Thursday, September 3, 2015

El libro de la semana: Los héroes tienen sueño, de Rafael Menjívar Ochoa



Algunos detectives (y ciertos criminales) se arrojan desbocados en los aires melancólicos de la justicia imposible. Otros caminantes de ciudades prefieren las garras del cinismo metafísico y el humor que recuerda un chiste de Kierkegaard (o Schopenhauer). Hay aquellos, sin embargo –y esto ya parece canción de Silvio--, que ni se acercan a los pasos de Heredia o Belascoarán y tampoco encuentran en los alucinantes personajes de Fadanelli a sus pares. El héroe sin nombre de esta breve novela de Menjívar Ochoa, hace suyos el cinismo y el sarcasmo, la tristeza y la realidad, sin caer ni en la melancolía ni la metafísica. Un realismo desgarrador que no desgarra; una risa dura que golpea. Una suerte de futuro que ya ha sido escrito tantas veces; Los héroes tienen sueño es un golpe a la mandíbula arltiano seco, breve y violento.



La historia es (como todas las buenas) aparentemente muy simple: un policía, nuestro héroe y narrador, sufre una crisis vocacional: luego de ajusticiar a un periodista que investigaba a la guerrilla, ya no quiere seguir trabajando para el Coronel y cumplir sus órdenes mortales. ¿Qué ha pasado? ¿Crisis de conciencia? ¿Moralina tardía? No, gracias a dios y a marx, nada de eso: se trata de querer sentir miedo de otra manera o algo así; es decir, no hay explicación posible o, alvesre, la explicación está en la duda misma y en la final imposibilidad de dejar el camino que se ha elegido. Claro: no se puede dejar de lado a la muerte: espejo de lo que sucede en la ciudad y el país (lugares del mágico DF, pero que pueden ser cualquiera de la vilipendiada Latinoamérica). Sabemos desde siempre que todos han de morir; sabemos que la muerte no importa tanto, que, de hecho, es más de lo mismo, el problema es el morirse, no la muerte.



Sí, Menjívar emplea una serie de lugares comunes, de recorridos y pensamientos estereotipados –nuestro héroe, en un guiño al gran Pepe Carvalho, casi se enamora y casi se casa con una prostituta que le dice su nombre verdadero, Inés,  (¿pero hay algo que sea verdadero en este mundo? ¿Cuál es nuestro nombre?); recorre en su auto la ciudad; pasa el tiempo limpiando su arma--; pero estos adquieren un sentido y una fuerza más allá (desarman el estereotipo) gracias a la precisión y velocidad del lenguaje. Velocidad del diálogo y de la palabra que describe la acción como algo que sucede siempre, simultáneamente, al interior y al exterior de uno: es en esa tensión que el humor y el cinismo que permea la realidad alcanza su mejor expresión. Aprendemos, como aprende el narrador, que uno es también aquello que hace, que no hay profundidades mayores excepto el darse cuenta de esa condena.



Por cierto, la novela describe, muestra y apunta a un nivel de la corrupción policial bastante conocida y recurrida. Y en ello hay una crítica, pero sin caer en el complejo ético; hay desencanto, es cierto; pero se evita la imaginación de un telos diferente. Ahora, con todo ese presente –con, reitero, la presencia total y absoluta de la muerte—al final se nos recuerda que toda la historia que se ha narrado pasará al olvido. Nadie se acuerda. Lo único que sigue igual en medio de un mundo que parece haber cambiado, es las calles que recorre Inés buscando clientes. Pero sabemos que ese cambio (como el olvido) es, al menos parcial, pues se produce la paradoja de siempre: la escritura misma (aquello que alguna vez llamamos literatura) insiste, porfiada ella, en devenir algo que si no es memoria se le parece un poco. El narrador busca evitar ciertos afanes críticos, pero no puede evitar describir el mundo que respiramos y la realidad que sentimos. De nuevo, entonces: al alejarse de la crítica del mundo, la lleva a cabo furibundamente.
Los héroes tienen sueño es, también, una novela entretenida que se lee de una sentada (o de pie en el metro) y que bien puede confundirse con otras cuyos héroes deben cumplir un destino que ha sido escrito por otras manos (el azar, el sistema, las olas del mar Pacífico, vaya a saber uno). En ese sentido es un divertimento y no más. Sin embargo, desde su diversión hace de un mundo ajeno (y ancho, claro) algo tan a ratos parecido al nuestro (angosto, ya que estamos), que incluso después de la última parada nos tenga dando vueltas en el cinismo de nuestros perdidos corazones.

Ah, se me olvidaba: el chiste de Schopenhauer: la soledad. Eso es lo que está revoloteando por todos lados: una profunda y radical soledad. Una constatación y certeza de que se está más solo que náufrago en isla que no aparece en los mapas. Y capaz que eso sea, después de nada y antes que todo, medio metafísico y, quién sabe, hasta melancólico.