Sunday, December 22, 2013

El libro de la semana: Revoluciones que no fueron. ¿Arte o política?

hago una pausa en las críticas semanales, para dar a conocer un libro--Revoluciones que no fueron-- que quizá no tenga los méritos para estar aquí. En todo caso, el autor me lo ha pedido y no he podido desconocerlo. Vale la pena afirmar que se trata de un libro por salir (uno cualesquiera de estos días). 
Además, la próxima semana no habrá crítica, para pensar el comienzo del nuevo año. 
Los mejores deseos para todas y todos
                                                                   Simón Griphius, Nairobi.





Revoluciones que no fueron es una lectura amplia, documentada y lúcida de las relaciones entre arte y política en Chile y Ecuador durante  la década del 20 y 30.  En la interpretación de este periodo,  marcado por una gran productividad literaria, álgidas tensiones sociales y proyectos de transformación política revolucionarios, cabe plantear algunas preguntas: ¿es posible desarticular un pensamiento dialéctico sobre la producción literaria  que supere la oposición entre realismo y vanguardia?,  ¿parece necesario repensar las relaciones entre autonomía estética e historia política en el contexto latinoamericano? y, finalmente ¿será pertinente delinear ciertas trayectorias que integren los discursos del arte y los discurso políticos en un tiempo de álgidas disputas ideológicas? Este libro responde afirmativamente a estas preguntas. A partir de una acusiosa investigación literaria e histórica que reúne una diversidad de documentos y materiales de prensa junto al análisis textual de novelas y poemarios, Daniel Noemi interpreta, en un contexto de crisis radical, las correlaciones entre el discurso político y el artístico focalizando el debate entre las vanguardias artísticas, las retóricas revolucionarias y  las performances políticas. A lo largo del libro, se leen de manera integrada las polémicas entre escritura de vanguardia y tradicionalismo (Emar, de Rokha, Pablo Palacios), las revistas de vanguardias (con énfasis en la Revista Hélice), los discursos de la Revolución Juliana y las performance políticas de la República Socialista (con especial atención a Marmeduke Grove) y la producción del realismo social en Ecuador y Chile ( el Grupo Guayaquil, de la Cuadra, Alberto Romero, Nicomedes Guzmán), entre otros. El autor continua la  propuesta teórica planteada en su libro “Leer la pobreza en América Latina: literatura y velocidad”  al enfatizar la necesidad de  superación de las interpretaciones literarias cerradas y estáticas en pos de una lectura de los procesos literarios e históricos en su tensiones temporales y espaciales, bajo su carácter movimiento y trayectoria.  
El libro anticipa -mirando hacia atrás- un posición crítica, revolucionada en su propio ejercicio, y asume  el riesgo de repensar los límites entre  “la estetización de la política”  y “la politización de la estética”. En su cuestionamiento a esta dicotomía, prefigura un espacio “más allá” donde leer arte y política en una vasta zona de mutuas implicancias en la cual “otra” política pulsa por emerger.

María Teresa Johansson


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Revoluciones que no fueron es un libro que nace de la lucha contra el final de la historia y se piensa en y contra la finitud del arte y la política.  Para ello el autor no se conforma con declarar su oposición a semejantes clausuras del significado sino que, fiel a cierta estela benjaminiana en América Latina, tensa al máximo la oposición entre arte y política, vanguardia y realismo, estética e ideología,  tradición y ruptura para sembrar todas estas categorías de nuevas potencialidades nacidas de sus contradicciones irresolubles. Ni politizar el arte ni estetizar la política, Noemi Voinmaa propone volver al archivo de los años treinta en Ecuador y Chile para leer el discurso político como performance artística y el arte y la literatura como discursos políticos.  La paradoja fundamental de este libro vigoroso y original consiste pues en proponer una lectura del presente fundada en todas las contradicciones y tensiones de los años veinte y treinta en Chile y Ecuador; habitar la aporía y los antagonismos de las modernidades latinoamericanas como promesa de otro tiempo, y otro espacio todavía por-venir. 

Luis Martín-Cabrera



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Bajo los sólidos auspicios de Adorno, Benjamin, también Mariátegui y otros pensadores latinoamericanos, Daniel Noemi escribe un libro capital  que ilustra, en lo más profundo de su razón de ser, la relación  del arte y la política. Las oposiciones vanguardia y realismo, le sirven al lúcido ensayista, para mostrarnos las matrices  estéticas, políticas, y hasta económicas, que  compartieron dos países con muchas cosas en común: Chile y Ecuador. Y en un período clave: las décadas del 20 y 30.  Ese trasfondo histórico es el lugar geométrico de tales matrices. En el plano de las analogías, más que en el de las coincidencias directas, este libro formidable , que rompe, entre muchas otras rupturas, la mirada estrecha centrada en las literaturas nacionales, llega a explorar con minucia, en un más allá de lo evidente, el febril marco político −en el sentido mayor del término−, en el que ocurrieron debates apasionados, literaturas emblemáticas, posturas ideológicas beligerantes, intercambios entre intelectuales −chilenos y ecuatorianos que, de paso, se conocían bien− entrampados, unos y otros, en escuelas enemigas, la vanguardia y el realismo; escuelas que no siempre pudieron explicar muy bien, inmersos como estaban, en el fragor de un mundo en crisis. Hechos capitales como las revoluciones "fallidas" de Chile del 1924 y de Ecuador de 1925; la República socialista chilena y la guerra civil ecuatoriana “de los cuatro días”, en 1932; la irrupción de políticos como Grove y Velasco Ibarra; el esplendor, en cada país, de sus literaturas de los años 30 y 40, son exhaustivamente estudiados por Daniel Noemi (y su investigación bibliográfica es impresionante) para mostrarnos, una vez más, la politización de la literatura, pero también la estetización de la política.

Con la fuerza del historiador y del crítico, Daniel Noemi, no le teme a las grandes extrapolaciones ni a las propuestas cruciales que, a veces, como en los viejos tiempos, cierta crítica elude. Este libro lo consagra, más allá del académico que es, como uno de los nuevos pensadores latinoamericanos ya imprescindibles.                                    

Abdón Ubidia


Monday, December 16, 2013

El libro de la semana: La voluntad y la fortuna, de Carlos Fuentes


Esta crítica fue publicada en la sección de Cultura de el periódico de Manizales La Patria, “Papel Salmón”. Fue publicada allá por el año 2008 como parte de los festejos por los 80 años de Fuentes. Ahora la vuelvo a escribir como recuerdo y homenaje en el año de la muerte del escritor. El título original de la crítica era “La amistad y el tiempo.”



En medio de la turbamulta desatada por los ochenta años de Carlos Fuentes—fiesta que incluyó discursos, encuentros, presencias y ausencias de grandes y famosos amigos, agradecimientos múltiples y hasta el estreno de una ópera con su libreto--, en medio de un despliegue mediático y publicitario realmente impresionante, la publicación de su más reciente novela, La voluntad y la fortuna (Alfaguara 2008) constituyó solo un adorno más, una vela más del octogesimal pastel.
Sin duda que hay algo que se pierde o que pierde su sentido en esta confusión. Pero no quisiera caer en el mismo error y entrar a discutir las razones posibles tras todo este aparatoso aparataje. Baste con mencionarlo. Prefiero en su lugar, celebrar este cumpleaños (y ahora recordar su partida) comentando dicha novela. Quizás leer a los escritores, después de todo, siga siendo lo mejor que se puede hacer con ellos.
Carlos Fuentes es, antes y después del lugar común, uno de los escritores latinoamericanos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Uno de los miembros del famoso boom y ganador de prácticamente todos los premios posibles con excepción de uno, el que sí ganó su amigo—presente en varios de los festejos—Gabriel García Márquez (y ese otro conocido del boom, en el 2010, Mario Vargas Llosa). Aún hoy recuerdo el auténtico deslumbramiento que me produjo la lectura de La muerte de Artemio Cruz, el placer de las páginas de La región más transparente, el misterio de Aura, o la perfección estructural de esa bellísima novela de formación que es Las buenas conciencias. Recuerdo, en breve, al Fuentes de los sesenta: un narrador formidable, innovador, adelantado, a ratos genial.





Cincuenta años después de La región aparece esta novela de más de quinientas páginas: es un intento por abarcar la realidad mexicana, social y política en su totalidad. Es un relato que se pretende mítico y realista a la vez. LA historia de dos hermanos de bíblicos nombres, Josué y Jericó, que no saben que lo son, su amistad, su aprendizaje que no se detiene, como el de Jaime Ceballos de La buenas conciencias, en el fin de la niñez, sino que se prolonga en el de la sociedad y del tejemaneje político mexicano. Abogados, grandes empresarios, criminales (los anteriores y los otros), arribistas, curas spinozianos que nos recuerdan a Thomas Mann, mujeres fatales, aviadoras y de las otras, en fin, un mundo heteróclito como la misma ciudad que recorre la novela. Todo esto, no olvidemos, enmarcado por un peculiar hecho: el narrador es Josué, quien nos cuenta su historia, perdón, su cabeza nos cuenta la historia desde un indeterminado más allá. Sí, desde un principio sabemos que él ha sido decapitado a temprana edad y que vamos a escuchar sus cuitas, su life story. Y ahí vamos, desde su mera infancia hasta el momento final que conocemos, ¡zas! caput kaput. Esta perspectiva de pájaro, supongo, le permite un grado de conocimiento al narrador literalmente más allá de este mundo (mal que mal no todos podemos hablar con espíritus), lo sitúa fuera del tiempo humano (¿divino?) y quizá sea esto lo que le otorga una cierta extrañeza a la novela que no termina por convencer ni convencernos.
La “voluntad y la “fortuna” que juegan “libremente para formar el destino” (485), forjadora del millonario Max Monroy (¿Carlos Slim?), cuya “simbiosis perfecta” está encarnada en el alter ego de Josué, su hermano Jericó, resultan una conveniente, aunque engañosa, guía para la novela. Sí, podemos hacer una interpretación sencilla: la política es una mezcla de ella; la vida un resultado donde una termina por primar más que la otra.
Y no muy metafóricamente podemos pensar que la voluntad y al fortuna son aquello que rige los destinos del país pero en otro sentido: son los dos poderes, el político y el económico. Bueno, no necesitamos mucha imaginación: en caso de que no nos hayamos dado cuenta, el narrador se encarga de aclarárnoslo: “Le pedí que me analizara a uno y a otro, al presidente y al magnate, al cabo los dos polos del poder en México (y en Iberoamérica)” (455).



La novela quiere abarcar, precisamente, esos dos mundos, en su compleja totalidad, y en su búsqueda –en la búsqueda por el universo- parece olvidar que, como decía alguien, es mejor dibujar la aldea. Las descripciones de la cuidad son notables, mas se abusa de la explicación sociológica o antropológica urbana de la (supuesta) sociedad actual. Así, la lograda estructura y el mismo suspenso de la trama pierden su fuerza y su potencialidad reveladora. Pero, dicho esto, la extrañeza referida emerge, creo yo, de un aspecto un tanto más difícil de definir.
El tema central de La voluntad y la fortuna es el tiempo. El tiempo de su escritura, el del aprendizaje de los hermanos, el tiempo en y de la historia de México y también el tiempo del propio autor, de Carlos Fuentes, el de su vejez (y ahora podemos agregar, el de su muerte). Es una novela post-2001. México, como el mundo, ha cambiado, la tecnología ha cambiado, ahora hay iPods (288), computadores más rápidos y toda la consabida parafernalia.
La novela trata de estar al día con ello, trata desde su construcción clásica y con un impresionante recurso a La Literatura (partiendo con el libro de los libros, claro está), insertarse y dar cuenta de este nuevo mundo, de una nueva realidad. Sin embargo, y aquí la inefabilidad, hay un desfase, incluso un sentimiento de falsedad en todo ello. No estoy pidiendo una adecuación entre la forma y el contenido. ¡Para nada! Pero lo explícito del intento hace que este sea superfluo, innecesario, vano…
Por eso, en lugar de pretender describir el universo, nos conviene volver a la novela, a una de sus otras posibilidades, donde volví a encontrar al Fuentes que me había deslumbrado. Esta novela, con todos sus problemas –y solo he mencionado unos pocos-es, en sus mejores pasajes, una reflexión profunda y simple a la vez, hermosa y terrible, sobre la amistad (y sobre su falta y ausencia en el mundo de hoy). La historia de los hermanos-amigos, Josué y Jericó, Cástor y Pólux que son también Caín y Abel, es un enfrentamiento, así, con nuestros temores y con nuestro tiempo y su paso. El resto de la voluntad y parte de la fortuna, están de más. 


Sunday, December 8, 2013

El libro de la semana: El testigo, de Juan Villoro.







Julio Valdivieso regresa a México después de una ausencia de veinticuatro años. Ahí se encuentra, qué remedio, con su pasado. Un pasado que nunca ha dejado de ser su presente. Las memorias se acumulan y reescriben. El mismo ahora reescribe el pasado que parecía olvidado. Además, Julio es profesor de literatura (y como la gran mayoría de ellos, un escritor sino frustrado al menos nostálgico). Está casado no con el gran amor de su vida (por supuesto), sino con la hija de uno de sus profesores. Una italiana que le gusta traducir a autores exóticos (o sea, latinoamericanos) y, teme Julio en su paranoia, algo más que traducirlo. La vuelta y los reencuentros adquieren más dinamismo y la trama literalmente se enturbia con, cómo no, un poco de dosis de narcotráfico, femmes medio fatales, varios tragos de mezcal y algo de violencia para no perder la costumbre. Hasta ahí y considerando todo eso, El testigo es una novela correcta, predecible, formal; una novela como hay muchas, y, por lo mismo, irrelevante. Sin embargo, hay algo que salva a la novela y la convierte en un texto que no solo vale la pena leer con calma (y la necesaria tristeza), sino en una reflexión sobre el tiempo y el sentido de la verdad, de lo que fuimos, de lo que quisimos ser y del sueño que seguimos queriendo. Y aquello que rompe con la predecibilidad que complota, no es nada nuevo; es más, es precisamente un recurso aún más típico y conocido: la literatura misma o casi.

El verdadero (¿pero es que podemos hablar de tal?) protagonista es el poeta Ramón López Velarde. Y es él, con la inclusión de sus poemas, de su vida, de su misterio (en todos los sentidos) quien imbuye a la novela no solo de esa otra posibilidad interpretativa, sino más y mejor, de humor, sarcasmo, historia e ironía. Julio debe decidir si unirse a aquellos que quieren beatifica al poeta, basándose en ciertos milagros demasiado familiares o cercanos. O bien , allegarse a aquellos que reniegan del carácter religioso del poeta y de su obra. El punto aquí es evidente: no importa, de eso se trata, es un chiste; la poesía está en otra parte; la escritura está siempre en otra parte. Leer un poema es siempre leerse a uno mismo, por eso la poesía de López Velarde adquiere una fuerza de punk notabilísima. Una poesía postmodernista –como me enseñara algún profesor cuyo nombre he preferido olvidar—de un ritmo y vocabulario que dista bastante de la estética que hoy nos circunde. Sin embargo, desde la extrañeza de ese lenguaje que busca ser explicado (pero que como ser acólito del alcanfor, no puede serlo), irrumpe lo nuevo que trae consigo toda tradición. El viaje de regreso de Julio es un viaje paródico, también, un Ulises que no se halla excepto en la poesía que tampoco logra entender.


No se trata de malos entendidos o de falsificaciones, de las que está llena la novela—quedamos suspensos si el encuentro entre Julio y su amada prima no se dio solo por la mala suerte del destino; el inicio de la carrera de Julio tiene en su origen una falsificación que, a fin de cuentas, no falsifica nada. No, pues no se trata de entender bien o mal, sino de aprehender la realidad antes siquiera de su comprensión. El testigo está recorrido por múltiples testigos: aquellos que ven y saben, pero jamás comprenden. Como el Julio niño que acusa a su tía de un adulterio que nunca existió, como el padre de Julio, como los amigos que son testigos de un afán y un amor que existió en todos los deseos pero no en la realidad; testigos de milagros y de muertes, testigos de este país que está de la chingada, pero que sigue intentando inventarse y rehacerse desde donde sea posible. El simbólico nombre de la hacienda de la familia de Julio, Los Cominos, viene resume la paradoja que atraviesa y marca a la familia y a la nación toda. Un terreno seco, donde antes hubo vida y que pareciera volver a su ser primero a través de una serie de televisión sobre la guerra cristera que será filmada en esas tierras. Pero, claro, la televisión es solo una simulación que ni siquiera tiene la fuerza de borrar lo que antes hubo. Pero por lo menos permite una imaginación, un invento, una creencia para seguir funcionando, para hacer como si. Ese choque de tiempos y de espacios es lo rompe a los personajes y que solo halla se reencuentro en la poesía que termina siendo la novela.



Amor y muerte vuelven por supuesto a ser a fin de cuentas (y al principio de ellas) los únicos temas posibles. Julio se encuentra en la encrucijada que le va a durar toda la vida. Y si hay algo que le agradecemos especialmente a Villoro es que no haya resuelto devolverle el amor perdido en la forma de la hija de aquel (una tensión que a ratos parece que va a estallar—como puede estallar una suite de Bach). Así, el amor del pasado vuelve y reaparece en todos esos momentos de peligro. La novela pareciera decirnos: si hay algo por lo cual vale la pena vivir es justo por esos momentos de algarabía, de placer secreto, de culpa infinita, de rabias recónditas y estallidos inesperados.
Es cierto, el lector podrá creer que al final, el escape de Julio resulta demasiado fácil y estereotipado. La mujer que lo recibe y comprende la hemos visto demasiadas veces y hace demasiado tiempo (cómo olvidar a la Rosario de Los pasos perdidos). Lo que rescata el final es su mismo carácter televisivo, su saberse una parodia de la que no tenemos más remedio que ser testigos. Porque ahí radica la fuerza que me atrevería a llamar subversiva de la novela: nos obliga a ser testigos, a atestiguar que a pesar de lo que sucede (y de cómo sucede) hay una potencia visceral en la poesía que hace que valga la pena no solo leer y escribir, sino seguir rumiando en este teatro que nos ha tocado en suerte.