Monday, June 30, 2014

El libro de la semana: Cuello Blanco, de Bernardo Fernández, BEF


En medio de la trifulca futbolística de estas semanas, un poco de acción, risas y mucho pop no vienen mal. Sin dudas, Andrea Mijangos no tiene la fuerza melancólica del inigualable Belascoarán Shayne (el dinero y la conciencia de clase están también presentes en Mijangos, pero atravesadas por el desencanto y el me vale madres que marca el fin del reinado del PRI y el fracaso de los gobiernos posteriores) o la tristeza indómita del chileno Heredia, pero logra crearse como personaje entrañable y, desde él, guiar y dar sentido a una novela que busca la sonrisa y la entretención a través del rápido pasar de sus páginas.




No contaré el argumento de Cuello blanco, el cual, por lo demás, no es tan importante como el modus operandi de la escritura: una suma de citas e intertextos de novelas y películas que nos despiertan constantemente la curiosidad y que a más de uno le harán decir: Pero esto lo vi en tal o tal otra película. Sí, hay una seria de escenas ya clásicas que incluso ya han sido parodiadas (por ejemplo, por Tarantino). Matanzas sanguinarias, explosiones, balazos, alarmas, diálogos imposibles, mujeres fatales y las que se convierten en ello (en una secuencia notable Mijangos se transforma de una gorda poco agraciada en una contundente y atractiva mujer), un poco de sexo en las páginas 15, 45 y 85 (es un decir, no vayan a buscarlo ahí), sus sesiones de psicoanálisis con un doctor obviamente argentino, un modista asexual, policías buenos y otros no tanto, criminales de cuello blanco y de armas tomar (albaneses buenos para el trago; mujeres que, como en una canción de Sabina, matan cuando se enamoran), un muy nerd dibujante de cómics a quien le cambian sus medicamentos para el corazón por un puñado de dólares; en fin, desde el comienzo –digno de un Chandler post-postmoderno: “Como todas las mañanas de los días marcados por la desgracia, no había en el ambiente ninguna señal de que se martes…”—sabemos que no solo estamos leyendo esta novela sino muchas otras, muchas imágenes que forman parte de nuestro inconsciente colectivo y de nuestro imaginario cultural. (El hermano de Mijangos le pide investigar la muerte de un colega caricaturista simplemente porque “yo pude haber sido él. Yo pude morir solo en mi departamento, rodeado de juguetes y cómics. Quiero saber qué hizo para merecer ese destino”. ¿En serio? ¿Suena conocido?)



La ciudad, aquel lugar que decía Platón es el reflejo del ser humano, se convierte a ratos en protagonista de la novela. Es un recorrido paródico en el que se rastrillan lugares de moda, el barrio de la clase alta y acomodada. Y, por esas aristas, podemos entrar un poco a una lectura social que ofrece Cuello blanco, sin dejar de lado el constante juego de imaginarios pop, de cita pastiche que es su exceso encanta y que es, en sí, una crítica a una posibilidad literaria que suele privilegiarse. En ese sentido, las palabras que se citan de Fadanelli en la contratapa adquieren singular relevancia: “Un escritor sin pasado”. Obviamente esa boutade da cuenta de un imposible. Sugiero, no obstante, que se trata de una escritura que busca no reconocerse en escrituras previas sino, como dicho, en otras formas. Claro está que esto tampoco es tan novedoso, pero eso es irrelevante; lo que importa es el gesto  el intento en su determinado momento histórico. BEF se inserta en un pasado inmenso, gigantesco, uno que hace de la literatura el centro de su reflexión desde las ganas y la admonición de la posibilidad de repensarla una y otra vez. (¿Qué diferencia hay entre el reescribir de decenas de escenas de films clase B y la parodia de Borges al plantear la instancia de reescribir el Quijote? El tiempo y el espacio, la trayectoria que sucede y deviene entre esas dos reverberaciones es fundamental para comprender aquello que podríamos llamar los tiempos que corren (o los tiempos perdidos de nuestra contemporaneidad, si nos queremos poner un poco más serios y pedantes).



Pero con todo y gracias a todo Cuello blanco es una novela policial y, como tal, juega con una tradición que cada vez adquiere más adeptos en la crítica y en los desocupados lectores. En estas páginas hay un misterio de cuarto cerrado, de aquellos que Dupin o Parodi buscaban resolver nada más que con la lógica. También está ese otro que se acerca, como ya dijimos al referir el inicio, a los problemas de los sucios callejones en los que Marlowe o Spade se metían. Y también hay una archienemiga que promete siempre un próximo capítulo en el cual vendrá más mala y más imaginativa. Andrea Mijangos, claro, no es Sam Spade o Belascoarán Shayne, es un estereotipo de otro tipo, alguien a quien más le suceden las cosas pareciera ser en un comienzo; pero poco a poco, se descubre que su agencia, su modo de pensar y de ver el mundo, su medio cursilón pero salvado por la ironía autocompadecerse adquieren un sentido divergente y divertido: divierten la atención y las alternativas. Nos muestran el absurdo del presente; pero que incluso en ese absurdo y a pesar de la parodia y la farsa evidente, la búsqueda por la justicia importa. Porque esta vez, como siempre, la cosa es personal.  


Sunday, June 22, 2014

El libro de la semana: Transa poética, de Efraín Huerta


Con motivo de los cien años de su natalicio, editorial Era sacó la edición de bolsillo de la Antología Personal Transa poética de Efraín Huerta (publicada por primera vez en 1980). Conjunto de poemas que los editores califican como las “estaciones preferidas del quehacer poético” de Huerta, muestran, de hecho, el carácter variopinto de su obra, el recorrido por temas diversos y modos poéticos de acercamiento a la realidad: el amor y la muerte, claro está, la cotidianeidad y el tequila, la risa y el humor, la amistad, la historia y la parodia: “En un lugar de tu vientre, de cuyo nombre no quiero acordarme…”.



Pero si traigo a estas líneas esta bella antología en estos tiempos futbolísticos, no es para hablar de la poesía de Huerta, del conjunto de poemas seleccionados, de su sentido y su trayectoria, sino para hablar del descubrimiento del poeta. Sí, ciertamente un descubrimiento tardío (de aquellos que a uno lo avergüenzan, qué duda cabe), pero más vale tarde que nunca. Y, además, nos muestra que nunca es tarde para deslumbrarse y para descubrir un estallido en la vida que nos invita un poco (aunque un poco ya es mucho) a ver el mundo desde otra perspectiva. Qué digo: es desvelar un mundo; porque eso hace la poesía cuando se atreve a ser ella misma: darnos a conocer un mundo; uno que a ratos se puede parecer mucho al nuestro, que puede dialogar con él, pero que también y necesariamente es otro.
La poesía enemiga, escribe Huerta, a ella le escribe: el enfrentamiento con el lenguaje que está en cada uno de nosotros; que es nosotros: “azucenas tibias, tan ingenuamente canallas como purísimas hasta el suicidio”. La búsqueda de la palabra en tiempos en que el cinismo lo ha cubierto todo. ¿De quién es enemiga la poesía? ¿Del poeta o del mundo? Verdaderamente. Mejor que la poesía misma responda desde su sempiterna lucha.




El amor viene lento como la tierra negra
como luz de doncella, como el aire del trigo

Y claro nos recuerda a Pavese y a la muerte que viene de noche. Pero aquí existe a pesar de todo una serenidad imposible que se respira en el aire. El amor que es también sexo y deseo:

Enséñame tu forma de gran lirio salvaje;
Cómo viven tus brazos, cómo alienta tu pecho,
Cómo en tus finas piernas siguen latiendo rosas
Y en tus largos cabellos las dolientes violetas

El imaginario de flores llena el cuadro: el que viene de la tristeza, el amor lento, el amor es muerte dice escribe sueña Huerta: el amor es misterio, misterio que se destruye en un alba de odio.

Alguna vez aprendí a contar las sílabas de los versos y reconocer la forma del poema por las mismas; aprendí, también, a buscar figuras retóricas, metáforas que no son comparaciones, choques métricos, anapestos, dáctilos, teorías poéticas, rimas y encabalgamientos. Ahora leo a Huerta:

Este lánguido caer en brazos de una desconocida,
Esta brutal tarea de pisotear y sombras y cadáveres;
Este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol,
Huella de pie dormido, navaja verde o negra
Este instante durísimo en que una muchacha grita,
Gesticula y sueña por una virtud que nunca fue la suya



Y así entramos en esta noche borrosa y nebulosa, donde la muchacha ebria, como un barco, como una esperanza, baña sus lágrimas en los recodos de cada bar. En ella la vida pasa, generosa y estúpida, como si no hubiese cosa más simple (y más dolorosa) que vivir. Hay que brindar por ella, pide el poeta, alzar nuestras copas y nuestros versos.

Andar así es andar a ciegas
Andar inmóvil en el aire inmóvil

Así anda la poesía hasta que alguien la despierta, hasta que alguien la hace ver resplandeciente, lo siento Platón, la piedra bajo la piedra, el origen que no existe, y después, nada.

Pero riámonos un poco; que fue esta risa la que me embrujó al leer a Huerta. Un humor donde el sarcasmo es suave y radical a la vez, donde la ironía se deja para mañana y se trasnocha siempre, donde lo que vale es el amor más que el saber, y eso, deberíamos saberlo, no es tampoco poco.

Claro está que murió –como deben morir los poetas, maldiciendo, blasfemando, mentando madres, viendo apariciones, cobijado por las pesadillas.

Rugía impuramente como deben rugir todos los poetas que mueren (¡Qué horror, mi cuerpo destrozado!)

Y el cerebro de Rubén Darío –mil ochocientos cincuenta gramos— fue a dar a la cárcel y fuel el primer cerebro encarcelado, el primer cerebro entre rejas, el primer cerebro en una celda…

¿Deberíamos reírnos cuando la poesía se convierte en necesaria blasfemia? La poesía, lo sabemos más que nunca al leer a Huerta, es una cosa de vida y de muerte. Por suerte más de vida que de muerte.
Dejaré por ahora el genial manifiesto nalgaísta y no me revolcaré en los homenajes nerudianos –de bar en bar, como de ola en ola—solo, tan solo que nunca es soledad, un brindis como corresponde:



La mano izquierda tensa, ¿ya? Ahora verás: en el dorso entre el pulgar y el pinchíndice, un hueco, un huequito como un hoyo santo creado precisamente por Diosito lindo. El tequila blanco ya está servido…
en el dorso, pon un montoncito de sal. ¿Ya pues manito?
Acerca la mano hacia la ansiosa boca, como a la distancia
De más o menos veinte centímetros: abre la boca
Y con la mano derecha golpea los dedos –tensos—
De la mano izquierda: la sal-salta hacia la boca
Y el ritual empieza, Chupas un limón. Bebe.

¿Qué más le queda a la poesía por decir?

Sunday, June 15, 2014

El libro de la semana: Los niños de paja, de Bernardo Esquinca



      Recuerdo aún la primera vez que leí un cuento de Lovecraft. En él un ser extraño se miraba al espejo en algún momento y yo tuve la certeza que ese ser, ese monstruo era yo. El miedo, el terror que en ocasiones alcanza lo extraño, la interrupción inesperada de la realidad como la conocemos, es una de las sensaciones más difícil y culpablemente placenteras que nos brinda de cuando en vez la literatura. Los primeros ocho cuentos de Los niños de paja se manejan con altos y bajos, con mayor y menor extrañeza en ese registro. Apelando al suspenso final, dejando abierta la posibilidad de que suceda lo que es imposible que suceda, los relatos nos advierten que siempre hay algo que está más allá de lo decible y de lo esperable. También, por supuesto, es una técnica clásica para producir un tremor en los cuerpos y las manos de los desocupados lectores (cómo no recordar el final de ese cuento genial “La pata de mono”, donde la esperanza del espanto se disipa en la palabra que no se profiere).



Hasta cierto punto uno está tentado a ponerse alegórico crítico al leer estas historias. Ver, por ejemplo, en la rata de “El amor no tiene cura” la metáfora de algo que está pasando alrededor nuestro (digamos de la violencia o la muerte, ante la cual nos mostramos indiferentes y que, por eso, cuando queremos hacer algo nos damos cuenta que ya es demasiado tarde); ver en el humor de “Espantapájaros”, nuestra capacidad casi ilimitada de creernos las historias que nos cuentan, o más bien, nuestra capacidad de convivir con ellas, pues aunque sepamos que no existen fantasmas vivimos rodeados de ellos. Pero creo que aunque ir por ese camino podría permitirnos algunas interpretaciones ingeniosas y sesudas, nos estaríamos perdiendo lo más entretenido y potente de estos relatos. Si hay relaciones alegóricas que pensar, estas tienen más bien que ver en la reescritura que se hace de todo un imaginario cultural que circula, muchas veces sin que lo notemos, en nuestras mentes. Cientos de historias de terror, miles de películas de zombies, de vivos muertos, de fuerzas misteriosas; narraciones que no nos dejan dormir: desde aquellas que escuchábamos a nuestros primos mayores en las fogatas de verano bajo un cielo estrellado (si nos ponemos cursis con el recuerdo, por cierto), las otras que veíamos ya adolescentes en el cine intentando agarrar algo más que la mano de la persona sentada a nuestro lado, y esas que leemos inadvertidos sabiendo que es pura literatura pero igual no podemos evitar un palpitar más del corazón cuando oíamos un ruido en el cuarto del lado… Esquinca goza volviendo a esas imágenes. Lo hace a ratos con seriedad y precisión, las más de las veces con humor paródico sin llegar, por suerte, a lo clownesco.



            Sí, “Los niños de paja” el relato final que recorre la mitad de las páginas del libro es una película de terror de serie B. El argumento lo hemos visto muchas veces, pero a pesar de eso no podemos evitar el tener que volver y querer volver a ello: unos amigos se pierden en un pueblo que no existe en los mapas. Niños que parecen poseídos por una fuerza extraña y que viven en el pueblo aledaño le han declarado la guerra a sus padres. Un cuerpo pasa en llamas, alguien muere con una flecha atravesada en la cabeza, a una anciana la golpean con un televisor en la cabeza, pero ella, luego de arrastrarse como gusano, se recupera, hay un poco de sexo interrumpido por la aparición de uno de los niños. Y es Halloween por si acaso, y puede que el responsable de todo esto sea una divinidad precolombina: El Tezcatlipoca Negro... Escenas de violencia y efectismo que Tarantino podría querer filmar; el ritmo es acezante y vamos de un lugar a otro, de una escena a otra sin detenernos y con apariciones y giros en el argumento rápidos, presurosos, a veces insensatos (pero esa es parte de la gracia), entre lo grotesco, lo cómico, lo tenebroso, surge, además, la idea que es la escritura lo único que nos puede, salvar de todo esto (la única razón para no morir a manos de los chamacos asesinos es la capacidad de contar o escribir historias, como Sherazade, claro está).



            Entre homenaje y tomada de pelo a Stephen King y sus adláteres, “Los niños de paja” es un entretenimiento que nos vuelve a sentarnos al borde de las sillas en aquellos incómodos asientos de provincia de los cines de otrora: a punto de saltar en el próximo giro, en la próxima siniestra aparición. Una entretención que, como toda que se precie de tal, esconde a veces no tan subrepticiamente algunos sueños y muchos miedos que son más nuestros y más presentes de lo que nos gustaría admitir.

Saturday, June 7, 2014

El libro de la semana: Luces de Nezayork, de José Francisco Conde Ortega




Como bien sabe la Ba, toda ciudad, todo barrio, busca con desesperación a su poeta; ser contado como un regalo para la memoria del futuro. Y en los últimos años muchos de estos poetas han sido los cronistas, aquellos ejecutores de ese modo de escritura personalísimo, híbrido, que recurre a y recorre la libertad de las ideas y de las palabras. Si antes el dicho hablaba de poetas que se descubrían al levantar una roca, ahora el camino parece privilegiar a los cronistas. Indicador de un cambio en la manera de ver el mundo: una nueva trayectoria y una nueva velocidad que nos recorre. Pero no podemos olvidar que la crónica del hoy es una digna heredera de aquella que, ni más ni menos, inventó América Latina. Sí, nosotros, latinoamericanas y latinoamericanos, no existiríamos sin la imaginación de los coronistas de antaño.



El mágico DF ha sido un tiempo y un espacio privilegiado por coronistas y cronistas. ¿Quién no recuerda aquellas bellísimas descripciones que hiciera un tal Bernal? ¿O esos recorridos fantasiosos y elegantísimos de Novo? Y más recientemente, claro está, Monsiváis con su acervo y su gracia sin límites. Quizá en esta dirección apunta un poeta --¿quién otro podría ser?— que recorre con mirada tierna mas crítica las calles de la mítica Nezayork, las tierras del coyote hambriento, la Ciudad de los Rascasuelos.



            Luces de Nezayork es una recopilación de cuarenta y dos breves crónicas. La gran mayoría de ellas toca temas contingentes desde la perspectiva de los habitantes de Neza: la subida de los precios, las falsas promesas de los políticos en época de elecciones, los problemas de tráfico, las borracheras y los borrachos, la poesía y, como un hermoso manto que cubre todo, la búsqueda de la amistad. La amistad, una amistad solidaria, que se constituye en el mejor medio para oponerse al magma del dinero que todo quiere cubrir.
            Precisamente, lo mejor de estas crónicas de Conde Ortega es que a través de su sencillez y de su cotidianeidad alcanzan a tocar asuntos que trascienden la temporalidad definida a la que los acontecimientos aludes. Así, con el tiempo la contingencia –la referencia casi noticiesca a ciertos hechos—se convierte en otra cosa, transformada (como en un poema de San Juan) deviene otro. Claro está que algunas crónicas parecieran no aportar al conjunto, pero incluso ese aspecto, esa liviandad o reiteración, contribuye a crear la idea de lo diario, de la vida común y corriente que atraviesa las calles que enlodan, faltas de semáforos y peligrosas de Nezahualcóyotl.



            Quizá para algunos falte la gracia retórica o el retruécano inesperado; la anécdota loquísima; tal vez para otros haya un exceso de vida diaria, de salir y ponerse del sol. Pero es, reitero, desde ese realismo escueto, que la realidad deviene otra. Poco a poco comenzamos a descubrir la poesía de la ciudad, las luces que las palabras comienzan a iluminar. Y, ¡por suerte!, sin pedanterías o seriedades excelsas; por el contrario, el humor aparece, saludable y llano en estas páginas: desde punzante ironía a chistes clásicos: “Yo le pediría al más picudo que repartiera: que a mí me diera Teléfonos; que él se quedara con lo que quisiera, y que a su mamacita le diera petróleos…” (todos conocemos el fin de este “viejo” “chiste tristemente bueno”).
            Todo lo anterior no quita, por cierto, que una de las tareas de la crónica, que Luces quiere desarrollar a cabalidad, es la crítica social. No se trata de una denuncia que busca resultados inmediatos; es, más bien, el dejar constancia de esa crítica que no nace del poeta sino que toma lo que la gente dice y balbucea (de nuevo San Juan). Escritura de crítica social: donde los políticos y la corruptela son el flanco más atacado (de acuerdo, nada nuevo en ello, pero en ocasiones la realidad –como la literatura—no tienen la obligación de ser novedosa). Así,  es la voz de Neza misma la que se comienza a escuchar, poco a poco, al comienzo vacilante, pero cada vez más, en estas páginas. Yo no sé si el autor vive o no en la “Urbe de polvo” que describe. Y la verdad que no importa, porque sí lo parece y así se siente. Más aún: se percibe una relación de intimidad entre las palabras y el mundo que se nos muestra que resulta difícil hallar un término otro que amor para describirla. Si el tal Bernal mostraba fascinación y asombro por el mundo que sus ojos viajeros veían por vez primera; Conde Ortega declara amor y amistad por las calles que sus pupilas nunca se cansan de contemplar.   



Mucho se pierde, nos dice el cronista, en este México “inserto precariamente en la globalización”. Sí, mucho se ha perdido; pero también algo se gana y esta luces son ejemplo de ello.