Le debo a Federico Pous el acierto de
esta lectura y el regreso en el tiempo a una literatura violentamente clásica
que está comenzando a romper sus propios moldes. Publicada a comienzos de la
década del cincuenta del siglo pasado, La
babosa –un título tan terrible como acertado—nos retrotrae a una narrativa
decimonónica realista (cómo no recordar a Eca de Queiroz), cercana a ratos a un
naturalismo fatalista, donde la naturaleza, la atmósfera de Areguá se va
imponiendo y carcomiendo a cada uno de los personajes. Mas Casaccia indaga más
allá de la realidad aparente y, en lo que quizá sea la razón por la cual se le
considera el ‘fundador de la literatura moderna paraguaya’ (un título tan
inútil como absurdo), desarrolla con bello cuidado la decadencia mental de cada
uno de los hombres y cada una de las mujeres (excepto las indígenas, ya volveré
a ello). Sí, La babosa elabora
magistrales retratos psicológicos que más allá de indicar lecturas apuradas de
Freud, revelan el descubrimiento (una vez más) del poder de la literatura para
dar cuenta de lo insondable de la condición humana. También anuncia esta novela
un quiebre que está a la vuelta de la esquina: los tiempos de pronto se salen
de quicio, el narrador salta a un futuro imposible –un paréntesis fantástico
hacia finales de la novela anticipa el inicio de Cien años de soledad—mezcla sueños y realidad en la manera en que
nos ha acostumbrado el cine y, como si estuviésemos en una película de horror,
nos desafía a descubrir la realidad tras la realidad: saber que en el espejo
que es la literatura vemos nuestro rostro descarnadamente (y descaradamente)
desnudo, sin afeites, como le sucede a Clara, la hermana de la protagonista
Ángela, en el momento de la verdad (no digo nada nuevo si menciono que la
verdad solo se nos permite cuando nos acercamos a la muerte).
Nada de lo humano, de sus pasiones, sus
deseos, sus miserias y breves alegrías, pareciera serle ajeno a Casaccia. El
mundo de Areguá es la aldea de Tolstoi: microcosmos de una realidad nacional
triste y patética, habitada por seres que malviven y buscan en su mezquindad un
sentido para sus existencias. Ramón, el abogado que quiere ser escritor, que
quiere ser rico, que vive a expensas del dinero de su suegro y ahoga en la caña
su frustración infinita: Ramón no escribe la novela de Areguá (razón por la
cual se ha mudado al pueblo) que nosotros leemos; su incapacidad es la paradoja
incesante de la creación, su derrota es el triunfo al otro lado del espejo,
frente a sí mismo, como intitula las páginas que nunca logra terminar. Roba,
pierde lo robado en el juego, y una nube cubre por completo su entendimiento.
Culpa a los otros de su derrota, incapaz de reconocer su miseria y en ello se
parece a todos los otros: esa incapacidad de aceptar y aceptarse es lo que
relaciona a todos los miembros de esta comunidad. Al cura Rosales que sueña con
regresar a su pueblo natal en España, mientras esconde el dinero de las misas
entre las páginas de sus libros; al doctor Britez, que juega con el dinero de
los otros; a Clara que esconde su dolor entre la bebida y unas alucinantes
lecturas de literatura pornográfica que son espiadas en maravillosas escenas de
lujuria perdida por otros personajes. Sí: el sexo es omnipresente en la novela.
Todo se relaciona con él; todos lo buscan sin descanso o lo rechazan
fascinados. Y es aquí que las mujeres indígenas pasan a ser solo objetos para
el placer de hombres que dejan o son abandonados por sus mujeres. Mujeres que
hablan guaraní y muy poco español, nos repite el narrador una y otra vez,
recordándonos que hay otras voces, otra realidad que no vemos, que no
conocemos, a la cual no tenemos acceso pero que está ahí hablándonos desde un
saber que permanece incognoscible.
Todos en el pueblo saben todo lo que
sucede: el cotilleo y la copucha hacen de este mundo un infierno, reflejan la
humedad y el calor en sus mismas palabras. Pero no contento con ello, durante
toda la novela circulan cartas, mensajes, en su mayoría anónimos (muchos de los
cuales tienen de anónimos solo la ausencia del nombre, pero se sabe quien los ha escrito). Esta
circulación de la palabra, de las acusaciones, declaraciones de amor,
silencios, mentiras y malentendidos, es clave para entender uno de los sentidos
de la novela: que los mismos sentidos son múltiples, que la escritura se da en
varios niveles, que se arrastra, pero que también vuela. La letra no es la
verdad sino su simulación.
Simulación que nos permite pensar a la
protagonista Ángela, la babosa, quizá
de un modo diferente. En una primera lectura, ella es quien dirige de modos no
tan subrepticios, los destinos de Areguá. Ella decide quién es cada quien. Y lo hace mezclando
mentiras y verdades, asumiendo una posición de un cristianismo ridiculizado (la
novela puede también leerse como una feroz crítica de la religión; causante del
retraso no solo del pueblo sino de todo el país). Maneja las redes desde una
posición de aparente debilidad (emplea lo que Josefina Ludmer llamara las
tretas del débil), desde una posición de pobreza, dependencia y exclusión. Eso
es lo que hace de su personaje algo temible: sin ningún poder aparente es capaz
de poseerlo todo el poder. Hacer verdad. Su manipulación no conoce límites y
solo la muerte logra arrancarse de sus garras. Pero también la babosa es una metáfora de ese poder que
asolaba y azotaba al Paraguay y a algunos de los países vecinos; Areguá es una
sociedad totalmente controlada, donde nadie escapa de la mirada y del ojo
panorámico de la babosa. Y en esa condición radica también su incapacidad y su
condena a la soledad y a un terreno (un tiempo y un espacio) que es mucho más
tenebroso que la muerte. La babosa
nos deja el alma pegoteada (lo poco que tal vez nos quede de ella), y así nos
obliga a mirarnos más y más adentro; nos fuerza a arrastrarnos bajo el sol inclemente
y asumir que si hay algo que nos puede salvar de la miseria humana es la
literatura.