Sunday, July 28, 2013

El libro de la semana. Hotel DF, de Guillermo Fadanelli


No cabe duda que el DF es una ciudad alucinante. “Pinche y puta ciudad, todo se lo traga, todo lo vuelve mierda”, dice uno de los truhanes de poca monta que pueblan las páginas de esta novela que es casi muchas cosas; entre ellas, casi una buena novela. Henestrosa decide cambiar por unos días su insipiente vida (sí, con “s”) y se hospeda en un Hotel del centro, el Isabel. Ahí conoce a una gama de personajes, desde mafiosos a cojos, alemanes buenos como el pumpernickel con coca, recepcionistas gay, mucamas traficantes, artistas neo-vanguardistas, comerciantes a punto de morir, rockeros de segunda argentinos, artistas de comerciales, y una que otra mujer fatal que, por supuesto, lo abandonará. En este hotel, todo y todos están al borde de desparecer, al borde de la muerte. La voz a ratos cínica y a ratos desencantada del narrador—quien, rey de la prolepsis, nos hace abierta y divertidamente trampa, al narrar las vidas y acontecimientos de los otros—logra mantener un buen ritmo y, lo más importante, hacernos reír o al menos sonreír. Las historias se suceden como vendaval en día de verano, combinando sordidez con vacío. Pero al final terminan por aburrir y, lo que es peor, nos dejan de importar (como el protagonista quien con razón decide mantenerse de pésimo humor pues ya ha pasado los 40 años). Y eso quizás pudiera ser un logro: la escritura que logra borrar su propio sentido.
El DF. Aquella región más transparente, deviene aquí un collage bizarro, donde lo único que no hay es futuro. El hotel como quizá demasiado evidente metáfora de la sociedad y del mundo (del universo, diría Tolstoi), con sus cuartos cerrados y sus dueños que viven lejos, invisibles, como esas manos que rigen un sistema del cual todos son objeto pero en el cual nadie parece poder cambiar nada. El hotel como clásico ya de un lugar que es cualquiera pero, a fin de cuentas, no es ninguno: la imagen del cuadro—imagen de la reina--que orna el hall de entrada, y que es al final robado por los mismos pasajeros y trabajadores, dejando un espacio en blanco donde antes estaba el símbolo sarcástico de la realeza del hotel y de la ciudad, es una genial metáfora de las relaciones en la ciudad (ah, Foucault, ¡léete esta!). Son estos momento, de los que la novela tiene bastantes, los que rescatan a Hotel DF y nos obligan a llegar a su final, esperado y hasta obvio, pero, por lo mismo, necesario. De hecho, y esta es una idea de Karen F., la misma novela nos da la clave con la que debemos leerla: el oficio del artista, se larga por ahí en la página 226, “consiste en crear un nuevo lugar común, uno que desplace a los lugares comunes más célebres o más visitados”. Convertir la novela (que es una escritura así como la ciudad es una escritura) en una suma de lugares comunes nuevos. Henestrosa se esmera en ello y a ratos pareciera conseguirlo. Sin embargo, la gente, la que puede como el alemán Wimer, se va de un ciudad cuando esta “comienza a volverse real”. Y ahí radica el problema de Hotel DF: se nos vuelve demasiado real para poder crear un lugar común.  


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