Monday, September 26, 2016

El libro de la semana: Space Invaders, de Nona Fernández

El pasado no pasa, pero nosotros nos vamos poniendo viejos (o más sabios, quisiéramos poder decir. Quizás.) Quienes fuimos niños y adolescentes hace veinte, treinta años, hoy atravesamos esa confusa edad en que no sabemos bien a qué atenernos, dónde ubicarnos: si seguimos siendo aquellos y aquellas que bailaban hasta el amanecer o si el futuro ya ha llegado y se nos vino encima con su lluvia de obligaciones. Pero el pasado no pasa; viene con nosotros, está ahí. Y es esa generación la que, no solo esperada sino también necesariamente, se hace cargo de su pasado. De su historia. Abundan, en literatura y en cine y en otras artes, las memorias, las historias de nuestro pasado latinoamericano duro, terriblemente inolvidable, de las dictaduras. Algunos hablan de la generación de los hijos, los y las que crecieron bajo dictadura. Otros sugieren hablar de post-memoria, pues no se fue (no se habría sido) protagonista directo de los eventos. No entraré en esas disquisiciones (aunque no puedo dejar de apuntar que lo del protagonismo es bastante relativo: ¿acaso el niño que ve morir a alguien en la televisión no es también el protagonista de su propia historia de terror?). Prefiero recorrer este breve texto que tengo en mis manos, en el que, según un crítico citado en la contratapa, no se presenta “a los infantes como almas ingenuas”. Es cierto, si hubo algo de ingenuidad, sino alguna de brizna de inocencia pervivía, ellas se han desvanecido con el temporal de nuestra historia.



            Space Invaders –notable título al que ya me referiré—está estructurada en breves secciones que saltan en el tiempo, hacia atrás, hacia delante, y de regreso. La perspectiva del presente –“Estoy solo y he envejecido’’—es la otra cara de esa temprana adolescencia escolar que el narrador recuerda. ¿Qué ha pasado en ese tiempo? Esa pregunta seguirá colgando sobre nosotros y no tendrá una respuesta (más allá de decir que todo ha pasado y nada pasa…). El pasado está, también, constituido de sueños: la memoria y el sueño a ratos se tornan imposibles de diferenciar. “El tiempo todo lo confunde”, se nos dice. Y es cierto, todo se confunde, pero aún más fuerte que dicha confusión, en una dimensión que alcanza una realidad onírica abisal, está la realidad de lo que sucede, de lo que se vive, de lo que se ha vivido.

            La protagonista (¿pero es que podemos hablar de una protagonista, si los protagonistas somos todos?) es Estrella González. La alumna recién llegada a la escuela, quien redacta cartas a su compañera Maldonado. Y en esas cartas va, poco a poco, revelando aspectos de sus deseos, de sus miedos, de sus esperanzas. Y de su familia. Ya desde el primer momento en que se menciona la profesión de su padre y se nos dice que ha sufrido un accidente de trabajo, sabemos que lo que viene es aterrador. La figura, luego, del “tío”, el colaborador siniestro del padre, radicaliza aún más la sensación de horror que recorre las páginas. La lectora, el lector, no pierde nada de la bella dureza (y dura belleza) de estas páginas al saber que el padre de Estrella será después, en el futuro, hallado culpable de uno de los crímenes más *** (¿qué palabra usar?) cometidos en durante la dictadura chilena.

            Space Invaders (ya hablaré de él) nos restriega la cercanía de la violencia y el terror: cómo fue parte nuestra cotidianeidad. Cómo, los que fuimos niños y niñas, adolescentes convivimos con ello, sabiéndolo –y hubo quienes participaron activamente entonces en la lucha contra la tiranía, otros no hicimos nada, o muy poco--. Y también: se nos muestra que la pesadilla de la dictadura sigue ahí, que no hemos despertado de ella. Que la uniformidad del uniforme, el orden de la ordenanza –“el último botón de la camisa bien abrochado, la corbata anudada, el jumper oscuro debajo de la rodilla”—sigue metido en nuestras tierras neodemocráticas. Entonces, ¿cómo despertar? ¿Cómo, escribe Jaime Pinos, en el epílogo, podemos “aprender a despertar”?




            Space Invaders. Recuerdo mi mano asida al joystick como si fueran uno; mis ojos pegados en la pantalla viendo como las hordas de manchas de diversos colores (¿eran de varios colores?) descendían intentando invadir mi tierra en la parte inferior del televisor. Mientras más alienígenas mataba más y más rápido venían. Inevitablemente había que perder en algún momento. Las fuerzas del más allá resistirían más que nosotros; eran invencibles. El Game Over era nuestro fin necesario. Ahora, 30 después, pienso en ellos y en la memoria-escritura de Fernández. No será, acaso, la literatura un poco como esos marcianitos que aunque los intentemos derribar, terminan impajaritablemente por llegar a nuestra casa (o a nuestro corazón, diría Alberti). Que en nuestros tiempo que corren esa invasión resulta extraña y extemporánea y que en ella radique, quizá, una manera, una posibilidad pequeña de despertar de la pesadilla. De lograr que nuestro puntaje sea otro, más allá y mejor, que el del pasado ese que no pasa. Tal vez la literatura, nos dice Space Invaders, nos permite creer (y saber) que después del Game Over aún queda mucho por hacer.

Tuesday, September 20, 2016

El libro de la semana: Salvatierra, de Pedro Mairal

Salvatierra comienza con la imagen de la reproducción de un cuadro. No un cuadro cualquiera, por cierto; este tiene casi cuatro kilómetros de largo y tardó sesenta años en ser pintado, mejor dicho, el padre del narrador lo “pintó a lo largo de sesenta años”. Diferencia sutil más clave en esta novela que tras un leve barniz policial y empleando la metáfora pictórica, retoma el motivo de la búsqueda del padre y, a través de ella, de la propia identidad.



Juan Salvatierra ha quedado mudo cuando niño. Desde los veinte, en los ratos que le deja libre su trabajo en la Oficina de Correos, se dedica todos los días a pintar largos lienzos donde retrata la vida del pueblo en el cual vive con su familia –su mujer y sus dos hijos, Miguel, el narrador y Luis. Cuando Juan muere, los hijos vuelven al pueblo a recuperar los lienzos, declarados patrimonio cultural. Un museo holandés está interesado en ellos. Un empresario quiere el terreno donde están almacenados. Más aún: falta el rollo de un año… Poco a poco la madeja se comienza a desenredar, y en su deshacerse se descubren secretos (a voces), se ilumina el pasado (relampaguea en ciertos momentos, dio alguien) y mucho de lo que parecía ser no lo es. Y al revés.



La tela es el objeto de deseo. Aquello que todos, por diversos motivos, anhelan. Arte, dinero, revancha, amor, odio… todo ello confluye hacia la tela que se nos dice no tiene bordes y es --¿será necesario decirlo?—como la vida. Fluye y se escapa y al final vuelve a comenzar. Círculo completo. Por eso no debe sorprendernos lo que sucede al final con ella (quien no haya leído la novela quizá no quiera leer la oración siguiente, pero a decir verdad es bastante esperable). Convertida en humo y ceniza –a excepción del rollo perdido—la pintura solo puede ser apreciada en su reproducción digital, en la copia que de ella se despliega en el Museo en Holanda. Tal vez como imagen sea un tanto obvia, pero no por ello menos poderosa: todo se desvanece literalmente en el aire, pero, entonces, ¿qué hacemos con el residuo, con la reproducción que permanece? Por suerte, Salvatierra no intenta responder directamente. Como recomendara James, se dedica a mostrar lo que está ahí y es tarea nuestra la de descifrar y descubrir los sentidos que (quizá) estén ahí.



Y está también la mudez del padre, quien habla a través de su obra (en un pasaje lleno de ternura, Miguel describe la parte de la tela que narra el momento en que él deja el campo y parte a la ciudad. Nunca se siente tan querido…). La mudez aparece también en El año del desierto (de la que hablaré pronto en estas páginas). Es, creo, una manera de mostrarnos el paradójico poder de la palabra, de la literatura. Juan Salvatierra no habla, sino pinta; Miguel narra, le devuelve las letras al silencio de su padre. Claro: él habla por su padre, lo intenta explicar y al hacerlo, se explica a sí mismo (no se encuentra, necesariamente, porque la literatura nunca deja de ser una búsqueda; podemos hallar la solución el misterio, descubrir donde se encuentra la tela perdida, pero eso solo nos obliga a continuar nuestra búsqueda—la tela que uno su fin al inicio…). La mudez muchas veces funciona como antesala de la profecía (otra forma del arte): una suerte de misticismo que contrasta con una era en la que todo se dice, todo se escucha, todo el tiempo, en que la realidad está siempre ahí, presentada, representada, virtualizadam hablada... Salvatierra detiene el tiempo (que es el tiempo del campo, del pasado que no pasa, que sigue ahí en su ritmo diferente, algo que también recurrirá en El año…) y nos obliga a la reflexión de la velocidad que nos atraviesa.

Entonces, se pregunta hacia el final el narrador, ¿quién había sido mi padre? (y quizá podría haber dicho vine a Barrancales porque aquí vivió mi padre). Aquel hombre que siguió un camino diferente al de sus hermanos (y a quien resulta que la va mejor a fin de cuentas en la vida que a sus hermanos que fueron educados en la violencia de una masculinidad típica); el empleado de correos cuyo trabajo es recibir y repartir letras… el artista que pintó la vida y la convirtió en un espejo para el narrador…



Y, por supuesto (Mairal no puede evitar que la literatura se meta en su literatura), tintes de tragedia griega emergen al final, medios hermanos que se descubren tras el silencio, saberes de otro tiempo y otros colores. Pero al final, con todo (y contra todo), se abre una pequeña ventana al futuro. Miguel va junto a su hijo Gastón al museo en Amsterdam. Y ahí ven, se dan cuenta por vez primera, que no había fin… Y luego será el turno de Gastón de buscar descubrir quién fue Miguel y, tal vez, pueda hallar en las palabras de este los secretos que la pintura reveló para su abuelo.





Monday, September 12, 2016

El libro de la semana: La distracción y otros textos, de Sergio MIssana

Fue Wilde, creo, quien dijo que la crítica literaria es una suerte de autobiografía o, como escribe Missana en esta colección de textos, fascinantes a ratos, “las reseñas van configurando un retrato del dispositivo lector de cada crítico”. Un dispositivo, entonces, que se construye a base de sus reiteraciones y obsesiones; de las mismas formas, derechas o convolutas, de la prosa escrita, que el mismo reconoce. La forma y el fondo, los medios y los fines, nos anuncia. Pero se queda corto: lo que aquí prima es un amor radical, de la raíz, por y hacia la literatura. Y eso es lo mejor que nos ofrece ese dispositivo. Y es por eso que cuando los textos se alejan del campo de la ficción (aunque como aprendemos esta ya ha dejado de ser ficción), y entra de visita por el de la política contingente notamos una pérdida no de la cuidada prosa ni del estilo claro y preciso, sino de lo que podríamos llamar el estado alucinado de lector que brilla en las otras páginas y que en aquestas se pierde tras el intento explicativo, sociológico, etc.



Son tantos los autores y autoras, temas y motivos, citas y paráfrasis, (¿alguien dijo Doris Lessing? ¿Alguien murmuró Borges?) que recorren y atraviesan estas páginas que puede resultar, a ratos, un tanto intimidante.  Desde la discusión sobre la autobiografía a un verso de Emerson a una parriana crítica de Parra, el reseñador-crítico-antesquetodolector nos invita a participar de un mundo que es claramente el suyo, pero –y he ahí el poder de la literatura—puede también ser el nuestro. Y, claro, decía que intimida. ¿Demasiado? No, Missana logra manejarse justo en el límite y de sus escritos se podría decir lo que él señala sobre los comentarios de Anthony Burgess a Shakespeare: “hace gala de una erudición libre de pedantería y un entusiasmo contagioso”. (Quizá la verdadera labor del crítico sea el hacernos querer leer la obra que comenta. Quien lea estas páginas, se encontrará a sí misma en múltiples ocasiones haciendo nota mental o escrita de una novela o un cuento que siempre quise leer…)



La libertad que permite la crítica, la reseña, el comentario, solo es comparable a la de la poesía. Pero toda libertad viene de la mano con una responsabilidad ingente (algo así como la del Hombre Araña). Y en ella –y sé que lo que voy a decir muestra mi propia razón y pasión crítica—la política es parte intrínseca. O sea, el dispositivo que crea Missana, su pasión crítica, su amor literario, es también una máquina política y, como tal, se enfrenta e introduce de lleno en nuestra realidad. El deseo de autenticidad que se nota como marca de nuestro tiempo puede devolverse como interrogante invertida a estos mismos textos: ¿qué nos dicen de la autenticidad que buscamos? O mejor: ¿cuál es su autenticidad? La respuesta, las respuestas debiéramos decir, emergen múltiples desde las lecturas mismas. No hay una autenticidad única, fija (y de eso trata de mostrar el texto que nos cuenta de todas las posiciones políticas que, posiblemente, sostuvo Borges a lo largo de su vida); en otras palabras: la literatura no nos hace mejores personas, pero sí somos mejores personas gracias a ella.

O sea: “Esta puede ser una de las funciones del arte y de la literatura, en su exploración de las mentes y destinos individuales: ejercitar la capacidad de ponerse en lugar del otro, concebir y habitar mundos ajenos, alimentar un sentido de la propia contingencia. Puede pero, por supuesto, no debe.” Y volvemos a pensar en ese deber ser, y el rol, papel de la letra literaria que nos recuerda a Sartre y antes, mucho antes, esa pelea entre los divertidores y los pedagogos. Y entonces, click, es que el título del libro –nombre de uno de los ensayos—adquiere de pronto un sentido diferente. El breve texto reflexiona sobre el ocio y su sentido históricamente y en nuestra sociedad consumista y su relación con el consumo. Si la cultura de la entretención busca distraernos, “desviar la atención”, se pregunta el cronista, “¿cuál sería su opuesto?” La respuesta apunta primero al significado de la distracción. ¿De qué es lo se nos distrae? ¿Acaso no será aquella una distracción que nos distrae de la auténtica distracción? Es, ese posible y pascaliano “no descuidarse de uno mismo” la mejor respuesta? Quizá –Missana no quiere afirmarlo—el cuidado de uno mismo, se halle a pesar de todo en ese ocio que nos distrae y nos devuelve inadvertidamente a nosotros mismos. La respuesta –Missana no lo dice por su versión al lugar común—es la literatura: ese es el ocio que nos devuelve a nosotros mismos. La distracción que nos divierte de nuestro camino común y trillado, nos devuelve, como el amor (“enamorarse” dice Lessing en estas páginas) nuestra condición de exiliados



Monday, September 5, 2016

El libro de la semana: Chilean Electric, de Nona Fernández

(De regreso después de prolongadas vacaciones / se dibuja la primavera en los rostros invisibles)



¿Qué hace la literatura? Quizá sea esa –nada más y nada menos—la interrogante que busca responder Nona Fernández no solo en esta hermosa y breve casi novela Chilean Electric, sino en mucho de su escritura que recurre a la historia para volver a pensarla y a pensarse (Mapocho, por ejemplo, es un texto que simplemente debiera estar en todo los currícula de Historia de Chile). En otras palabras: qué es lo que la letra puede iluminar; qué es lo que se desvela cuando la escritura tórnase real.  Claro, está la memoria, está la historia que se reinventan y resienten. Pero también hay otro sentir: registrar. La literatura registra, se nos dice (aprendemos).



Registra la historia de una abuela que cuenta el momento en que se inicia la modernidad en Chile: la iluminación del mero centro del país. La noche en que la Plaza de Armas de Santiago del Nuevo Extremo enceguece a sus habitantes. La llegada de la luz es, sabemos, el inicio de todo (hágase la luz dijo alguien; más luz pidió Goethe en su lecho de muerte). Un momento que simboliza lo nuevo., lo que está por venir, el Chile que es hoy. Y en ese sentido es que adquiere, como en las otras novelas de Fernández, un carácter fantasmal: la verdad de ese momento es literalmente entredicha: sucede, ha sucedido, pero siempre habrá fracturas en la construcción de la verdad (de la imposible verdad, porque sabemos que lo único que tenemos es el esbozo que dibuja la memoria. Y la literatura: la narración de la abuela que recuerda muchos años después el día en que su padre la llevó a ver la luz a la Plaza de Armas… ¿debo seguir?—Pero, ¿qué sucedería si esa memoria nunca ocurrió? O sí sucedió pero no así… ¿Importa?)







El tiempo hace trampas. La escritura puede volver y revolver el pasado; traerlo y hacerlo de nuevo presente. Aquí tiempo y espacio adquieren sus reales dimensiones: son inextricables. La Plaza de Armas es testigo y además (al mismo tiempo) sucede, se transforma: donde estuvo la horca a un niño le arrancan un ojo, una mujer del futuro camina de la mano de su padre… y es el lugar de la fundación de la nación  --el ombligo del que la abuela carece— o del intento de ella, de eso que pudo ser y no fue pero que siempre queda en el vaivén de la historia, en su terrible incertidumbre.




La cuenta de la luz hay que pagarla como hay que pagar la historia que se inventa. Como la literatura es un pago del pasado, una posibilidad y un registro y una observación, agrega la narradora, imposibles y necesarios a la vez. Y algo tiene que ver en todo esto un lenguaje que alguien llamaría poética  --la iteración, la metáfora, la sinécdoque, la paranomasia, buscadas—que obliga a la lectora, al lector, a meterse en la cuenta de un lenguaje que sabe (aunque sea paradójicamente a tientas) que se hace cargo de una historia que cae sobre sus hombros. (De pronto, en la página 80, Lumpérica, una fundación posible de la narrativa latinoamericana contemporánea, se hace presente. Sabemos entonces --como solo se saben pocas cosas en la vida—que la historia de la luz es también muchas historias y es, impajaritablemente, la historia también de la oscuridad que, oh oxímoron, nos ilumina.

Por eso entonces: “Iluminar con la letra la temible oscuridad”. (Y recordamos, de nuevo, el descenso a los infiernos de Ulises o de Eneas, o de Av. Diez de Julio Huamachuco, fecha de batalla, novela de fantasmas). ¿He ahí acaso la razón de ser de la escritura? Chilean Electric deja colgando del alumbrado –público y privado— esa posibilidad (ese sueño, esa esperanza), porque (también) sabemos, como bien sabe la escritora de estas páginas, que la luz se hace solo por un rato en la página, que la oscuridad, sin embargo, continúa. Y es en ese instante que nos damos cuenta (quizá, puede ser, vaya a saber uno), que la historia de la abuela, el incendio de luces en la plaza de armas en un tiempo del cual no podemos tener el recuerdo, es inevitablemente cierto y, peor y mejor aún, verdadero: el futuro se construye desde la escritura y con ella deviene la memoria.



La memoria que es, se nos recuerda, un cortocircuito necesario en nuestro presente. En pensar un mundo donde la luz que impera no nos deja ver la luminosidad de los rostros, el matiz de las formas. Al final contamos hasta tres para que todo se haga verdad o mentira: pero no hay magia posible. No. La escritura nos recuerda que todo tiempo y todo espacio están llenos de memoria, y que la tarea, simple y fatal, hermosa e irreversible, de la literatura, es desentrañar esas cuatro dimensiones de las que estamos hechos.