En medio de la trifulca futbolística de
estas semanas, un poco de acción, risas y mucho pop no vienen mal. Sin dudas,
Andrea Mijangos no tiene la fuerza melancólica del inigualable Belascoarán
Shayne (el dinero y la conciencia de clase están también presentes en Mijangos,
pero atravesadas por el desencanto y el me vale madres que marca el fin del
reinado del PRI y el fracaso de los gobiernos posteriores) o la tristeza
indómita del chileno Heredia, pero logra crearse como personaje entrañable y,
desde él, guiar y dar sentido a una novela que busca la sonrisa y la
entretención a través del rápido pasar de sus páginas.
No contaré el argumento de Cuello blanco, el cual, por lo demás, no
es tan importante como el modus operandi
de la escritura: una suma de citas e intertextos de novelas y películas que nos
despiertan constantemente la curiosidad y que a más de uno le harán decir: Pero
esto lo vi en tal o tal otra película. Sí, hay una seria de escenas ya clásicas
que incluso ya han sido parodiadas (por ejemplo, por Tarantino). Matanzas
sanguinarias, explosiones, balazos, alarmas, diálogos imposibles, mujeres
fatales y las que se convierten en ello (en una secuencia notable Mijangos se
transforma de una gorda poco agraciada en una contundente y atractiva mujer),
un poco de sexo en las páginas 15, 45 y 85 (es un decir, no vayan a buscarlo
ahí), sus sesiones de psicoanálisis con un doctor obviamente argentino, un
modista asexual, policías buenos y otros no tanto, criminales de cuello blanco
y de armas tomar (albaneses buenos para el trago; mujeres que, como en una
canción de Sabina, matan cuando se enamoran), un muy nerd dibujante de cómics a
quien le cambian sus medicamentos para el corazón por un puñado de dólares; en
fin, desde el comienzo –digno de un Chandler post-postmoderno: “Como todas las
mañanas de los días marcados por la desgracia, no había en el ambiente ninguna
señal de que se martes…”—sabemos que no solo estamos leyendo esta novela sino
muchas otras, muchas imágenes que forman parte de nuestro inconsciente
colectivo y de nuestro imaginario cultural. (El hermano de Mijangos le pide
investigar la muerte de un colega caricaturista simplemente porque “yo pude
haber sido él. Yo pude morir solo en mi departamento, rodeado de juguetes y cómics.
Quiero saber qué hizo para merecer ese destino”. ¿En serio? ¿Suena conocido?)
La ciudad, aquel lugar que decía Platón
es el reflejo del ser humano, se convierte a ratos en protagonista de la
novela. Es un recorrido paródico en el que se rastrillan lugares de moda, el
barrio de la clase alta y acomodada. Y, por esas aristas, podemos entrar un
poco a una lectura social que ofrece Cuello
blanco, sin dejar de lado el constante juego de imaginarios pop, de cita
pastiche que es su exceso encanta y que es, en sí, una crítica a una
posibilidad literaria que suele privilegiarse. En ese sentido, las palabras que
se citan de Fadanelli en la contratapa adquieren singular relevancia: “Un
escritor sin pasado”. Obviamente esa boutade da cuenta de un imposible. Sugiero,
no obstante, que se trata de una escritura que busca no reconocerse en
escrituras previas sino, como dicho, en otras formas. Claro está que esto
tampoco es tan novedoso, pero eso es irrelevante; lo que importa es el gesto el intento en su determinado momento
histórico. BEF se inserta en un pasado inmenso, gigantesco, uno que hace de la
literatura el centro de su reflexión desde las ganas y la admonición de la
posibilidad de repensarla una y otra vez. (¿Qué diferencia hay entre el
reescribir de decenas de escenas de films clase B y la parodia de Borges al
plantear la instancia de reescribir el Quijote? El tiempo y el espacio, la
trayectoria que sucede y deviene entre esas dos reverberaciones es fundamental
para comprender aquello que podríamos llamar los tiempos que corren (o los
tiempos perdidos de nuestra contemporaneidad, si nos queremos poner un poco más
serios y pedantes).
Pero con todo y gracias a todo Cuello blanco es una novela policial y,
como tal, juega con una tradición que cada vez adquiere más adeptos en la
crítica y en los desocupados lectores. En estas páginas hay un misterio de
cuarto cerrado, de aquellos que Dupin o Parodi buscaban resolver nada más que
con la lógica. También está ese otro que se acerca, como ya dijimos al referir
el inicio, a los problemas de los sucios callejones en los que Marlowe o Spade
se metían. Y también hay una archienemiga que promete siempre un próximo
capítulo en el cual vendrá más mala y más imaginativa. Andrea Mijangos, claro,
no es Sam Spade o Belascoarán Shayne, es un estereotipo de otro tipo, alguien a
quien más le suceden las cosas pareciera ser en un comienzo; pero poco a poco,
se descubre que su agencia, su modo de pensar y de ver el mundo, su medio
cursilón pero salvado por la ironía autocompadecerse adquieren un sentido
divergente y divertido: divierten la atención y las alternativas. Nos muestran
el absurdo del presente; pero que incluso en ese absurdo y a pesar de la
parodia y la farsa evidente, la búsqueda por la justicia importa. Porque esta
vez, como siempre, la cosa es personal.