Sunday, November 24, 2013

El libro de la semana: Estrella de la calle sexta, de Luis Humberto Crosthwaite


La primera reacción es “oh, no, uno más de estos que cree que se puede escribir de cualquier manera, usar jerga de un lugar, contar una historia poco interesante con malas palabras y publicar”. Otro más de esos intentos por incorporar la cultura popular (¿qué será eso?) a la cultura literaria (mal que mal estos tres relatos los publica Tusquets). Y hay algo de eso, qué duda cabe. Para algunos, clásicos y neoclásicas, el uso del espánglish (o más precisamente la transcripción fonética de aquella lengua extraña que resulta en una escritura laik brand niu) y el adjetivo descarnado queda mal disparado, como uno de esos pistoletazos de los que alguien hablaba en un concierto. Pero quedarse ahí, quedarse en el desparpajo, en el tonillo que busca entre espantar y epatar a los burgueses de sillón verde y la superficie de la historia, sería perder y perderse lo mejor que ofrece en estas páginas Crosthwaite.


Puede parecer extraño, pero una vez que uno logra penetrar en el ritmo del lenguaje, en su constante devenir sinestesia, en la velocidad de los retruécanos, en la esperanza de las metáforas, nos damos cuenta que este lenguaje que puede ser tan ajeno se despliega como mera poesía ante nuestros ojos. Y no una poesía cualquiera, sino una poesía dura, difícil, a ratos incomprensible. Mas, ¿no era acaso precisamente aquello lo que sucedía con los escritores del barroco? ¿No había en la repetición repetida, en la aliteración aliterada, en la imagen que se rebusca, un sentido y una búsqueda que va más allá del lenguaje mismo y que termina (y comienza) por establecer una nueva estética y una política.  Sí, a falta de mejor ocurrencia por el momento, podemos llamar lo que circula en estas páginas un barroco tijuano, pues “eso es la vida, rectas, curvas, vados, puentes, accidentes…” (33). Nada sigue línea recta alguna, todo se quiebra, incluso el lenguaje necesaria e impajaritablemente. No por nada, el narrador es un lector de poesía y su maestro, su luz y su camino no es otro que César Vallejo. En el mundo de la calle sexta solo se puede ir hacia la poesía para escapar de la soledad y de la muerte y de la violencia, que rondan día y noche (llueve o haga sol) en las vidas contadas desde una elaborada oralidad, con ritmo temible que de tanto acelerarse llega a balbucear su no se qué.

En soledad confusa, peregrinan los personajes, el Saico, Fabricia, Ken, Laurita, por las calles y los bares de esta ciudad que alguna vez fuera el modelo de lo postmoderno, de la mezcla, de lo híbrido (y no por nada su lenguaje daba y da buena cuenta de ello).  Soledad que se simboliza en los espacios violentamente oscuros donde pululan y buscan afecto los personajes, todos ellos carentes, apenas sobreviviendo el día a día. Si bien hay un sentimiento de barrio, de breve comunidad, este se va rompiendo por las mismas condiciones que se imponen tanto desde afuera como desde el interior. Hay una búsqueda de mejores horizontes –como la de Cristina que quiere salir de este mundo—pero la realidad es que no existen tales horizontes (al final, o en algún momento, ya nadie quedará; por suerte, “las despedidas son breves”).



Escribir es, entonces, intentar reparar ese mundo, “escribir es como construir un muro” (136). Como lo hace el narrador de “Sabaditos en la noche” en su trabajo: “Sacar los golpes de la vida, enderezar láminas” (50). Lo mismo—una imaginación de la realidad—articula la lengua: nos inventa por un momento una posibilidad, una alternativa, un estruendo feroz que emerge desde la palabra. Enderezar los golpes que hay en la vida (son pocos pero son, decía Vallejo), de eso se trata el trabajo de escribir.




Si Góngora recurría a la mitología grecorromana una y otra vez, Crosthwaite halla en el cine y en la música popular fuente inagotable para sus comparaciones, anástrofes, quiasmos e ironías. Porque el cine deviene otra realidad (como la literatura) en la cual nos reflejamos y en la cual se escribe (con luz) nuestros deseos y nuestros temores. Las estrella que parecen tan lejanas en la pantalla, de pronto se acercan a la (una) realidad en las páginas de Estrella. Aquí, de pronto, todos pueden ser aquellos que darían su vida antes de entregar a Espartaco, porque, descubrimos inevitablemente, que todos los personajes que habitan estas letras sí creen en algo y, de pronto, la literatura misma adquiere un nuevo (y viejo) sentido: desde la profundidad del barroco Tijuana escuchamos una pluralidad de voces que estallan y que quieren hacerse oír. Voces otras, voces que desde la violencia que se les impone y bajo la cual han vivido sometidos siempre, parecen reclamar su tiempo y espacio. ¡Odumodneurtse! 








Sunday, November 17, 2013

El libro de la semana: Leer la mente, de Jorge Volpi


Somos, qué duda cabe, lo que leemos y lo que escribimos. Pero, ¿hasta qué punto? O más bien al revés? ¿dónde se sitúa ese esquivo ser que misteriosamente cientos mentes han intentado apresar, asir, a lo largo de centurias? No hay, por cierto, respuestas definitivas ni terminantes. Saber qué pasa cuando escribimos (o cuando vivimos), cómo una experiencia se transforma en ficción y cómo la ficción es, no en el fondo sino totalmente, lo que nos hace lo que somos, esto es, humanos, es algo que queda a pesar de los pesares fuera del alcance definitivo de compresión. Sí. Pues a pesar de que Volpi entretiene y eleganta y nos deleita con su explicación que va desde las conexiones neuronales al secreto de las máquinas de computación, lo que queda de resabio en nuestro paladar es que no podemos al final saber.

 Que si hay alguna razón por la cual ficcionar es la pervivencia y ella no tiene explicación.
Está bien: hay razones y determinantes biológicos y gene-biológicos. Pero el asunto es que no hay causalidad necesaria. He aquí uno de los puntos más discutibles de este texto-trayectoria humana: pareciera a ratos que estamos condenados, desde el primer homo sapiens, al arte y la literatura y la ficción, y que esa condena nos humaniza. Tengo mis dudas al respecto. No creo que haya condena ni necesidad; lo que Volpi pierde (y donde se pierde) es en la libertad que es radical para toda creación humana. La ciencia “comprueba” intuiciones semióticas (26); de acuerdo, pero no será acaso alvesre y que la semiótica (o la literatura) sean la prueba que las ciencias ‘duras’ a veces no se equivocan (quizá tenga algo que ver con su creo político liberal de derechas, que no puede evitar se le escape cada ciertas páginas; pero no nos corresponde hablar aquí de aquello. No todo es biología también hay biopolítica).

Leer la mente es, antes que nada, un texto educativo. Aprendemos y mucho, sobretodo aquellos más cercanos a lo que todavía se denominan las humanidades.  Nos adentramos en un mundo fascinante. Qué es la realidad. Cómo inventamos la realidad. Quizá el concepto de Josefina Ludmer realidadficción, asítodojunto, viene a buena cuenta aquí. Y no solo se trata que ahora-hoy no hay diferencia entre la una y la otra, sino que, y esa es la tesis más divertida (que divierte, que nos larga a otros caminos) de Volpi, siempre ha sido así, o casi siempre. Hay un momento en que se produce ese quiebre, esa radical revolución. Ese es el momento que solo el silencio más profundo puede explicar. La ficción, como sabemos, se ubica fuera de la diada verdad-mentira. Sin entrar en literaturidades podemos ver cómo en una novela de fantasía hay cosas que sí pueden suceder y otras que son imposibles. Como en la vida o en lo que llamamos tal: la realidadficción es siempre una esperanza y una espera; es una temporalidad y una espacialidad particular que nos obliga a pensar y pensarnos en y con (y contra) nuestra propia historia.
Dejemos de lado el hecho que si Volpi ha leído a Vicente Huidobro, ciertamente no sigue sus consejos respecto al uso del adjetivo (aunque hay algo que decir en ese tono grandilocuente, a ratos pretencioso, en el uso del vocativo para dirigirse a la lectora; ¿querrá ser divertido?). A fin de cuentas el yo no es más que una invención del cerebro, se nos dice, así que el mismo Volpi no es otra cosa que un invento de él o un invento mío o un invento tuyo… Los dibujos llegan al rescate. Unos dibujos que inevitablemente me recordaron los de esa joya que es El pequeño príncipe. Imaginé a la serpiente comiéndose al elefante o al principito arrancando baobabs: no hay nada más real que esas memorias, qué digo, que esa realidad absoluta.


Así, lo más hermoso que sucede con las páginas de Volpi es que nos invita a recordar nuestras propias realidades. A recorrer nuestras realidades y nuestras ficciones y así nos invita a buscarnos y a seguir en la pesquisa por el escurridizo yo que todos tenemos en algún lado. Es una pregunta por el ser de cada uno de nosotros, que cuando leemos o escribimos o simplemente imaginamos, estamos alcanzando una plenitud insospechada (una de la cual ni siquiera nos damos cuenta). Sí, todos al final somos creadores (92). Todos somos tiempo, pasado y presente que se arriesgan queriendo apresar un inefable futuro.
Entonces, sabemos entre lecturas más o menos elegantes, entre disquisiciones hermosas algunas, redundantes otras, que es la ficción la que crea realidad (101) y qué mejor que de muestra un botón. El último capítulo es una entrevista de ficción (nunca mejor usado el término) que Volpi, o sea el narrador que es un yo que no es Volpi pero que puede pasar por él, se hace a sí mismo y que versa de la creación de la novela que lo lanzó al estrellato (no al mismo que al principito). ¿Cómo se originó, cómo se escribió En busca de Klingsor? Es un notable intento de autocrítica y de distanciamiento de un autor vis-a-vis su obra. También, e imagino que Volpi lo sabe- es un gesto de inevitable egocentrismo (pero se diría que no hay ego, por lo tanto…). Pero, por ahora, se lo perdonamos, porque resulta interesante y más que por lo que dice por lo que no dice. Por decirnos sin decir que escribir (y leer) no es solo una lucha contra la soledad sino el único antídoto que tenemos contra la muerte.