Thursday, November 27, 2014

El libro de la semana: La babosa, de Gabriel Casaccia




Le debo a Federico Pous el acierto de esta lectura y el regreso en el tiempo a una literatura violentamente clásica que está comenzando a romper sus propios moldes. Publicada a comienzos de la década del cincuenta del siglo pasado, La babosa –un título tan terrible como acertado—nos retrotrae a una narrativa decimonónica realista (cómo no recordar a Eca de Queiroz), cercana a ratos a un naturalismo fatalista, donde la naturaleza, la atmósfera de Areguá se va imponiendo y carcomiendo a cada uno de los personajes. Mas Casaccia indaga más allá de la realidad aparente y, en lo que quizá sea la razón por la cual se le considera el ‘fundador de la literatura moderna paraguaya’ (un título tan inútil como absurdo), desarrolla con bello cuidado la decadencia mental de cada uno de los hombres y cada una de las mujeres (excepto las indígenas, ya volveré a ello). Sí, La babosa elabora magistrales retratos psicológicos que más allá de indicar lecturas apuradas de Freud, revelan el descubrimiento (una vez más) del poder de la literatura para dar cuenta de lo insondable de la condición humana. También anuncia esta novela un quiebre que está a la vuelta de la esquina: los tiempos de pronto se salen de quicio, el narrador salta a un futuro imposible –un paréntesis fantástico hacia finales de la novela anticipa el inicio de Cien años de soledad—mezcla sueños y realidad en la manera en que nos ha acostumbrado el cine y, como si estuviésemos en una película de horror, nos desafía a descubrir la realidad tras la realidad: saber que en el espejo que es la literatura vemos nuestro rostro descarnadamente (y descaradamente) desnudo, sin afeites, como le sucede a Clara, la hermana de la protagonista Ángela, en el momento de la verdad (no digo nada nuevo si menciono que la verdad solo se nos permite cuando nos acercamos a la muerte).



Nada de lo humano, de sus pasiones, sus deseos, sus miserias y breves alegrías, pareciera serle ajeno a Casaccia. El mundo de Areguá es la aldea de Tolstoi: microcosmos de una realidad nacional triste y patética, habitada por seres que malviven y buscan en su mezquindad un sentido para sus existencias. Ramón, el abogado que quiere ser escritor, que quiere ser rico, que vive a expensas del dinero de su suegro y ahoga en la caña su frustración infinita: Ramón no escribe la novela de Areguá (razón por la cual se ha mudado al pueblo) que nosotros leemos; su incapacidad es la paradoja incesante de la creación, su derrota es el triunfo al otro lado del espejo, frente a sí mismo, como intitula las páginas que nunca logra terminar. Roba, pierde lo robado en el juego, y una nube cubre por completo su entendimiento. Culpa a los otros de su derrota, incapaz de reconocer su miseria y en ello se parece a todos los otros: esa incapacidad de aceptar y aceptarse es lo que relaciona a todos los miembros de esta comunidad. Al cura Rosales que sueña con regresar a su pueblo natal en España, mientras esconde el dinero de las misas entre las páginas de sus libros; al doctor Britez, que juega con el dinero de los otros; a Clara que esconde su dolor entre la bebida y unas alucinantes lecturas de literatura pornográfica que son espiadas en maravillosas escenas de lujuria perdida por otros personajes. Sí: el sexo es omnipresente en la novela. Todo se relaciona con él; todos lo buscan sin descanso o lo rechazan fascinados. Y es aquí que las mujeres indígenas pasan a ser solo objetos para el placer de hombres que dejan o son abandonados por sus mujeres. Mujeres que hablan guaraní y muy poco español, nos repite el narrador una y otra vez, recordándonos que hay otras voces, otra realidad que no vemos, que no conocemos, a la cual no tenemos acceso pero que está ahí hablándonos desde un saber que permanece incognoscible.



Todos en el pueblo saben todo lo que sucede: el cotilleo y la copucha hacen de este mundo un infierno, reflejan la humedad y el calor en sus mismas palabras. Pero no contento con ello, durante toda la novela circulan cartas, mensajes, en su mayoría anónimos (muchos de los cuales tienen de anónimos solo la ausencia del nombre, pero se sabe quien los ha escrito). Esta circulación de la palabra, de las acusaciones, declaraciones de amor, silencios, mentiras y malentendidos, es clave para entender uno de los sentidos de la novela: que los mismos sentidos son múltiples, que la escritura se da en varios niveles, que se arrastra, pero que también vuela. La letra no es la verdad sino su simulación.
Simulación que nos permite pensar a la protagonista Ángela, la babosa, quizá de un modo diferente. En una primera lectura, ella es quien dirige de modos no tan subrepticios, los destinos de Areguá. Ella decide quién es cada quien. Y lo hace mezclando mentiras y verdades, asumiendo una posición de un cristianismo ridiculizado (la novela puede también leerse como una feroz crítica de la religión; causante del retraso no solo del pueblo sino de todo el país). Maneja las redes desde una posición de aparente debilidad (emplea lo que Josefina Ludmer llamara las tretas del débil), desde una posición de pobreza, dependencia y exclusión. Eso es lo que hace de su personaje algo temible: sin ningún poder aparente es capaz de poseerlo todo el poder. Hacer verdad. Su manipulación no conoce límites y solo la muerte logra arrancarse de sus garras. Pero también la babosa es una metáfora de ese poder que asolaba y azotaba al Paraguay y a algunos de los países vecinos; Areguá es una sociedad totalmente controlada, donde nadie escapa de la mirada y del ojo panorámico de la babosa. Y en esa condición radica también su incapacidad y su condena a la soledad y a un terreno (un tiempo y un espacio) que es mucho más tenebroso que la muerte. La babosa nos deja el alma pegoteada (lo poco que tal vez nos quede de ella), y así nos obliga a mirarnos más y más adentro; nos fuerza a arrastrarnos bajo el sol inclemente y asumir que si hay algo que nos puede salvar de la miseria humana es la literatura.   


No comments:

Post a Comment