Recuerdo
con cierto resabio melancólico unas clases de estética literaria en la cual
debíamos hallar la presencia de los cuatro elementos en el texto. O quizás no
era así sino más bien ubicar ciertas matrices psicoanalíticas que se pudieran
remitir a obsesiones míticas simbolizadas en la tierra, el agua, el aire y el
fuego. Por suerte la memoria es esquiva y nos engaña día a día. Lo que queda es
la idea absurda que una gran obra debe tener a los cuatro, que todo está ahí.
Una especie de poética espacial que recorre los diversos estados de la materia.
Y eso
fue lo primero que se me vino a la cabeza al leer la triste pero no tanto
novela-crónica histórica de Mejía Madrid, una de las escrituras y paseos más
entrañables por la Ciudad de México de los últimos años. Aquí, el cronista
plasma su fantasía como parte de la crónica en un ir y venir de la memoria
personal que es, qué remedio, también la alucinante y alucinada historia de la
ciudad más fascinante y aterrorizante del mundo. El cielo y el infierno, en
breve, la mera vida.
El
cronista, Urbina, nos narra los avatares y los porvenires en la ciudad que le
toca vivir. Sus amores fracasados y casi, sus amistades siempre al borde de la
destrucción. Y al mismo tiempo nos muestra lo que sucede en el país a su
alrededor y, mejor aún, nos agarra y nos inserta en los orígenes mismos de la
ciudad. Es un recorrido de la historia personal y oficial. De los palacios y
sus construcciones pasamos a los apartamentos insalubres, quemándose porque
todo en el mundo se termina por incendiar. Sí, Mejía Madrid busca desgarrar con
su crónica novelada y aunque a ratos el vaivén puede ser un poco repetitivo (en
la desgracia) y no siempre necesario, es tanta la ternura y el amor que se
despierta en estas tierras, aguas, fuegos y aires que bien vale al lector
acompañar el viaje.
“Un
fracaso es sólo una forma de mirar la propia vida”, leemos en la primera
página. La alternativa, se nos dice, es no mirarla. Queda claro el tono que se
viene como avalancha suave, pues, a decir verdad, lo más terrible que sucede,
lo más cercano al fracaso, es el inevitable paso del tiempo. Claro, hay
fracasos más épicos: como los innumerables intentos emprendidos por Enrico
Martínez en el siglo XVII para acabar de una buena vez con las inundaciones en
la ciudad o los de Cantolla por crear una realidad, un mundo habitable,
paralelo, en un globo aerostático. Pero este tipo de derrotas no son las
relevantes. O mejor dicho: no son verdaderas derrotas, pues solo están dando
cuenta de aquello a ratos tan inefable como el espíritu humano y su deseo de, a
pesar de todo, continuar, seguir. Como lo hacen los personajes en el presente
de la vida de Urbina. Y como lo hace él mismo incluso contra su propia
voluntad.
Una
amiga me dijo que fue incapaz de continuar con la lectura después de una escena
en que el narrador recibe subrepticiamente una oreja de cerdo envuelta en una
tortilla para su cumpleaños. Eso ya fue demasiado, me afirmó, sabiendo que yo
tampoco aprecio las orejas de cerdo. Su comentario me quedó dando vueltas: ¿se
trataba de un grotesco excesivo? ¿de un humor demasiado gris? Quizás algo de
eso viaje por estas páginas: un humor que intenta en toda su historia apresar
lo gigante de la realidad de la ciudad (y he aquí una fantástica sinécdoque:
apresar la ciudad es apresar la realidad toda y viceversa, y eso, nada más, es
la tarea del cronista). Como la chamarra del protagonista—que no se quita
nunca— que funciona como símbolo de todas las historias que conducen a un
camino que es siempre uno mismo.
El día
en que nació Urbina, dicen, nevó en la Ciudad de México. Así comienza Hombre al agua; y con esa esperanza
concluye: “Yo creo que este año sí nevará”. Lo que sucede entre el dicen de la
historia y el deseo del sujeto termina por convertirse en una amalgama hermosa
y terrible de retazos de historia, de tierra, de aire. Sí, se trata de cómo los
elementos han atrapado, de diversos modos, volcánicos, acuáticos, a la ciudad
que solía tener el aire más delgado del mundo. En ese sentido, podemos hablar
de una rescritura de las novelas mundonovistas, mal llamadas de la tierra,
donde la naturaleza terminaba por sobreponerse a los efímeros intentos humanos;
pero, claro, ha pasado mucho agua y mucho aire por nuestras ciudades y por
nuestros deseos. Ahora ya no podemos ser serios o si lo somos convertimos
nuestra seriedad en recovequeada parodia. Sí, el DF es esa “ciudad donde todos
somos héroes porque nadie estaba preparado para la catástrofe que nos sorprende
todos los años”; pero también es la ciudad donde todos los sueños son posibles.
En las páginas de Mejía Madrid el ángel de Benjamin ha perdido su rumbo y eso
puede que sea una buena cosa.
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