Solía existir una máxima entre escritores: para escribir una autobiografía o algo que se le
asemejara era necesario ‘haber vivido’. El asunto radicaba, por supuesto, en
qué íbamos a entender por haber vivido. Pocos le hubiesen negado a Rimbaud la
posibilidad de narrar su vida a los 22 años. O a Fidel Castro a los 40.
Recuerdo que esto volvió a estar brevemente en el tapete (un tapete casi
inexistente, por cierto, como todo lo que tiene que ver con literatura), en los
años noventa cuando se sucedieron como una plaga los relatos autobiográficos de
chicas, chavales y chavas de treinta o menos. Después de un poco de olas,
pareció que todo volvía a su cauce normal: en el fondo—y, sobre todo, en la
superficie—lo que importa es que lo que queramos decir tenga un sentido (que lo
que importa, redundantemente, importe) y que lo digamos de una forma que tenga
sentido. Nada nuevo bajo el sol: forma y contenido, inseparables, pero
distintos. Lo significativo en un relato, hablo ahora de estos relatos basados
en la vida de quien la está escribiendo, es su capacidad de comunicar tanto lo
vivido como lo soñado; lograr que el desocupado y la desocupada (no me refiero
a los parados, sino a los lectores y lectoras) no solo sean capaces de penetrar
en el mundo que se recrea, sino que haya algo que les atraiga, que les llame;
es más, que les sea imposible escaparse. No es fácil, claro está y en varias
ocasiones El cuerpo en que nací de
Guadalupe Nettel podría fácilmente ser dejado y olvidado sobre el velador. Sin
embargo, en otras, que al final son las que vencen, la extrañeza de la
sencillez y la sencillez de la extrañeza de la historia de la narradora, nos
convencen y nos permiten llegar a sentir que su mundo, en México y en Francia,
es muchos mundos y tal vez el nuestro; y que su cuerpo, ese cuerpo marcado por
el nacimiento y por un modo particular de ver, podría ser nuestro cuerpo o, es
más, también tiene que haber sido nuestro
cuerpo. He ahí el encanto y el embrujo de un texto que a ratos abusa de su
extraña llaneza y de las trampas de la memoria.
La
narradora le cuenta su vida, su niñez, a una doctora, psicóloga o psiquiatra.
Como suele suceder, los rollos más grandes son con la madre y el padre, sumado
al despertar social y físico. Es, sin más, una historia de formación, de inserción
en la sociedad adulta y de aceptación literal y metafórica del sujeto que es
uno: aprender a quererse tal como se es (aunque nunca tengamos claro ese “como
se es”). Bildungsroman con momentos
claves, pruebas—el primer beso, observar a los padres de unos amigos tener
relaciones, el primer cigarro de marihuana, el primer quiebre de amistad, la
primera pelea, el padre en la cárcel, la vida misma sin más—y con guías,
maestros, modelos, cómplices que necesariamente van siendo dejados en el camino
o se quedan en el camino, como la chica que vive en el apartamento vecino, con
quien la protagonista siente una estrecha relación, aunque jamás se hablen, y
termina suicidándose; Doppelgänger que parte al otro lado de la luna. División
que marca y reitera la que sufre la vida de la narradora: escindida entre su
ser niña y adulta; mexicana en Francia; de clase acomodada viviendo como clase
media baja; siempre inadecuada, literalmente desubicada: la escritura
curiosamente es lo que logra la unidad en medio de esa dispersión; es lo que
estructura tanto al relato como a la vida de ella. Porque El cuerpo es también la historia de cómo alguien devino escritora;
de cómo decide escribir en español y no en francés (gracias a la poesía de
Paz); es, así, un relato de aprendizaje literario, bello, tierno y triste. La
vista, la falla congénita, es una marca del tiempo que se vive: junto con la
vida de la narradora se nos desvela y descubre la realidad social de un momento
de nuestra historia, los años ochenta, que funciona como telón de fondo, oscuro
y dramático, además de simple y a ratos ramplón.
El mundo de la infancia es un tema
recurrido y recurrente: es aquel tiempo de la vida cuando la maravilla es
posible (aunque no se crea en Santa Claus) y el futuro de tan abierto y lejano
deja de existir. Pero, creo, que lo más significativo de El cuerpo en que nací no está en su historia, en el relato de la
niñez, ni en el camino de formación de la escritora—su vida es una vida más,
con momentos más o menos memorables (pero, ¿qué es la memoria sino una
invención del pasado?)—sino en la escritura del presente que efectúa. En las
pequeñas intervenciones que nos devuelven de ese pasado difícil (como todos),
mas aún utópico (como todos), y nos obligan enfrentar el presente nuestro de
cada día. En la voz de la madre amenazando demandarla si escribe la historia
que está escribiendo, en la de la terapeuta en sus preguntas implícitas, en la
de la escritora sabiendo que lo que hace no es más que cumplir con su condena.