Monday, October 24, 2016

El libro de la semana: El año del desierto, de Pedro Mairal



Después de la (al menos aparente) sencillez de Salvatierra, la lectura de El año del desierto, publicada tres años antes, asombra y a ratos deslumbra por su ironía literaria, el exceso argumentativo (también un juego de referencias literarias) y la apocalíptica visión de aquello que llamamos realidadficción, en fuerte contraste con la serenidad en la superficie que primará en la novela siguiente. Estas diferencias radicales no logran ni buscan ocultar ciertas notas similares –el silencio hacia el que se dirige la protagonista y la transformación de la realidad, ya sea desde la representación pictórica o de la real y metafórica invasión y destrucción “de la intemperie”, del campo, sobre la ciudad.



            Por cierto y por supuesto: civilización y barbarie, Mr. Sarmiento; reescritura de “El Matadero” de Echeverría; recuerdos de excursiones a los indios ranqueles; algo de, como, el Martín Fierro, “Fiestas del monstruo”; poemas de Borges  bellamente parodiados –y fue por ese río de sueñera y de sangre /que los vuelos vinieron a arruinarme la patria—y unas famosas líneas de la Ideología alemana de M&E no corren mejor suerte; una lógica ilógica que tiene algo de Aira, un poco de Guebel (el padre, adicto a la televisión, que muere cuando en el control remoto se aprieta el botón rojo; puentes cortazarianos que unen los lados de aquí a los de allá y a los edificios de la ciudad por desaparecer... Y un poco más: el recorrido de María, desde su trabajo de recepcionista para una importante compañía en una torre cheta de Buenos Aires a su vida entre los indios (después de ejercer otras labores más o menos esperables cuando ya nada queda por hacer), donde apenas se puede comunicar, pero con los que pareciera aprender otro tipo de saber; esta trayectoria recuerda a la del innominado protagonista de Los pasos perdidos, aquel clásico latinoamericano sobre la imposibilidad del regreso a los orígenes; la pérdida de la inocencia; etc. –aquí, por suerte diría una amiga que encuentra la novela de Carpentier un desbande de machismo, es María la que se da cuenta que ese retorno no es posible…
            Ahora, todo esto, esta súmula infusa de caracteres literarios (Lezama casi dixit) no pesa ni abruma, sino, al contrario, se disfruta y se sonríe, por, como dicho supra, la irónica construcción del relato que es humorístico a ratos con algo parecido a la ternura hacia la historia de la literatura argentina; como si María supiese que al escribirse su historia se está leyendo esa otra historia literaria y, por supuesto, la más importante: la del presente.



            El presente. El año del desierto es también una reflexión radical, macabra incluso, de la crisis que estalló en el 2001. Una crisis no solo política, social y económica, sino una que también fue (y sigue siendo) existencial. De cierto modo el camino que sigue María puede pensarse como la crisis llevada a sus límites lógicos: ahí vamos a llegar si seguimos así. Pero no hay líneas directas. No hay nada que resulte tan simple. Y lo inesperado –un malón, un marinero inglés enamorado—puede cambiar, quizá, el rumbo de los acontecimientos.
            La distopía, este Buenos Aires arruinado, me hizo recordar la Caracas de Nocturama o la Guayaquil de El libro flotante de Caytran Dölphin: algo que recorre la sensibilidad de nuestros tiempos fugitivos: una necesidad de escape, de recomenzar; la destrucción que, peligrosamente, futuristamente, se plantea como posibilidad de creación. Y volvemos, entonces, a preguntarnos algo que algunos de nosotros y nosotras habíamos intentado dejar de lado (creyendo que la corrección a veces equivale a la realidad); preguntarnos de nuevo, en los tiempos que corren “dónde empieza la ciudad civilizada y dónde el campo embrutecido”. La pregunta, por supuesto, es irónica, es una tomadura de pelo. Pero también es cierta, profunda y clave. El problema que estamos más perdidos que Benjamin y no nos basta con decir que todo documento de civilización es uno de barbarie. Ahora todo parece haberse borroneado, desdibujado, perdido en el maelstrom de nuestra búsqueda… Ay, pero no hay que ponerse melodramáticos, que El año del desierto va por otros senderos y bifurca mejores alternativas.




Viviendo entre los indios –los salvajes que al final no lo son tanto si no alvesre—María poco a poco logra entender su modo de hablar; este desciframiento puede ser una invitación a que nosotros hagamos lo mismo con la novela, bien puede ser una broma del narrador, o bien también puede ser una marca de la diferencia como constitutiva de una idea de nación que, a pesar de todo y con todo, sigue creándose con gran fuerza en estas páginas. Incluso al final, cuando María ve que todo se pierde tras el mar –cuando ya no se ve nada que recuerde a tierra—lo que sigue dando vueltas, lo que se seguirá añorando es esa tierra, esa posibilidad que una y otra vez vuelve a fracasar. Y me repito si digo que literatura quiere convertirse en esa posible nación (mejor dicho: un espacio y un tiempo) donde todos y todas tengan cabida –de los de afuera y de los de dentro, ya saben—es una tarea digna del Sísifo, pero quizá por lo mismo hoy más urgente que nunca. 

Monday, October 17, 2016

El libro de la semana: Austin, Texas 1979, de Francisco Ángeles

Narrativas enmarcadas. Historias dentro de historias. Un clásico de clásicos: los cuentos de las mil y una noches, los del Conde Lucanor, Mr. Chaucer o El Decamerón. Puede parecer muy sencillo: 10 personas escapan a la peste que asola la ciudad y en su retiro se dedican a contar historias. Pero la apariencia de sencillez idealmente debe ir acompañada por un sentido, raro, lo sé, de verosimilitud: yo acepto ese pacto mágico de creerle a quien está contando la historia dentro de la historia.
Esta breve novela de Francisco Ángeles, tiene varios aspectos notables de los que ya hablaré; mas me he quedado con la duda no tanto de la estructura –las historias enmarcadas que el narrador escucha de boca de la hija de su psiquiatra y de su padre—sino de la situación de la enunciación de ellas, especialmente la segunda. Por más bella y tierna que resulte la historia del padre, cuesta sentirla como posible en ese momento, en ese tiempo. Ahora bien, si dejamos atrás esa duda, ese titubeo nuestro, empezamos a descubrir un relato cuidado, vasos comunicantes como dijera alguien, en los que pasado y presente funcionan como espejos, padres que se oponen tanto que podrían ser el mismo y mujeres que podrían haber sido, pero que no lo serán nunca aunque en ellos se nos vaya la vida.



La relación se hace explícita: “El origen, el verdadero origen de la historia, se encuentra en un suceso aparentemente inconexo que ocurrió en Austin, Texas, en 1979”, se nos dice al inicio de la segunda parte. ¿Qué ha sucedido? Nuestro narrador, Pablo, un tipo de unos treinta años, se ha separado de Emilia después de dos lustros juntos. Queda mal. Va al psiquiatra. A la salida de una sesión conoce a Adriana una chica que resulta ser la hija del doctor. Inician una relación o algo así. Ella le cuenta su vida o más bien la vida de ese personaje detestable que resulta ser el psiquiatra. Lo que pareció ser una casualidad es un plan tramado por ella en venganza contra su padre: Adriana seduce a los pacientes de su padre, provocando, así, que ellos dejen de ir a terapia. Los pormenores de la historia son a ratos excesivos –digamos que la amalgama de Eros y Tánatos no siempre funciona muy fluidamente—; pero sin dudas despiertan la curiosidad del desocupado. Asimismo, unos textos en cursiva del narrador  --que escribe un diario—dan cuenta de una condición existencial –“últimamente no siento nada”—que conecta con gran parte de la narrativa de chavos y chavalas. Ay, qué mierda es la vida, ¿no?



Entonces en la segunda parte tenemos que el narrador anda depre depre y llama a su padre que no es un tipo tan malo como el psiquiatra, sino más bien al contrario. Y en un restaurant de comida rápida, el viejo le cuenta a su vástago la historia de amor que tuvo con una estudiante en Austin mientras estudiaba para su maestría. Aquí es la misma sencillez y honestidad de la historia lo que le da una belleza extraña; una ternura, como decía, notabilísima. En parte, el contraste entre la delicadeza y sufrimiento del joven en Austin con el de la otra historia es tal que cualquier cosa parecería ‘tierna’; pero va más allá de eso, la novela se atreve a tratar un tema recurrido y recorrido mil veces, el amor verdadero. Y lo hace con una delicadeza que hasta la filosofía que se incorpora como parte de su explicación (“La acción, dijo mi padres, es para Arendt lo verdaderamente importante”) no logra desbordarla.




Al contrario de lo que sucedía en la notable La línea al medio del cielo –a la que me referiré en otra crónica--, el argumento no presenta dificultades (hay, por cierto, elementos en común, relaciones amorosas imposibles, y un grado de violencia que permea la tinta); los saltos en el tiempo son fáciles de seguir y todo cierra y se explica (ya veremos cómo). Pero quizá hubiese preferido perderme un poco más hacia el final. Confundirme un poco más. Porque hay un conejo que funciona un poco como los conejos que saca el mago de su sombrero. Bueno, no tanto así. El conejo que él ha comprado con Emilia y que se queda con él y que al final, gracias a su padre, termina como termina (no es necesario que lo diga), puede ser una metáfora de muchas cosas o simplemente del amor. De cómo hay que dejarlo ir o venir; de cómo a veces descubrimos lo que nos conviene y así nos descubrimos a nosotros mismos o más probablemente al revés o las dos cosas; porque un conejo es más que un conejo… En fin, yo preferiría que no me lo dijeran. Preferiría que simplemente me mostraran la magia. Para el resto, está la literatura.  


Monday, October 10, 2016

El libro de la semana: Los estratos, de Juan Cárdenas

Quizá por casualidad las últimas tres novelas que he leído se inician con el derrumbe de una relación. Y a partir de ese momento, el personaje debe buscarse a sí mismo para poder encontrar algo que a veces se parece a una nueva vida. O algo así. El tópico, claro está, no es nuevo (pocas cosas lo son bajo este sol decían antes), pero la insistencia, a pesar de la casualidad, no deja de ser notable. No creo en generaciones; sin embargo, hay ciertas experiencias históricas que pueden teñir la vida de un grupo (de diversas edades y latitudes). Pero, ¿será que el nuevo milenio trajo una acentuación del sentimiento de pérdida y fracaso? Como si fuese lo único posible. En los años 90, otro colombiano, Efraim Medina Reyes, creaba la lúdica compañía Fracaso Ltda. (allí donde se necesite un fracaso, estaremos); en Juan Sebastián Cárdenas el fracaso no es una compañía y tampoco es divertido (aunque también la compañía de la que es heredero, quiebra, se hunde; el necesario paralelo económico a la destrucción emocional; ni amor ni plata). El fracaso es en estas páginas, más bien, como inicia el primer capítulo, una falla: una fisura y un inicio. Vertiginosa.



            Sí, Los estratos cuenta de un modo veloz –paratáctico-, la historia de un hombre cuyo matrimonio se desvanece sin más drama que el vacío y que necesita (¿por qué?) hallar a su niñera de infancia. Tiene sueños, imaginaciones, apariciones, que busca entender. Hallarla a ella, supone, hallar la clave de algo. En ese recorrido, le ayuda una ex psiquiatra y un detective/shamán (OK, este sí es divertido).



            Y, por supuesto, la otra ayuda es la de la literatura misma: en un pasaje La vorágine reemplaza a la Biblia y con ello la novela hace un guiño (más bien le da un abrazo) a la historia de la narrativa colombiana y a la violencia que está en el origen de ella (léase la literatura, la historia, Colombia). Esa separación de nubes será solo una de las divisiones que recorren estas páginas. Mejor dicho uno de los estratos que le dan, con notable pertinencia, su título, en cualesquiera de las seis acepciones que encontramos en el diccionario.
            Estratos de clases sociales, por supuesto. Estratos en la vida de uno. Estratos en el cielo. Estratos en las rocas. Estratos en las lenguas y el lenguaje (cada capítulo concluye con una coda, donde se incorpora un lenguaje diferente: ej quéramo do negro viejo --¿popular? ¿local? ¿oral?—es una apuesta arriesgada diría un crítico y si bien al cierre cierra al dejar abierto el viaje, siempre queda la duda…). Entonces, estratos sociales donde la vida del protagonista empieza a develar y revelar su vacío: la imposibilidad de pertenecer a ningún lado (un lujo que algunos se pueden permitir). Así, de pronto, en esta historia que bien podría ser la de un yuppie en quiebra, con problemas que a nadie le importan, se comienza a producir una inversión de la visión: la busca es la búsqueda por una desaparecida. Una desaparecida más, y aunque las razones no sean las que conocemos en otros miles de casos, el eco de aquellas se hace cada vez más fuerte. El pasado, volvemos a descubrir, no es solo un recuerdo, es también el presente que estalla. Y el dolor –la angustia y la paranoia—son presentes, no pasado. Tantas veces lo hemos dicho: el pasado no pasa. Y no es por nada (sino por mucho) que el narrador lee periódicos de los años 30 e incorpora ese lenguaje y ese tiempo a la narración de las viñetas con el lenguaje popular: en esa conjunción radica (algún) futuro.



            Reconozco que el proceso de purificación final, en el cual el protagonista acompañado por el detective (sarcásticamente un indígena capaz de entrar en contacto con la madre naturaleza, la pachamama, etc.) no es de mi predilección y en esas páginas, cuando se toma el “remedio” que “es la forma de recordar” y “te deja ver y te permite caminar al mismo tiempo por toda la memoria”, la onda un tanto new age (aunque sea paródica) produce un quiebre con el ritmo sentimental de la novela. ¿Con el ritmo sentimental? Esto es: quizá el alumbramiento, la purificación bien pudiese producirse de una manera más acorde con la lógica del protagonista. Pero, eh, ahí está el punto –el otro estrato—se trata también de pensar en la posibilidad de romper con esa lógica y de hallar en las visiones permitidas por el “remedio” no una salida, pero si una alternativa que no es ella misma sino el saber (el des-cubrir) que puede ser de otra manera. Que la vida puede ser de otra manera.  
            Al final, quedéme y olvidéme, como escribió alguien. Después del remedio, cesó todo, y dejéme dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado. O no, porque quizá una nube alargada se extiende por el horizonte…