Monday, September 30, 2013

El libro de la semana. Cementerio de papel, de Fritz Glockner.



A veces a los críticos nos gusta pedirle peras al olmo. Como decir que a una novela de acción le falta más profundidad o que una que busca ser experimental no se entiende. Y está bien que sea así: en pedir no hay engaño. Todo este ampuloso preámbulo para comenzar diciendo que Cementerio de papel es apenas una novela, o mejor dicho, que si es una novela, no es de las mejores, más bien para el otro lado. Pedagógica en exceso, formulaica, a ratos se lee mejor como reportaje dominical de un periódico. Hay un intento novelesco, es cierto. El asesinato de la chava que trabaja en los Archivos tira de la historia y a ratos, cuando el narrador se olvida de darnos una clase de historia o de explicar lo malo que son los tipos en el poder, agarra vuelo y se convierte en un texto de una visualidad y plasticidad notables; mas ello no ocurre a menudo. En esta trama detectivesca, es sugerente la opción de hacer del detective un grupo de cuatro—los autodenominados “Cuatro Fantásticos”-- asiduos al Archivo, el antiguo Palacio de Lecumberri. Cada uno de ellos posee una razón y circunstancias diferentes para estar ahí. Pero hay algo que los une además de la historia (con mayúsculas y minúsculas), la búsqueda imposible por la verdad y la justicia. Y es por ese lado donde el texto de Glockner no solo se salva sino que se hace ratos importante. En otras palabras, deviene un texto necesario, donde junto a la des-diferenciación de la realidad y la ficción, se adopta una posición clara y firme ante lo que sucede. No se trata de decir algo necesariamente nuevo, pero sabemos que es importante recordar aquello que sigue sucediendo. 



Sí, porque lo que este cementerio repite una y otra vez, incluso hasta el hastío para algunos, es que no se trata de hechos acaecidos en los años sesenta o setenta u ochentas, solamente. Al enmarcar el relato con un asesinato presente, se nos devuelve ese pasado en su plena actualización. El nombre de la occisa no es tampoco gratuito: Eva; aunque aquí no sea posible determinar el origen del mal.
La inclusión de nombres ‘reales’, en la mayoría de los casos solo de sus nombres de pila y no los apellidos, provoca una extraña sensación de irrealidad: como si toda la nación fuese de pronto un texto que nos hemos estado inventando quién sabe desde cuándo. Sin embargo, esa irrealidad es lo real, y como tal imposible de aprender en su plenitud, en su totalidad. Es por ese intento de explicarnos (repito, en demasía) la realidad que leemos largas interpolaciones sobre casos de violencia estatal; listas de nombres de aquellos que sufrieron, recorridos de luchadores sociales como Rosario Ibarra que, literalmente, da una clase de historia de los últimos cuarenta años. Y su lucha continúa incansable.


Entonces, volvemos al comienzo y nos preguntamos si al criticar estamos pidiendo peras al olmo o no. La respuesta, creo, debe ser doble: sí y no. Cementerio busca mostrar críticamente una situación demasiado real, demasiado cierta. Lo hace desde el recurso a lo que podríamos denominar una seudo-ficcionalización histórica. Con ello, aprendemos mucho y perdemos algo. Como suele suceder en estos (y otros) casos, la lectura de este tipo de novelas (¿?) nos dice más de nosotros mismos de lo que estamos acostumbrados. Es, además, un intento –quizás no el mejor logrado--por recobrar un sentido de la literatura en tiempos difíciles como el que más. Y eso ya es algo. Así, Cementerio de papel nos muestra en su mismo hacer y devenir la relevancia de la escritura y nos invita a volver a recorrer nuestra historia, aquella que, en México o en cualquier otro lugar, no nos gusta ni recordar ni admitir que es parte viva de nuestro presente.




Sunday, September 22, 2013

El libro de la semana. Memoria de los días, de Pedro Ángel Palou

Qui Tollis Peccata Mundi… Ay, perdón, hay novelas que lo tienen todo: una trama que promete, mucha acción posible, personajes originales y hasta queribles y muchos y variados, un manejo impecable del lenguaje, una estructura inteligente y hasta dibujitos acompañando el texto. Pero algo pasa, algo de pronto sucede que no es como el fin del mundo pero se le asemeja: el fin de la entretención. O sea, que la lectura se torna tediosa, aburrida. Y no hay pecado mayor. Sobre todo en una novela que juega a la parodia, que abunda en ironías bien pensadas, en críticas políticas alucinadas y alucinantes. Algo no termina por funcionar en Memorias de los días, una ya vieja novela de Pedro Ángel Palou.
Llegué a ella, reconozco, luego de entretenerme con Malheridos y El dinero del diablo. Como buen ex crackero, Palou se siente a sus anchas en temas, escenarios y mundos disímiles. Su   conocimiento es vasto, su literatura variada, y su sentido del humor ácido y duro. Pero en Memorias la mezcolanza y abigarramiento le juegan una mala pasada. Parodia de La guerra del fin del mundo; no. Más bien de la miríada de películas sobre el fin del mundo que nos bombardearon finisecularmente. Aquí se trata de una secta—la Iglesia de la Paz del Señor es más bien un circense grupo de estropajos humanos—que sabiendo que el mundo se a acabar emprenden un obligado periplo hacia Los Ángeles. Para financiarse no escatiman métodos: frailes que luchan, cantinas, y otros servicios. Claro que no es fácil cruzar por la migra y al final todo resulta ser un fiasco (es evidente desde el comienzo, por lo que no importa que le cuente). La novela pretende dar las perspectivas de sus muchos personajes: el escriba o narrador, el Amado Nervo del grupo al inicio, pero que resulta al final ser el mismo nieto del redentor, le da la voz a Magdalenas y Marías, lo cual si al comienzo atrae al lector, luego, rápidamente, lo termina por desocupar antes de tiempo.
El texto se construye desde las imágenes del tarot que anuncian cada capítulo. Además abundan frases en latín y aforismos—“¿Quién es el aliento del Libro”? “Silencio. Nada hay que no haya muerto”--, que a pesar del humor que uno puede esperar caen como plomazos de seriedad en un texto que hace mejor con los Capitán Morgan, Corinitas y Fray Estruendo que despliega sus saberes en el ring de la lucha; ah, y sobre todo con el entrañable doctor Carmona. Personaje clásico, científico perdido en su fama—un cometa llevará su nombre y pasea de ciudad en ciudad, de universidad en universidad, dando a conocer lo ya conocido; metáfora del conocimiento vacuo, pero desde la pura humanidad. Carmona se pierde en las estrellas de la novela.
Pero no todo es pecado en este mundo: la visión fantasmal de Ciudad de México y el trasfondo político, con un presidente vitalicio que da el marco de la situación política global, hacen que la violencia sistémica se pueda sentir en la trayectoria de Estupiñán y su séquito. Uno no puede pedirle peras al olmo, pero a veces no estaría demás. Memoria de los días podría haber sido una novela apocalíptica de la Ciudad de México, fantasmal, terrible y hermosa; una caracterización de México de fin de siglo alucinante y alucinada, pero se pierde en detalles y reiteraciones que solo interesan a un grupo muy pequeño y particular de pecadores. Al final, lo mejor es cuando el cura y el escriba repiten juntos Ite missa est.  







Monday, September 16, 2013

El libro de la semana. Cuartos para gente sola, de Juan Manuel Servín.




Hay un cierto aire en las escrituras de los últimos años, quizás no predominante, pero en todo caso persistente y filoso como una navaja que nos revela un aspecto de la realidad (o de algo que se parece a ella) que recuerda y retoma los fantásticos aforismos de Cioran.  Ah, la vida no vale nada, todo es una porquería. Sí, el existencialismo radical, que combina creencias adolescentes con otras que denotan la experiencia vivida. Vivir no es nada nuevo, han dicho por ahí; decir que la vida es una mierda o una barca, tampoco. O como escribe Servín en esta novela: “Vivir no es más que la pesadilla del suicida”. Pero, y he aquí la principal falla de Cuartos para gente sola, el protagonista no se suicida. De hecho, no tiene ninguna intención de hacerlo. Le interesa llevar una vida solitaria, pervivir en su propio Edén (como su nombre inventado), e ir al cine. Aunque solo un poco. Su drama a ratos logra atrapar al lector, pero la desidia vital se torna a ratos en desidia narrativa, que no es lo mismo y tampoco es igual.


Aunque la vida de Edén no llegue a la radicalidad que nos pide Cioran, sus acciones y la descripción de estas sí provocan pequeños golpes en la mente. Directa y ágil, la violencia se hace excesiva gracias a lo escueto del estilo. La concisión y el modo con que se dibujan la realidad son notables. En el episodio más memorable, uno que se podría resumir como Amores perros después de la catástrofe, el protagonista decide enfrentar en desigual lucha a un perro de pelea. Metáfora de lo que se quiera, la muerte, la animalidad, reflejo de lo que somos, de lo que en realidad somos, de la bestialidad de nuestros sentidos, etc.; no importa: la lucha es pura superficie, pura incapacidad de conectarse con un interior que no existe. La escena de la lucha se reitera un par de páginas después cuando el protagonista coge con su vecina. Escenas espejo que dejan en el lector el mismo vacío que siente Edén. No es poca cosa por muy sabida que sea: sexo y muerte de la mano, la mujer es como el perro, pero al menos tiene la sabiduría de escapar de su condena, matando a su vez y huyendo con el dinero de la casera.
La única salida a este mundo cruel y vil, está en el cine y, evidentemente, en la literatura que leemos. Ahí hay una salvación que adquiere (como en Cioran) elementos curiosamente religiosos. Servín es un creyente y la suya es una lucha contra esa realidad diaria; realidad personal, histórica y social. Los personajes, todos, habitan espacios sórdidos, infestados de ratas y telarañas, llenos de polvo y basura; y no hay nada que rescatar en ellos. Y es ahí cuando viene la fe a cumplir esa tarea imposible de darle un sentido a la existencia. Una fe de la soledad como origen para una posible comunidad. A fin de cuentas, se trata de muchos cuartos para gente sola, tristes y grises como la portada, que buscan hallar la posibilidad de su encuentro, de su reunión. Pero ello en un tiempo y espacio inciertos que no cabe aún en la realidad de la imaginación.
Escribir un libro es posponer el suicidio, escribió Emil. Edén en lugar de escribir, ve películas. Por ahora vale la pena.