Salvatierra comienza con la imagen de la reproducción de un
cuadro. No un cuadro
cualquiera, por cierto; este tiene casi cuatro kilómetros de largo y tardó
sesenta años en ser pintado, mejor dicho, el padre del narrador lo “pintó a lo
largo de sesenta años”. Diferencia sutil más clave en esta novela que tras un
leve barniz policial y empleando la metáfora pictórica, retoma el motivo de la
búsqueda del padre y, a través de ella, de la propia identidad.
Juan
Salvatierra ha quedado mudo cuando niño. Desde los veinte, en los ratos que le
deja libre su trabajo en la Oficina de Correos, se dedica todos los días a
pintar largos lienzos donde retrata la vida del pueblo en el cual vive con su
familia –su mujer y sus dos hijos, Miguel, el narrador y Luis. Cuando Juan
muere, los hijos vuelven al pueblo a recuperar los lienzos, declarados
patrimonio cultural. Un museo holandés está interesado en ellos. Un empresario
quiere el terreno donde están almacenados. Más aún: falta el rollo de un año… Poco
a poco la madeja se comienza a desenredar, y en su deshacerse se descubren
secretos (a voces), se ilumina el pasado (relampaguea en ciertos momentos, dio
alguien) y mucho de lo que parecía ser no lo es. Y al revés.
La tela
es el objeto de deseo. Aquello que todos, por diversos motivos, anhelan. Arte,
dinero, revancha, amor, odio… todo ello confluye hacia la tela que se nos dice
no tiene bordes y es --¿será necesario decirlo?—como la vida. Fluye y se escapa
y al final vuelve a comenzar. Círculo completo. Por eso no debe sorprendernos
lo que sucede al final con ella (quien no haya leído la novela quizá no quiera
leer la oración siguiente, pero a decir verdad es bastante esperable).
Convertida en humo y ceniza –a excepción del rollo perdido—la pintura solo
puede ser apreciada en su reproducción digital, en la copia que de ella se
despliega en el Museo en Holanda. Tal vez como imagen sea un tanto obvia, pero
no por ello menos poderosa: todo se desvanece literalmente en el aire, pero,
entonces, ¿qué hacemos con el residuo, con la reproducción que permanece? Por
suerte, Salvatierra no intenta
responder directamente. Como recomendara James, se dedica a mostrar lo que está
ahí y es tarea nuestra la de descifrar y descubrir los sentidos que (quizá)
estén ahí.
Y está
también la mudez del padre, quien habla a través de su obra (en un pasaje lleno
de ternura, Miguel describe la parte de la tela que narra el momento en que él deja el campo y parte a la ciudad. Nunca
se siente tan querido…). La mudez aparece también en El año del desierto (de la que hablaré pronto en estas páginas). Es,
creo, una manera de mostrarnos el paradójico poder de la palabra, de la
literatura. Juan Salvatierra no habla, sino pinta; Miguel narra, le devuelve
las letras al silencio de su padre. Claro: él habla por su padre, lo intenta
explicar y al hacerlo, se explica a sí mismo (no se encuentra, necesariamente,
porque la literatura nunca deja de ser una búsqueda; podemos hallar la solución
el misterio, descubrir donde se encuentra la tela perdida, pero eso solo nos
obliga a continuar nuestra búsqueda—la tela que uno su fin al inicio…). La
mudez muchas veces funciona como antesala de la profecía (otra forma del arte):
una suerte de misticismo que contrasta con una era en la que todo se dice, todo
se escucha, todo el tiempo, en que la realidad está siempre ahí, presentada,
representada, virtualizadam hablada... Salvatierra detiene el tiempo (que es el
tiempo del campo, del pasado que no pasa, que sigue ahí en su ritmo diferente,
algo que también recurrirá en El año…)
y nos obliga a la reflexión de la velocidad que nos atraviesa.
Entonces,
se pregunta hacia el final el narrador, ¿quién había sido mi padre? (y quizá
podría haber dicho vine a Barrancales
porque aquí vivió mi padre). Aquel hombre que siguió un camino diferente al
de sus hermanos (y a quien resulta que la va mejor a fin de cuentas en la vida
que a sus hermanos que fueron educados en la violencia de una masculinidad típica);
el empleado de correos cuyo trabajo es recibir y repartir letras… el artista
que pintó la vida y la convirtió en un espejo para el narrador…
Y, por
supuesto (Mairal no puede evitar que la literatura se meta en su literatura),
tintes de tragedia griega emergen al final, medios hermanos que se descubren
tras el silencio, saberes de otro tiempo y otros colores. Pero al final, con
todo (y contra todo), se abre una pequeña ventana al futuro. Miguel va junto a
su hijo Gastón al museo en Amsterdam. Y ahí ven, se dan cuenta por vez primera,
que no había fin… Y luego será el turno de Gastón de buscar descubrir quién fue
Miguel y, tal vez, pueda hallar en las palabras de este los secretos que la
pintura reveló para su abuelo.
No comments:
Post a Comment