Sí: Oh Mexico! es el título de la novela,
así, sin acento. Claro, porque está en inglés y lleva un subtítulo que
traduzco: “amor y aventura en Ciudad de México”. La primera pregunta que se le
viene a uno es evidente: “Oh, ¿por qué voy a leer este libro?” No creo que haya
muchas razones. Así que no intentaré defender lo indefendible. Ahora, seamos
justos: el libro de Neville está claramente destinado a un mercado (ya puedo
ver como a algunos les chirrían las pantorrillas). Y ese mercado no incluye,
obviamente, a personas que lean español o a mexicanos y mexicanas; a no ser
que… Y es en ese a no ser que desde
donde podemos comenzar algo parecido a una crítica.
El argumento es simple: chica australiana viaja
a México. Conoce Ciudad de México y se sorprende por cómo son las cosas ahí.
Ella quiere mejorar su español: ese es el objetivo de todo esto, pero en el
camino, como en toda novela de formación hay que pasar por escollos, maestros y
problemas. Para convertirse en adulto—esto es ingresar a la sociedad con todos
los derechos, o bien escribir un libro contando ese proceso—es necesario
experimentar o experienciar como les gusta decir a algunos.
Y Lucy
Neville experiencia México. Su gran dilema será si quedarse con Octavio o con
Ricardo. Sus grandes choques culturales más con la clase adinerada que las clases
bajas, las que, dicho sea de paso, solo tienen un lugar ornamental en el texto.
Y por supuesto chocar con el México exótico en sus gustos, en sus costumbres,
en sus dichos, en sus adicciones y en sus miedos. Nos llevamos explicaciones
históricas entremezcladas con suaves borracheras y conversaciones de aquelarre
en el instituto de lengua en el cual enseña inglés—en Polanco, por supuesto. Y
anotaciones culturales sobre el carácter mexicano que combinan admiración,
rechazo, ingenuidad y ojo mercantil. Por cierto, la mayor parte de esa
información es literalmente superficial (y, ojo, yo no tengo nada contra lo
superficial). Pero a pesar del exceso de esos pasajes, el ojo ingenuo sí
funciona bien en pasajes más personales de la narración. Cuando logra un mínimo
papel en una teleserie de moda o el viaje de trabajo con su instituto donde
debe dormir en la misma cama que su jefe. Las aventuras de Neville no son
alucinantes ni locas ni profundas, son quizá demasiado amables y educativas. En
ello hay un encanto breve y pasajero, sobre todo cuando más nos damos cuenta
que la novela se debería haber titulado: “Oh, yo”, pues de lo que se trata es
de un intento por saberse y conocerse en un paraje desconocido (pero, ¿no es
acaso todo lugar un lugar desconocido cuando tenemos que descubrir quienes
somos?). Por eso, no extraña que la novela concluya (y aunque la lean no
arruino nada al decirlo) cuando el proceso de aprendizaje literal y literario
ha concluido: Neville puede hablar en español “sin darse cuenta” que lo está
haciendo. Ahora ya no hay razón para quedarse en la Ciudad, menos aún con la
tremenda crisis económica mundial que se está viniendo encima.
Todo
trabajo comparativo es de dudoso valor, pero a veces no nos quedan otras
herramientas para soñar lo que leemos. Conociendo un poco México, la lectora
podrá sentir un placer de reconocimiento al leer ciertos pasajes. Un chilango,
en tanto, podrá ver aumentado ese placer de conocimiento y reírse, un poco de
sí mismo y de la mirada exotizante y ella misma exótica de Neville. He ahí una
posibilidad, no la peor, de lectura. Pero hay otra donde las cosas se tornan
más complejas y la liviandad del ser puede llegar a ser insoportable:
literatura de viaje. En el Arte de viajar,
de Botton nos lleva a otro mundo. Hace lo mismo que Neville, conectar su
experiencia con la cultura del lugar, pero el resultado es dramáticamente
diferente. Es, sin dudas, menos ameno a ratos, más ‘serio’, pero apunta a una
condición imprescindible para que el texto tenga un sentido que vaya más allá
de la descripción individualizate, es decir, para que la memoria (toda
narrativa o poema de viajes es una memoria) del sujeto que habla nos importa
más allá de ella misma. Para que la vida del viaje (y el viaje de la vida)
adquieran una dimensión diferente, una que nos importe más allá del
reconocimiento de un gesto o de la coincidencia de una experiencia. Una
narrativa de viaje puede hacernos viajar a nosotros también. A Neville la
acompañamos y sonreímos en su paseo, con sus decisiones e indecisiones, es
simpática y tierna, pero todo sigue siendo su viaje, su ida a México, su
australianidad, y al final, a mí qué me da todo eso. Extrañamos viajar
nosotros, entrar en un mundo donde ya no podemos distinguir quién es quién.
Extrañamos que en lugar de proferir un “oh” admirativo, el texto, la ciudad, la
literatura, nos haga viajar en silencio.
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