Monday, August 5, 2013

El libro de la semana. Ningún reloj cuenta esto, de Cristina Rivera Garza




Me pasó una cosa curiosa con esta colección de relatos de Rivera Garza. Entusiasmado después de la lectura de Nadie me verá llorar compré este libro y me preparé para la lectura de la novela. Recién pasada la mitad del libro, en el quinto de los ocho cuentos, me percaté que quizás no se trataba de una novela sino de, efectivamente, un conjunto de historias. Y claro, me fijé en la contratapa y la palabra “cuentos” está metida ahí al final como si quedaran dudas. Porfiado sin remedio continué leyendo como si fuera novela y si bien la parte argumental sería difícil de sostener como tal, hay una profunda conexión en la creación de ambientes y en el sentimiento de pérdida, vacío y melancolía que recorre, atraviesa y sacude estas páginas.



Rivera Garza es capaz de cambiar de mundos y de realidades con una facilidad pasmosa. De pronto lo cotidiano se convierte en lo extraño y ni siquiera nos damos cuenta. Pero, paradójicamente, este mundo de lo unheimlich no es necesariamente tenebroso (aunque a ratos  sí lo es). El título de la novela—porque ahora ya puedo hablar de ella—apunta a la imposibilidad de pensar el presente, pasado y futuro como momentos homogéneos e inteligibles. Siempre hay algo que se nos escapa y que nos sacará de quicio. La famosísima cita: el tiempo está fuera de quicio, tiene aquí otra de sus reverberaciones. En “El hombre que siempre soñó” la incapacidad del protagonista, Álvaro, por recuperar un imposible—una mujer—y la temporalidad de ese imposible, crean una atmósfera que pareciera estar siempre en un tris de quebrarse. La fantasmagórica Irena que, como la arena y como las mujeres en algunas novelas de Murakami,  aparece y desaparece repentinamente, funciona como imagen de la imposibilidad del amor o, al menos, de el amor. Y he ahí otro de los grandes temas y desilusiones que aparece en su plena realidad y en su sueño en estas líneas. En “El último verano de Pascal”, el narrador de ese nombre, dice: “Cuando comprendí que todo era inútil, que todo estaba perdido, me puse a llorar como un niño frente su puerta”. Este sentido de pérdida (del amor, del tiempo, de toda posibilidad) es contra la que la literatura—como instancia metafórica y como realidad—lucha. Si hay un día en que muere Juan Rulfo—el título de otra de las partes—el hecho que se sigue escribiendo (que Rivera Garza escribe) es lo único que puede rescatar y rescatarnos de la catástrofe total y de la locura de las ciudades (como dice la novela) que habitamos. Si la vida “es tan poca cosa”, la escritura se convierte en el otro lado de esa pobreza. Ahora, quizás resulta contradictorio, pero en ese mismo intento de salvación—en la creación de realidades radicalizadas desde el lenguaje—existe también una nueva pérdida o, más bien, la posibilidad de perder al lector y la lectora. Un engolosinarse tal vez en demasía con el mismo lenguaje empleado, con los mundos inventados. Un regocijo en la extrañeza de los personajes, en la espectralidad de la prosa, que nos lleva a preguntarnos si alguna vez tendremos un tiempo diferente; uno que nos devuelva la realidad de lo imposible y lo imposible de la realidad.   

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