A veces leer es una pasada. Con todas las connotaciones y denotaciones
que la palabra conlleva. Recorrer las breves crónicas plegarias del ubicuo
Fadanelli es, sin dudas, una de las mejores. Un recorrido nostálgico, pero que no alcanza a zozobrar en el mar de
la melancolía. Aquí el tiempo pasa y todo pasado ha sido mejor, mas eso no
importa, porque todavía podemos seguir leyendo o haciendo como. La lista de
lecturas y de nombres es no tanto abismante como hermosa—sobretodo si
recordamos el mundo que crea el autor en sus novelas y cuentos; aquí es ese
mismo mundo el que aparece, pero se nos muestra de la radical capacidad de la
ficción que existe en la realidad. La imposibilidad de dejar de querer ser lo
que se es: un escritor. Un escritor, leemos, no puede dejar de escribir.
Fadanelli,
que por supuesto no es Fadanelli (como se escribe en estas páginas, no hay nada
más lejano al yo que la primera persona), reflexiona sobre la literatura, el
espanto del vacío, el silbido de las ballenas en la tinta y dispara, incesante,
contra el acostumbramiento. Por eso se vuelve siempre a textos queridos, a
ciudades amadas (no tanto como el DF, pero que son parte de lo que fuimos en
algún momento), a mujeres (que recuerdan canciones de Sabina y poemas de
Segovia, qué se le va a hacer) y, sobre todo, a la niñez y la juventud. Aquel
momento cuando el tiempo es infinito y donde ni siquiera el futuro es una
posibilidad.
Escribir
como Mailer o como Arlt, porque la literatura es una pelea de box, aunque estos
no sean buenos tiempos para ella; escribir como beber, beber para escribir:
porque ello es lo único que nos permite defender nuestra humanidad; regreso a
lo perros cínicos desde el afán de Sloterdijk por mostrarnos la arrasada
condición presente—“tengo la sensación de que vivimos en una época democrática,
pero absolutamente estúpida”; felicidades aristotélicas que sabemos, por
supuesto, jamás podremos alcanzar; Cioran,
Gadamer, Spinoza, Derrida, Foucault, Heidegger, Nietzsche, mucho Sartre y un
hotelucho perdido en las calles de Oporto; la lista podría extenderse por unos
buenos kilómetros más. No hay aquí el intento de un canon de nombres sino la
posibilidad de una política de la literatura que es también política del
tiempo. Se escribe porque se le teme a ese tiempo que no podemos apresar (es
Platón ahora), se escribe para recordar y poder crear la ilusión de
permanencia. Sí, leer también es esa pasada.
A
medida que se suman las plegarias—en la tradición de las Plegarias atendidas de Capote-- nos comienza a inundar un
sentimiento existencialista, donde la memoria y Sartre convierten cada vez más
a las palabras en fotografías en blanco y negro. La concisión de la palabra, la
brevedad de la ironía, la risa precisa, nos recuerdan de curioso modo, a los
personajes de otros relatos de Fadanelli que pueblan algunos de los lugares no
más santos de la Ciudad de México. Sí, porque hay una relación peligrosa entre
la literatura y la vida que está desplegando el autor (que siempre es Bovary,
que es siempre es otro) en estas líneas. La revolución es, aquí más que nunca,
un volver a querer lo que se nos escapa en la velocidad de los tiempos
actuales.
Quizá
lo que más pueda molestar (o sorprender a algunos) es el desencanto del
presente que se hace no desde la iconoclasia de otros relatos sino desde el
recurso al pasado y a una particular tradición. Pero, tal vez, esa visión no
sea más que un suave error de percepción o, más bien, de paralaje. Vivimos en
tiempos precarios, donde los que reciben premios no son escritores sino
“pañales premiados”, en los cuales la literatura es asunto de unos pocos; pero
precisamente es en y desde esa precariedad que la literatura vuelve a tener
sentido. Después de su muerte en los años 90, la literatura pareciera recobrar
vida y sentido en medio del fárrago contemporáneo. Porque se trata de imponer
otra velocidad, un aislamiento, un pensar de nuevo, un volver a la oscuridad y
a la soledad, para desde ahí redescubrir y revelar (y rebelarse ante) la
realidad. Las palabras de Fadanelli recuerdan en algo (no sé bien en qué) a las
de otro escritor que decía que para llegar a la cumbre a veces es necesario descender,
que no podemos ir siempre por el camino directo. Y también de las palabras de
aquel que alguna vez pensó que cuando uno se despierta con la flor soñada en su
regazo es solo el comienzo.
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