Después de la
(al menos aparente) sencillez de Salvatierra,
la lectura de El año del desierto,
publicada tres años antes, asombra y a ratos deslumbra por su ironía literaria,
el exceso argumentativo (también un juego de referencias literarias) y la
apocalíptica visión de aquello que llamamos realidadficción, en fuerte
contraste con la serenidad en la superficie que primará en la novela siguiente.
Estas diferencias radicales no logran ni buscan ocultar ciertas notas similares
–el silencio hacia el que se dirige la protagonista y la transformación de la
realidad, ya sea desde la representación pictórica o de la real y metafórica
invasión y destrucción “de la intemperie”, del campo, sobre la ciudad.
Por cierto y por supuesto:
civilización y barbarie, Mr. Sarmiento; reescritura de “El Matadero” de
Echeverría; recuerdos de excursiones a los indios ranqueles; algo de, como, el Martín Fierro, “Fiestas del monstruo”;
poemas de Borges bellamente parodiados –y fue por ese río de sueñera y de sangre
/que los vuelos vinieron a arruinarme la patria—y unas famosas líneas de la
Ideología alemana de M&E no
corren mejor suerte; una lógica ilógica que tiene algo de Aira, un poco de
Guebel (el padre, adicto a la televisión, que muere cuando en el control remoto
se aprieta el botón rojo; puentes cortazarianos que unen los lados de aquí a
los de allá y a los edificios de la ciudad por desaparecer... Y un poco más: el
recorrido de María, desde su trabajo de recepcionista para una importante
compañía en una torre cheta de Buenos Aires a su vida entre los indios (después
de ejercer otras labores más o menos esperables cuando ya nada queda por
hacer), donde apenas se puede comunicar, pero con los que pareciera aprender
otro tipo de saber; esta trayectoria recuerda a la del innominado protagonista
de Los pasos perdidos, aquel clásico
latinoamericano sobre la imposibilidad del regreso a los orígenes; la pérdida
de la inocencia; etc. –aquí, por suerte diría una amiga que encuentra la novela
de Carpentier un desbande de machismo, es María la que se da cuenta que ese
retorno no es posible…
Ahora, todo esto, esta súmula infusa
de caracteres literarios (Lezama casi dixit) no pesa ni abruma, sino, al
contrario, se disfruta y se sonríe, por, como dicho supra, la irónica
construcción del relato que es humorístico a ratos con algo parecido a la
ternura hacia la historia de la literatura argentina; como si María supiese que
al escribirse su historia se está leyendo esa otra historia literaria y, por
supuesto, la más importante: la del presente.
El presente. El año del desierto es también una reflexión radical, macabra
incluso, de la crisis que estalló en el 2001. Una crisis no solo política,
social y económica, sino una que también fue (y sigue siendo) existencial. De
cierto modo el camino que sigue María puede pensarse como la crisis llevada a
sus límites lógicos: ahí vamos a llegar si seguimos así. Pero no hay líneas
directas. No hay nada que resulte tan simple. Y lo inesperado –un malón, un
marinero inglés enamorado—puede cambiar, quizá, el rumbo de los
acontecimientos.
La distopía, este Buenos Aires
arruinado, me hizo recordar la Caracas de Nocturama
o la Guayaquil de El libro flotante de Caytran Dölphin:
algo que recorre la sensibilidad de nuestros tiempos fugitivos: una necesidad de
escape, de recomenzar; la destrucción que, peligrosamente, futuristamente, se
plantea como posibilidad de creación. Y volvemos, entonces, a preguntarnos algo
que algunos de nosotros y nosotras habíamos intentado dejar de lado (creyendo
que la corrección a veces equivale a la realidad); preguntarnos de nuevo, en
los tiempos que corren “dónde empieza la ciudad civilizada y dónde el campo
embrutecido”. La pregunta, por supuesto, es irónica, es una tomadura de pelo.
Pero también es cierta, profunda y clave. El problema que estamos más perdidos
que Benjamin y no nos basta con decir que todo documento de civilización es uno
de barbarie. Ahora todo parece
haberse borroneado, desdibujado, perdido en el maelstrom de nuestra búsqueda…
Ay, pero no hay que ponerse melodramáticos, que El año del desierto va por otros senderos y bifurca mejores
alternativas.
Viviendo
entre los indios –los salvajes que al final no lo son tanto si no alvesre—María
poco a poco logra entender su modo de hablar; este desciframiento puede ser una
invitación a que nosotros hagamos lo mismo con la novela, bien puede ser una
broma del narrador, o bien también puede ser una marca de la diferencia como
constitutiva de una idea de nación que, a pesar de todo y con todo, sigue
creándose con gran fuerza en estas páginas. Incluso al final, cuando María ve
que todo se pierde tras el mar –cuando ya no se ve nada que recuerde a
tierra—lo que sigue dando vueltas, lo que se seguirá añorando es esa tierra,
esa posibilidad que una y otra vez vuelve a fracasar. Y me repito si digo que
literatura quiere convertirse en esa posible nación (mejor dicho: un espacio y
un tiempo) donde todos y todas tengan cabida –de los de afuera y de los de
dentro, ya saben—es una tarea digna del Sísifo, pero quizá por lo mismo hoy más
urgente que nunca.