Tuesday, October 27, 2015

El libro de la semana: No ficción, de Alberto Fuguet

No ficción tiene las mejores intenciones posibles: es correcto políticamente, trata de ser ágil (99% de diálogo), emocionante y mantenernos en suspenso sobre la resolución final. Es, además, sumamente literario: su centro es la reflexión sobre la posibilidad de la escritura misma cuya reflexión dialogada la constituye; ¿podré escribir esto? ¿alguien lo leerá? ¿no será muy egocéntrico?, “necesito escribir esto y ojalá publicarlo, si me atrevo, para superar todo esto”, “todo está en los detalles, es lo único narrable”… Sí, No ficción es el arte poética de su autor, Alberto Fuguet; pero una en que los poetas ni han bajado del Olimpo ni se han quedado por esos lares.



O sea, como dijera André Gide, no se hace buena literatura con buenas intenciones y buenos sentimientos. O mejor dicho: es demasiado políticamente correcto, es demasiado reflexivo y repetitivo, el qué pasará final nos tiene la mayor parte del tiempo sin cuidado (y si de verosimilitudes se trata, más de uno lo cuestionará); es, demasiado pronto, demasiado a ratos, demasiado aburrido.
Algo de olas hará o provocará el levantamiento de alguna ceja sesgada, por cierto. Desde su título puede leerse como una confesión poco velada de su autor –cuyo alter ego en la ficción de la no ficción es autor de obras como El coyote se comió al correcaminos y Prensa amarilla, nombres alternativos de las novelas Mala onda y Tinta roja. Noble género este el de las confesiones. Sí, qué duda cabe, Fuguet está en buena compañía: Rousseau y Mishima; Agustín de Hipona y Neruda. Pero no basta la compañía; ni tampoco basta la historia. La conversación entre los ex amigos, Álex y Renzo, en la que recuerdan el tiempo juntos, varias anécdotas y, sobre todo, la tensión sexual, la cercanía, el amor y el deseo, entre ellos, es curiosamente mucho más fuerte que la escritura misma. La escritura no alcanza a tocarnos como la vida de ellos pareció tocarse en algún momento. La vertiginosidad de los relatos de Sobredosis o la frescura de Mala onda han desaparecido y en su lugar nos encontramos con un diálogo que fluye apenas y a empujones (con un lenguaje que trata de ser coloquial y realista, pero que es más bien pobre y ramplón –de hecho, un poco del vilipendiado realismo social no vendría mal…).




Y sí, podemos apreciar en esa dificultad del diálogo un espejo de la que se escribe de la relación entre los dos y la que se escribe (todavía) en la sociedad: no es fácil hablar de ciertas cosas, no en una sociedad donde la homofobia sigue estando muy presente. Es, en la lucha contra ese estancamiento, donde hallamos los mejores pasajes de esta historia de amor. Cuando se quiere seguir, continuar hablando (que, como ya sabemos, es seguir escribiendo y, a fin y a principio de cuentas, seguir amando), se alcanzan momentos mínimos de bella ternura. Una ternura que, como la relación de Renzo y Álex, está marcada por el miedo y por la traición a lo que nunca fue. Ambos se sienten traicionados por el otro: y es en ese reconocimiento de la debilidad propia donde radica la posibilidad de redención de ellos. Porque aunque el encuentro del final (que, después de botella de whisky, deja a la poca imaginación del lector aquello que no se escribe), sea solo eso, abre la posibilidad para un futuro que vuelva a escribir la historia del pasado. Es ahí, también, donde advertimos una lejana fuerza política del texto fuguetiano: la historia puede aún reinventarse, no estamos condenados a años de soledad (es curioso que con el tiempo, la escritura de Fuguet se parezca cada vez más a la de su maestro –o anti, da lo mismo—García Márquez, aunque sea de modo especular); Chile, como los dos protagonistas, tiene un futuro posible…




Cuando se publicó Mala onda hace un cuarto de siglo, el crítico de esos años, un cura del Opus Dei, la acusó por la moralidad (o la falta de) de sus protagonistas, mequetrefes de la clase media alta. Valente, por lo general un excelente lector, quizá por las anteojeras que usaba, no fue capaz de soportar el desenfado, la frescura, la ternura de querer ser un enfant terrible. ¿Qué hubiese dicho de No ficción? No lo sé. Y poco importa (OK, yo creo que le hubiese gustado, sobre todo el diálogo y la dizque tensión que crea; quizá hubiese tenido reservas con el lenguaje…). Pero a No ficción si parece importarle lo que piensen de él; tantos parches antes de las heridas, tanto cuidado en el descuido, tanta reserva en la confesión, tanta sorpresa premeditada, tanto querer la escritura sin quererla, provocan que la emoción no nos llegue. Así, cuando al final de Mala onda Matías Vicuña, bajando a toda velocidad el Cerro San Cristóbal en su bicicleta, nos decía que se había salvado, aunque fuera por ahora, nosotros sentíamos un escozor y un alivio al mismo tiempo; estábamos con él. Pero cuando al final de No ficción a Álex y Renzo se les abre esa rendija, breve y mínima hacia el futuro y la felicidad, a nosotros no nos importa mucho y, tal vez, podemos esbozar una sonrisa y desearles suerte.  


Thursday, September 3, 2015

El libro de la semana: Los héroes tienen sueño, de Rafael Menjívar Ochoa



Algunos detectives (y ciertos criminales) se arrojan desbocados en los aires melancólicos de la justicia imposible. Otros caminantes de ciudades prefieren las garras del cinismo metafísico y el humor que recuerda un chiste de Kierkegaard (o Schopenhauer). Hay aquellos, sin embargo –y esto ya parece canción de Silvio--, que ni se acercan a los pasos de Heredia o Belascoarán y tampoco encuentran en los alucinantes personajes de Fadanelli a sus pares. El héroe sin nombre de esta breve novela de Menjívar Ochoa, hace suyos el cinismo y el sarcasmo, la tristeza y la realidad, sin caer ni en la melancolía ni la metafísica. Un realismo desgarrador que no desgarra; una risa dura que golpea. Una suerte de futuro que ya ha sido escrito tantas veces; Los héroes tienen sueño es un golpe a la mandíbula arltiano seco, breve y violento.



La historia es (como todas las buenas) aparentemente muy simple: un policía, nuestro héroe y narrador, sufre una crisis vocacional: luego de ajusticiar a un periodista que investigaba a la guerrilla, ya no quiere seguir trabajando para el Coronel y cumplir sus órdenes mortales. ¿Qué ha pasado? ¿Crisis de conciencia? ¿Moralina tardía? No, gracias a dios y a marx, nada de eso: se trata de querer sentir miedo de otra manera o algo así; es decir, no hay explicación posible o, alvesre, la explicación está en la duda misma y en la final imposibilidad de dejar el camino que se ha elegido. Claro: no se puede dejar de lado a la muerte: espejo de lo que sucede en la ciudad y el país (lugares del mágico DF, pero que pueden ser cualquiera de la vilipendiada Latinoamérica). Sabemos desde siempre que todos han de morir; sabemos que la muerte no importa tanto, que, de hecho, es más de lo mismo, el problema es el morirse, no la muerte.



Sí, Menjívar emplea una serie de lugares comunes, de recorridos y pensamientos estereotipados –nuestro héroe, en un guiño al gran Pepe Carvalho, casi se enamora y casi se casa con una prostituta que le dice su nombre verdadero, Inés,  (¿pero hay algo que sea verdadero en este mundo? ¿Cuál es nuestro nombre?); recorre en su auto la ciudad; pasa el tiempo limpiando su arma--; pero estos adquieren un sentido y una fuerza más allá (desarman el estereotipo) gracias a la precisión y velocidad del lenguaje. Velocidad del diálogo y de la palabra que describe la acción como algo que sucede siempre, simultáneamente, al interior y al exterior de uno: es en esa tensión que el humor y el cinismo que permea la realidad alcanza su mejor expresión. Aprendemos, como aprende el narrador, que uno es también aquello que hace, que no hay profundidades mayores excepto el darse cuenta de esa condena.



Por cierto, la novela describe, muestra y apunta a un nivel de la corrupción policial bastante conocida y recurrida. Y en ello hay una crítica, pero sin caer en el complejo ético; hay desencanto, es cierto; pero se evita la imaginación de un telos diferente. Ahora, con todo ese presente –con, reitero, la presencia total y absoluta de la muerte—al final se nos recuerda que toda la historia que se ha narrado pasará al olvido. Nadie se acuerda. Lo único que sigue igual en medio de un mundo que parece haber cambiado, es las calles que recorre Inés buscando clientes. Pero sabemos que ese cambio (como el olvido) es, al menos parcial, pues se produce la paradoja de siempre: la escritura misma (aquello que alguna vez llamamos literatura) insiste, porfiada ella, en devenir algo que si no es memoria se le parece un poco. El narrador busca evitar ciertos afanes críticos, pero no puede evitar describir el mundo que respiramos y la realidad que sentimos. De nuevo, entonces: al alejarse de la crítica del mundo, la lleva a cabo furibundamente.
Los héroes tienen sueño es, también, una novela entretenida que se lee de una sentada (o de pie en el metro) y que bien puede confundirse con otras cuyos héroes deben cumplir un destino que ha sido escrito por otras manos (el azar, el sistema, las olas del mar Pacífico, vaya a saber uno). En ese sentido es un divertimento y no más. Sin embargo, desde su diversión hace de un mundo ajeno (y ancho, claro) algo tan a ratos parecido al nuestro (angosto, ya que estamos), que incluso después de la última parada nos tenga dando vueltas en el cinismo de nuestros perdidos corazones.

Ah, se me olvidaba: el chiste de Schopenhauer: la soledad. Eso es lo que está revoloteando por todos lados: una profunda y radical soledad. Una constatación y certeza de que se está más solo que náufrago en isla que no aparece en los mapas. Y capaz que eso sea, después de nada y antes que todo, medio metafísico y, quién sabe, hasta melancólico.


Saturday, August 29, 2015

El libro de la semana (de vuelta del verano): Logia, de Francisco Ortega

--A ver si Griphius se pone las pilas--dijo.


¿Tarda treinta horas el vuelo desde Beijing a Los Ángeles? Curioso que esa fuera la duda que me quedara después de leer las rápidas y en su mayoría entretenidas 500 páginas de Logia, la novela de Ortega que, como suele pasar en casos similares, reúne éxito de ventas con aniquilamiento crítico. De eso voy a hablar también un poco más adelante. Pero primero veamos lo del avión de China a Estados Unidos. Por supuesto que el vuelo es mucho más breve. A lo sumo catorce horas. Ahora, ¿por qué me habría de molestar ese detalle insignificante, siendo que si es por “problemas” sería fácil mencionar muchos otros? Pues bien: uno de los grandes aciertos de la novela es su pretensión realista, su verosimilitud; es decir, su hacer como si todo lo disparatado de la acción fuese real. El recurso a la tecnología de punta –incluyendo drones y armamento de última generación mencionado con sus números y siglas (da lo mismo si son ‘verdaderos o no’, lo que importa es que lo parezcan)—crea una sensación de contemporaneidad suavemente futurista que hace muy buen juego con la temática histórica-paródica de la novela. Por eso, en ese contexto, el comentario por parte del protagonista, dicho al pasar, respecto a la duración del vuelo rompe la ilusión que se busca crear. Y, claro, eso es lo peor que le puede pasar a una novela: sacarnos de ella misma.



Sin embargo, esto no hace necesariamente de Logia una mala novela. Creo que ahí podemos hallar precisamente un posible sentido y una estrategia que si bien no es original (por qué tendría que serlo además), no deja de dar buenos resultados. Vamos un poco para atrás: la novela emplea estrategias clásicas de los thrillers. Una acción rápida, mucho diálogo, lenguaje a ratos formulaico, ciertos quiebres en el argumento que buscan ser sorpresivos, una escena de sexo cada cincuenta o noventa páginas (cuan explícitas dependen del público que se tenga en mente), mención de eventos sociales y políticos recientes con los cuales los lectores se relacionen con facilidad, un secreto a ser revelado, etc. Muchos de estos libros han llegado a ser lo que la crítica suele denominar despreciativamente como best-seller (no así los editores, para quienes los best-sellers, obvio, son una buena cosa). Sin duda en ese desprecio hay algo de razón: si se considera que la “buena” literatura implica, entre otras cosas, un uso del lenguaje más elaborado, claro está que Logia no es un modelo a emular (por “elaborado” podemos entender muchas cosas, desde construcciones poéticas a lo Góngora al comentario que el crítico Harold Bloom le hacía a Harry Potter: repetición y/o pobreza de vocabulario; por ejemplo, usar siempre la misma comparación o la misma metáfora). Pero también en el desprecio hay algo de incomprensión y, quizá, un poco de envidia. La salida fácil es decir que el público gusta de libros “fáciles” y “livianos” que, como el 99% de los programas de televisión no necesitan que uno “piense”; la literatura permite un escape fácil y facilista de la realidad, etc. Ya quisieran muchos de los críticos (yo me incluyo) saber cómo escribir una novela que la gente quiera leer (además, como bien sabían los griegos, la entretención es una de las tareas fundamentales de la literatura).



Pero me he ido un poco por las ramas. Retrocedamos: Logia ha sido llamado el “Código Da Vinci chileno” (ese afán sin fin de comparar con …), o por lo menos eso me dijo la persona que me lo vendió. No obstante, y aquí regreso al vuelo de 30 horas, la gran diferencia, del porte de un buque de treinta horas, es que la novela de Ortega, gracias a Dios y a los masones, no se toma en serio. Se sabe parodia. Se sabe joda. Se sabe entretención y, como mucho divertimento, tira sus palos por aquí y por allá, a los fanáticos religiosos, a ciertos convencionalismos sociales. Claro, no se trata de una parodia elaborada, cuidadosa; es más bien una tomada de pelo de la historia que nos enseñan (y aquí uno podría largarse a decir que toda historia es y ha sido una construcción que viene desde cierta perspectiva –la de los ganadores, etc.—y que perfectamente podría ser otra la historia; pero ese tipo de análisis quedará para otra ocasión), de las formas de los thrillers y sus convenciones (y no por parodiarlos deja de serlo).



Vargas Llosa, quien como crítico no es mi taza de té como dirían los súbditos de la Reina Liz Dos, hace un comentario sobre la trilogía de Stieg Larsson que me quedó dando vueltas. Dice algo aquí como que a pesar de todas los errores, absurdos, pobreza del lenguaje, hay algo en el personaje de Lisbeth Salander que hace que ella sea inolvidable (o formidable, no tengo la cita exacta). No creo que ninguno de los personas de Logia alcance los ribetes de Lisbeth (en todo caso mis candidatas serían Princess y Ginebra—esta última con una historia que recuerda a la de la heroína de Larsson); y, en todo caso, la comparación es injusta para ambos lados. Lo que sí podemos pensar es que en la rapidez de sus diálogos, en medio de su parafernalia tecnológica, más allá de las explicaciones y recuentos históricos que parecen sacados de Wikipedia, hay un algo –un algo que se parece al humor—que hace que a fin de cuentas no importe que nos demoremos treinta horas en un vuelo de Beijing a LAX.