Una de
las razones más importantes por las que Don
Quijote es una obra maestra es que no solo nos habla de valores y problemas
universales, de esos que pasan aquí y en Islandia, hoy y en los tiempos en que
las culebras usaban chaleco, sino que hace todo eso (y más) con un sentido del
humor, una gracia, que nos lleva de la sonrisa a la franca carcajada. Hacer reír no es poco; más bien, es una
de las tareas más difíciles que tiene toda literatura.
Por
razones históricas, sociales, políticas sumamente poco chistosas (creo yo), la
narrativa en español –a ambos lados del Atlántico y dando la vuelta al mundo—no
se caracteriza por la abundancia de su humor. Hay bromas, sí; pero un humor del
bueno, una narrativa que es cómica y te deja pensando, no, no hay mucha. Por
cierto que todos podríamos ensayar de inmediato una larguísima lista de
excepciones. Desde el genial Pablo Palacio a las discutibles greguerías,
pasando por las bromas de Bioy y Borges y por la obra divertidísima y
exageradísima de Bryce Echenique; en fin, no creo en fantasmas, caray, pero de
haberlos, los hay. La sensación que prevalece es la otra: es la seriedad, la
tristeza, la omnipresencia de la muerte, la violencia y de muchos años de
soledad.
Por
todo eso como diría el no muy divertido Silvio, mi memoria se empina a ratos y
mis ojos lectores agradecen cuando uno se encuentra con novelas y cuentos que
inesperadamente te devuelve, como en publicidad de dentífrico, la sonrisa y la
risa a los labios. Así, por una suma de casualidades nada de casuales, comencé
a leer esta novela de José Agustín publicada a mediados de los años noventa
(sobre el rollo de las nuevas publicaciones de novelas anteriores, algo elucubro
en una de las entradas anteriores). De Agustín tenía más o menos fresca en la
cabeza esa joya que es De perfil. De
esta me llamó la atención –como un timbre cuando estás medio dormido—el título
que evoca vacíos y más soledades, búsquedas y pérdidas. Y, claro, de todo eso
hay, y bastante, pero no esperaba encontrarme con la hilarancia (¿existirá esa
palabra), la risa auténtica, la broma propia del teatro del absurdo, la crítica
divertida, el placer del texto llevado a una expresión desopilante. Al leer
estas páginas, nos damos cuenta que José Agustín está disfrutando la escritura,
que quiere a sus personajes, que si estereotipa lo hace muy a conciencia y con
más humor; sí, Agustín la ha pasado bien y nosotros con él. Ayudó, también en
mi caso, que la novela trata de uno de esos programas para wannabe escritores que pululan por los Estados Unidos y que justo
leí la novela mientras asistía como espectador a un retreat para escritores (no en Estados Unidos, gracias a Marx).
Susana,
una hasta ahora típica esposa mexicana bien portada, decide mandar todo a la
chingada, dejar casa, ciudad y al bueno de Eligio y parte a uno de esos
susodichos en un pueblo infecto que se llama, evidentemente, Arcadia. Ahí
conoce a una fauna de personajes uno más trancado-traumado-tardío-tarado-tierno
que el otro, con particular énfasis en un gigante polaco (se entiende), albino
prácticamente mudo. Eligio, quizá haciendo uso de su aspecto “aindiado” que
tanto éxito le deparará no acepta la situación así nomás simplemente, no puede
ser, cómo se le ocurre y decide partir a buscar a su mujer a los mismos
Estados, aunque en ello se le vaya todo el dinero y más honor del que tiene. Las
escenas, encuentros y desencuentros que se desarrollan son, cierto, un gran divertimento (vale, en algunos casos se
excede, pero ¿quién no se ha tomado una copita demás?).
Por
cierto, en el camino y huida de Susana, está la búsqueda por ella misma, por el
sentido de su vida. Y alvesre también: Eligio, como dice su nombre, debe
constantemente optar entre opciones que la vida le pone por delante;
alternativas que son las que nos construyen como personas. Todo esto en ese
entorno de odio-amor-desprecio hacia los Estados Unidos, o mejor dicho, hacia
ese mundillo seudo académico, intelectual patético, artista alternativo de
cuarta categoría. Una atmósfera que recuerda a una de las últimas novelas de
otro José, Donoso, donde viejos cracks de la academia se retiraban a repetir su
saber anquilosado a lugares como ellos. Pero lo que en el chileno se convertía
en aburrimiento y tedio, en Agustín se salva gracias a los bríos de su humor y
la savia de su crítica (¿cómo les quedó el ojo?).
Hay,
como diría cualquier crítico de pacotilla (como el servidor que esto firma), un
relato paralelo: un nivel metafórico que apunta a toda vida, a todo momento, a
todos nosotros. La novela nos habla a cada uno de nosotros, a nuestros miedos,
nuestras esperanzas y angustias. Todo eso está muy bien y el final, OK, está
bien, no lo voy a contar para darle algo de suspenso; pero todo eso no vale por
sí (para eso vaya y léase un manual de autoayuda). Aquí la gracia es la gracia.
Y, como bien lo sabían y escribieron Lope, Quevedo o su narizón amigo, no hay
mejor amor que reírnos del amor mismo.
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