Me pasó
una cosa curiosa con esta colección de relatos de Rivera Garza. Entusiasmado
después de la lectura de Nadie me verá
llorar compré este libro y me preparé para la lectura de la novela. Recién
pasada la mitad del libro, en el quinto de los ocho cuentos, me percaté que
quizás no se trataba de una novela sino de, efectivamente, un conjunto de
historias. Y claro, me fijé en la contratapa y la palabra “cuentos” está metida
ahí al final como si quedaran dudas. Porfiado sin remedio continué leyendo como si fuera novela y si bien la parte
argumental sería difícil de sostener como tal, hay una profunda conexión en la
creación de ambientes y en el sentimiento de pérdida, vacío y melancolía que
recorre, atraviesa y sacude estas páginas.
Rivera
Garza es capaz de cambiar de mundos y de realidades con una facilidad pasmosa.
De pronto lo cotidiano se convierte en lo extraño y ni siquiera nos damos
cuenta. Pero, paradójicamente, este mundo de lo unheimlich no es necesariamente tenebroso (aunque a ratos sí lo es). El título de la novela—porque
ahora ya puedo hablar de ella—apunta a la imposibilidad de pensar el presente,
pasado y futuro como momentos homogéneos e inteligibles. Siempre hay algo que
se nos escapa y que nos sacará de quicio. La famosísima cita: el tiempo está
fuera de quicio, tiene aquí otra de sus reverberaciones. En “El hombre que
siempre soñó” la incapacidad del protagonista, Álvaro, por recuperar un
imposible—una mujer—y la temporalidad de ese imposible, crean una atmósfera que
pareciera estar siempre en un tris de quebrarse. La fantasmagórica Irena que,
como la arena y como las mujeres en algunas novelas de Murakami, aparece y desaparece repentinamente, funciona
como imagen de la imposibilidad del amor o, al menos, de el amor. Y he ahí otro de los grandes temas y desilusiones que
aparece en su plena realidad y en su sueño en estas líneas. En “El último
verano de Pascal”, el narrador de ese nombre, dice: “Cuando comprendí que todo
era inútil, que todo estaba perdido, me puse a llorar como un niño frente su
puerta”. Este sentido de pérdida (del amor, del tiempo, de toda posibilidad) es
contra la que la literatura—como instancia metafórica y como realidad—lucha. Si
hay un día en que muere Juan Rulfo—el título de otra de las partes—el hecho que
se sigue escribiendo (que Rivera Garza escribe) es lo único que puede rescatar
y rescatarnos de la catástrofe total y de la locura de las ciudades (como dice
la novela) que habitamos. Si la vida “es tan poca cosa”, la escritura se
convierte en el otro lado de esa pobreza. Ahora, quizás resulta contradictorio,
pero en ese mismo intento de salvación—en la creación de realidades
radicalizadas desde el lenguaje—existe también una nueva pérdida o, más bien,
la posibilidad de perder al lector y la lectora. Un engolosinarse tal vez en
demasía con el mismo lenguaje empleado, con los mundos inventados. Un regocijo
en la extrañeza de los personajes, en la espectralidad de la prosa, que nos
lleva a preguntarnos si alguna vez tendremos un tiempo diferente; uno que nos
devuelva la realidad de lo imposible y lo imposible de la realidad.
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