogiosos de los otros
miembros ‘oficiales’ del dizque Boom: Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Mario
Vargas Llosa. Luego de su publicación, el estallido fue completo, cabal: como
una primavera que estalla aún más hermosa de lo que hemos soñado. Hubo voces
disonantes, por cierto. Siempre las hay (y las continúa habiendo: Fernando Vallejo,
por nombrar a uno, considera a García Márquez un narrador menor). Pero la gran
mayoría se unió creando algo que sucede muy pocas veces: aclamación crítica y
éxito de ventas (que, cinismo al lado, podemos creer corresponde a una gran
cantidad de lectores). Pero, como dicho, el asunto no quedó ahí, Cien años devino y continúa siendo hoy
la novela esencial de América Latina, mejor dicho, la novela latinoamericana
por excelencia, su quintaesencia. Las estrellas (la cruz del sur y las tres
marías) se alinearon perfectamente para crear un mundo que se convirtió en
nuestro mundo. La historia de una familia con sus alegrías y tristezas, la
creación y destrucción de un pueblo (sí, lo sabemos, un pueblo que es también
América y es también el universo), de pronto se instaló en el imaginario de
todos nosotros: no podemos explicar Latinoamérica sin Cien años de soledad. Cien
años es la gran novela, mejor dicho, la gran telenovela latinoamericana: la
vemos en nuestro inconsciente.
La
pregunta es simple y, como todas las interrogantes sencillas, no tiene una
respuesta fácil: ¿Por qué? ¿Por qué sucedió lo que sucedió con esta novela? Esa
pregunta, recuerdo, fue la que tuve que responder hace muchos años en un examen
oral. Cinco profesores empecinados en demostrar su saber y corroborar mi
ignorancia.
-¿Por qué Cien años de soledad ha sido tan exitosa? ¿Qué es lo que la
convierte en la gran novela que es?
Yo miré el rostro de la profesora
que me hacía la pregunta. Había estudiado mucho, pero como todo chico quiere
además mostrarlo. Comencé una perorata acerca de la creación del Boom como
fenómeno de mercado, la necesidad de crear una visión de América Latina
exótica, mágica, que fuese vendible en Europa y los Estados Unidos. Me di
rápidamente cuenta que mis palabras no eran bienvenidas. El rostro de por si
amargo de la profesora y el rechoncho del profesor a su lado, indicaban no solo
desacuerdo sino liso y llano rechazo. Sin decirlo, podía leer en sus rostros
que yo y mi examen se desbarrancaban inevitablemente. Entonces vino a mi
memoria una clase con dicha profesora. Una clase de literatura medieval y, de
pronto, la respuesta por ellos querida me vino a la memoria.
-También, y probablemente de modo
más significativo, Cien años ha
logrado atrapar la imaginación de críticos y lectores por el simple hecho de
contar historias. Es una gran historia con más historias en ella. Como Las mil y una noches, que se mencionan
en la novela, nos remite a lo más vital y profundo de la condición humana: somos
humanos porque contamos historias, inventamos, hacemos ficción, aunque esa
ficción hable de y con la realidad—o algo así largué mientras veías sus caras
agrias tornarse en sonrisa de triunfo-poder, esas que dan cuenta de saber que
han cumplido su tarea de imponer su modo de conocimiento, su saber en sus
estudiantes.
Aprobé el examen. No contento no
tanto con mi respuesta como por el hecho de no poder (o querer) haber defendido
mi posición. Con el tiempo, sin embargo, y después de haber leído la novela
trece veces más y enseñarla al menos diez, he llegado a la conclusión (que no
concluye nada) que tal vez ellos tenían algo de razón. En todo caso, lo sé,
tenían más razón que yo: Cien años de
soledad es una historia de historias que podemos contar y contarnos para
siempre, una historia que nos convierte, un poco, en quienes somos.
Por esos años leí también
maravillosos y realistas análisis de la novela (aún hoy me deslumbro con la
lectura de Josefina Ludmer; yo escribí unas banales palabras sobre el contenido
social y cómo, en el fondo se trata de realismo social). Pero nada supera
descubrir cada vez, cada vez de nuevo, la belleza, la fuerza, la soledad y el
amor que encierran la novela. Desde su primera lectura (aquel día, como leí que
dijo alguien, en que nos llevó a conocer el hielo) a la última que nos persigue
rodeada de mariposas amarillas.
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