No cabe
duda que el DF es una ciudad alucinante. “Pinche y puta ciudad, todo se lo
traga, todo lo vuelve mierda”, dice uno de los truhanes de poca monta que
pueblan las páginas de esta novela que es casi muchas cosas; entre ellas, casi
una buena novela. Henestrosa decide cambiar por unos días su insipiente vida
(sí, con “s”) y se hospeda en un Hotel del centro, el Isabel. Ahí conoce a una
gama de personajes, desde mafiosos a cojos, alemanes buenos como el
pumpernickel con coca, recepcionistas gay, mucamas traficantes, artistas
neo-vanguardistas, comerciantes a punto de morir, rockeros de segunda
argentinos, artistas de comerciales, y una que otra mujer fatal que, por supuesto,
lo abandonará. En este hotel, todo y todos están al borde de desparecer, al
borde de la muerte. La voz a ratos cínica y a ratos desencantada del narrador—quien,
rey de la prolepsis, nos hace abierta y divertidamente trampa, al narrar las
vidas y acontecimientos de los otros—logra mantener un buen ritmo y, lo más
importante, hacernos reír o al menos sonreír. Las historias se suceden como
vendaval en día de verano, combinando sordidez con vacío. Pero al final
terminan por aburrir y, lo que es peor, nos dejan de importar (como el
protagonista quien con razón decide mantenerse de pésimo humor pues ya ha
pasado los 40 años). Y eso quizás pudiera ser un logro: la escritura que logra
borrar su propio sentido.
El DF.
Aquella región más transparente, deviene aquí un collage bizarro, donde lo
único que no hay es futuro. El hotel como quizá demasiado evidente metáfora de
la sociedad y del mundo (del universo, diría Tolstoi), con sus cuartos cerrados
y sus dueños que viven lejos, invisibles, como esas manos que rigen un sistema
del cual todos son objeto pero en el cual nadie parece poder cambiar nada. El
hotel como clásico ya de un lugar que es cualquiera pero, a fin de cuentas, no
es ninguno: la imagen del cuadro—imagen de la reina--que orna el hall de
entrada, y que es al final robado por los mismos pasajeros y trabajadores,
dejando un espacio en blanco donde antes estaba el símbolo sarcástico de la
realeza del hotel y de la ciudad, es una genial metáfora de las relaciones en
la ciudad (ah, Foucault, ¡léete esta!). Son estos momento, de los que la novela
tiene bastantes, los que rescatan a Hotel
DF y nos obligan a llegar a su final, esperado y hasta obvio, pero, por lo
mismo, necesario. De hecho, y esta es una idea de Karen F., la misma novela nos
da la clave con la que debemos leerla: el oficio del artista, se larga por ahí
en la página 226, “consiste en crear un nuevo lugar común, uno que desplace a
los lugares comunes más célebres o más visitados”. Convertir la novela (que es
una escritura así como la ciudad es una escritura) en una suma de lugares
comunes nuevos. Henestrosa se esmera en ello y a ratos pareciera conseguirlo.
Sin embargo, la gente, la que puede como el alemán Wimer, se va de un ciudad
cuando esta “comienza a volverse real”. Y ahí radica el problema de Hotel DF: se nos vuelve demasiado real
para poder crear un lugar común.