(retomando la lectura después de un largo, demasiado largo, invierno). S. G.
Todos tenemos nuestras obsesiones. Algunos pocos tienen la posibilidad y el
talento de largarlas en la escritura. Y aunque lo hagan una y otra vez, los
menos, no dejan de asombrar, hacernos meditar e incluso, a ratos, entretener.
Todo esto, y más, pasa con la última novela de Guadalupe Nettel, Después del invierno. Historia de amores
cruzados de personajes obsesionados con los cementerios; cuyos cuerpos van
destruyéndose poco a poco o son, literalmente, cercenados. El miedo al otro –en
este caso extremado pues los otros son los muertos— y la presencia central de
cuerpo nos recuerdan, claro está, a las novelas El huésped y El cuerpo en que
nací y los relatos de Pétalos. En
ellos, los cuerpos de los personajes estaban marcados por la ceguera, la
invalidez, un párpado caído, la diferencia (cuando la protagonista escribe: “Mis
dominios eran las calles de París, todas sus escaleras y sus refugios. Mis
compañeros los marginales, los descarriados, los SDF y los demás parias”, me
parecía estar viendo a Ana de El huésped).
Esta novela da un paso más allá y es, además, estructuralmente, la más
ambiciosa de Nettel.
Después del invierno cuenta las vidas de Cecilia en
París y de Claudio en Nueva York; las narra desde sus propias voces –la
insoportable y engreída del cubano; y la triste y nostálgica de la mexicana. A
ratos los cubanismos de Claudio parecen un tanto forzados (¿pero no será
nuestro saber a priori?) y su machismo un tanto caricaturesco, pero poco a poco
nos damos cuenta que de eso se trata también: de la creación del personaje, de
verlo como una literal creación literaria, y por eso, si bien nunca deja de ser
insoportable y no nos provoca compasión ni siquiera al final cuando sucede algo
que no voy a contar pero que debiera provocarla, termina siendo visceralmente
real y violento. Cecilia, en tanto, resulta siempre más cercana. Su afición a
los cementerios, su necrofilia no necrofílica, la entendemos como se entiende
la tristeza. Claro, su opción de cuidar a Tom, el chico cuyo cuerpo está
dejando de funcionar es mucho más hermosa
que la relación de mutuo uso y abuso que Claudio sostiene con Ruth, una mujer
rica y mayor de quien él, ciertamente, no está enamorado (y más bien
desprecia).
Como ya
sabíamos al leer la contratapa, las historias de los dos se cruzan, primero en
París y luego en Nueva York. Amor a primera vista; comunicación mortal: ambos
gustan de los camposantos, aunque por razones diferentes. Claudio quiere buscar
escritores, nombres, buscar a Vallejo. Ella, contemplar la soledad. Los uno, es
cierto, el vacío, el miedo, la ausencia y la muerte. Pero toda relación, nos
dice la novela, es una apuesta por lo contrario, una apuesta total por la vida.
Ninguno de las dos la hace. Sin mayores dramas (bueno, con un mínimo de drama)
el resultado es esperable. Pero la vida sigue y en un gesto casi romántico,
pero también realista, al final vemos a los niños jugando en el parque como
símbolo de vida y de futuro que se opone a la compañía de los muertos y de la
no-vida de los cementerios.
Pero
los muertos no se han ido (podría ser el tema de una canción o el comienzo de
un dudoso poema), siguen ahí. Tom dice que los escucha (como se escucha la
música que apasiona a Claudio). Establecen un silencioso diálogo con los vivos.
Y es en esa relación, a través de ella, que vamos descubriendo que las
fronteras entre los dos mundos son mucho menos reales y ciertas que lo que hemos creído (y querido
creer). Escuchar a los muertos no se trata de entrar en diálogos
parasicológicos o en extrañas sesiones de espiritismo. Los muertos están todo
el tiempo con nosotros: el pasado está ahí. La memoria está aquí con nosotros y
la construimos todo el tiempo. Y está marcada, irremediablemente, por el amor
(o su fracaso). Tanto Claudio como Cecilia viven fuera de sus países de origen.
En cierto sentido, viven en cementerios ellos también. Cementerios –sus vidas,
las ciudades—a las que se les debe inyectar vida. Vivir después del invierno.
La
literatura, como la música, como el amor, recorre estas hermosas páginas. Después del invierno es también una reflexión sobre el sentido y la
búsqueda de la palabra en los tiempo (de invierno) que corren. La realidad
tiene versiones diferentes –como las que nos dan Cecilia y Claudio de su
relación—; la realidad es esa novela que escribimos entre todos, cada uno con
sus obsesiones y sus búsquedas, sus fallas, sus sueños y desde la precariedad
de sus cuerpos que, no lo podemos olvidar, están cada día un poco más cercas de
la muerte. Pero por lo mismo, por esa cercanía inevitable, es que debemos
apostar cada vez más apostar por la vida.