Tuesday, September 20, 2016

El libro de la semana: Salvatierra, de Pedro Mairal

Salvatierra comienza con la imagen de la reproducción de un cuadro. No un cuadro cualquiera, por cierto; este tiene casi cuatro kilómetros de largo y tardó sesenta años en ser pintado, mejor dicho, el padre del narrador lo “pintó a lo largo de sesenta años”. Diferencia sutil más clave en esta novela que tras un leve barniz policial y empleando la metáfora pictórica, retoma el motivo de la búsqueda del padre y, a través de ella, de la propia identidad.



Juan Salvatierra ha quedado mudo cuando niño. Desde los veinte, en los ratos que le deja libre su trabajo en la Oficina de Correos, se dedica todos los días a pintar largos lienzos donde retrata la vida del pueblo en el cual vive con su familia –su mujer y sus dos hijos, Miguel, el narrador y Luis. Cuando Juan muere, los hijos vuelven al pueblo a recuperar los lienzos, declarados patrimonio cultural. Un museo holandés está interesado en ellos. Un empresario quiere el terreno donde están almacenados. Más aún: falta el rollo de un año… Poco a poco la madeja se comienza a desenredar, y en su deshacerse se descubren secretos (a voces), se ilumina el pasado (relampaguea en ciertos momentos, dio alguien) y mucho de lo que parecía ser no lo es. Y al revés.



La tela es el objeto de deseo. Aquello que todos, por diversos motivos, anhelan. Arte, dinero, revancha, amor, odio… todo ello confluye hacia la tela que se nos dice no tiene bordes y es --¿será necesario decirlo?—como la vida. Fluye y se escapa y al final vuelve a comenzar. Círculo completo. Por eso no debe sorprendernos lo que sucede al final con ella (quien no haya leído la novela quizá no quiera leer la oración siguiente, pero a decir verdad es bastante esperable). Convertida en humo y ceniza –a excepción del rollo perdido—la pintura solo puede ser apreciada en su reproducción digital, en la copia que de ella se despliega en el Museo en Holanda. Tal vez como imagen sea un tanto obvia, pero no por ello menos poderosa: todo se desvanece literalmente en el aire, pero, entonces, ¿qué hacemos con el residuo, con la reproducción que permanece? Por suerte, Salvatierra no intenta responder directamente. Como recomendara James, se dedica a mostrar lo que está ahí y es tarea nuestra la de descifrar y descubrir los sentidos que (quizá) estén ahí.



Y está también la mudez del padre, quien habla a través de su obra (en un pasaje lleno de ternura, Miguel describe la parte de la tela que narra el momento en que él deja el campo y parte a la ciudad. Nunca se siente tan querido…). La mudez aparece también en El año del desierto (de la que hablaré pronto en estas páginas). Es, creo, una manera de mostrarnos el paradójico poder de la palabra, de la literatura. Juan Salvatierra no habla, sino pinta; Miguel narra, le devuelve las letras al silencio de su padre. Claro: él habla por su padre, lo intenta explicar y al hacerlo, se explica a sí mismo (no se encuentra, necesariamente, porque la literatura nunca deja de ser una búsqueda; podemos hallar la solución el misterio, descubrir donde se encuentra la tela perdida, pero eso solo nos obliga a continuar nuestra búsqueda—la tela que uno su fin al inicio…). La mudez muchas veces funciona como antesala de la profecía (otra forma del arte): una suerte de misticismo que contrasta con una era en la que todo se dice, todo se escucha, todo el tiempo, en que la realidad está siempre ahí, presentada, representada, virtualizadam hablada... Salvatierra detiene el tiempo (que es el tiempo del campo, del pasado que no pasa, que sigue ahí en su ritmo diferente, algo que también recurrirá en El año…) y nos obliga a la reflexión de la velocidad que nos atraviesa.

Entonces, se pregunta hacia el final el narrador, ¿quién había sido mi padre? (y quizá podría haber dicho vine a Barrancales porque aquí vivió mi padre). Aquel hombre que siguió un camino diferente al de sus hermanos (y a quien resulta que la va mejor a fin de cuentas en la vida que a sus hermanos que fueron educados en la violencia de una masculinidad típica); el empleado de correos cuyo trabajo es recibir y repartir letras… el artista que pintó la vida y la convirtió en un espejo para el narrador…



Y, por supuesto (Mairal no puede evitar que la literatura se meta en su literatura), tintes de tragedia griega emergen al final, medios hermanos que se descubren tras el silencio, saberes de otro tiempo y otros colores. Pero al final, con todo (y contra todo), se abre una pequeña ventana al futuro. Miguel va junto a su hijo Gastón al museo en Amsterdam. Y ahí ven, se dan cuenta por vez primera, que no había fin… Y luego será el turno de Gastón de buscar descubrir quién fue Miguel y, tal vez, pueda hallar en las palabras de este los secretos que la pintura reveló para su abuelo.





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