Sunday, June 22, 2014

El libro de la semana: Transa poética, de Efraín Huerta


Con motivo de los cien años de su natalicio, editorial Era sacó la edición de bolsillo de la Antología Personal Transa poética de Efraín Huerta (publicada por primera vez en 1980). Conjunto de poemas que los editores califican como las “estaciones preferidas del quehacer poético” de Huerta, muestran, de hecho, el carácter variopinto de su obra, el recorrido por temas diversos y modos poéticos de acercamiento a la realidad: el amor y la muerte, claro está, la cotidianeidad y el tequila, la risa y el humor, la amistad, la historia y la parodia: “En un lugar de tu vientre, de cuyo nombre no quiero acordarme…”.



Pero si traigo a estas líneas esta bella antología en estos tiempos futbolísticos, no es para hablar de la poesía de Huerta, del conjunto de poemas seleccionados, de su sentido y su trayectoria, sino para hablar del descubrimiento del poeta. Sí, ciertamente un descubrimiento tardío (de aquellos que a uno lo avergüenzan, qué duda cabe), pero más vale tarde que nunca. Y, además, nos muestra que nunca es tarde para deslumbrarse y para descubrir un estallido en la vida que nos invita un poco (aunque un poco ya es mucho) a ver el mundo desde otra perspectiva. Qué digo: es desvelar un mundo; porque eso hace la poesía cuando se atreve a ser ella misma: darnos a conocer un mundo; uno que a ratos se puede parecer mucho al nuestro, que puede dialogar con él, pero que también y necesariamente es otro.
La poesía enemiga, escribe Huerta, a ella le escribe: el enfrentamiento con el lenguaje que está en cada uno de nosotros; que es nosotros: “azucenas tibias, tan ingenuamente canallas como purísimas hasta el suicidio”. La búsqueda de la palabra en tiempos en que el cinismo lo ha cubierto todo. ¿De quién es enemiga la poesía? ¿Del poeta o del mundo? Verdaderamente. Mejor que la poesía misma responda desde su sempiterna lucha.




El amor viene lento como la tierra negra
como luz de doncella, como el aire del trigo

Y claro nos recuerda a Pavese y a la muerte que viene de noche. Pero aquí existe a pesar de todo una serenidad imposible que se respira en el aire. El amor que es también sexo y deseo:

Enséñame tu forma de gran lirio salvaje;
Cómo viven tus brazos, cómo alienta tu pecho,
Cómo en tus finas piernas siguen latiendo rosas
Y en tus largos cabellos las dolientes violetas

El imaginario de flores llena el cuadro: el que viene de la tristeza, el amor lento, el amor es muerte dice escribe sueña Huerta: el amor es misterio, misterio que se destruye en un alba de odio.

Alguna vez aprendí a contar las sílabas de los versos y reconocer la forma del poema por las mismas; aprendí, también, a buscar figuras retóricas, metáforas que no son comparaciones, choques métricos, anapestos, dáctilos, teorías poéticas, rimas y encabalgamientos. Ahora leo a Huerta:

Este lánguido caer en brazos de una desconocida,
Esta brutal tarea de pisotear y sombras y cadáveres;
Este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol,
Huella de pie dormido, navaja verde o negra
Este instante durísimo en que una muchacha grita,
Gesticula y sueña por una virtud que nunca fue la suya



Y así entramos en esta noche borrosa y nebulosa, donde la muchacha ebria, como un barco, como una esperanza, baña sus lágrimas en los recodos de cada bar. En ella la vida pasa, generosa y estúpida, como si no hubiese cosa más simple (y más dolorosa) que vivir. Hay que brindar por ella, pide el poeta, alzar nuestras copas y nuestros versos.

Andar así es andar a ciegas
Andar inmóvil en el aire inmóvil

Así anda la poesía hasta que alguien la despierta, hasta que alguien la hace ver resplandeciente, lo siento Platón, la piedra bajo la piedra, el origen que no existe, y después, nada.

Pero riámonos un poco; que fue esta risa la que me embrujó al leer a Huerta. Un humor donde el sarcasmo es suave y radical a la vez, donde la ironía se deja para mañana y se trasnocha siempre, donde lo que vale es el amor más que el saber, y eso, deberíamos saberlo, no es tampoco poco.

Claro está que murió –como deben morir los poetas, maldiciendo, blasfemando, mentando madres, viendo apariciones, cobijado por las pesadillas.

Rugía impuramente como deben rugir todos los poetas que mueren (¡Qué horror, mi cuerpo destrozado!)

Y el cerebro de Rubén Darío –mil ochocientos cincuenta gramos— fue a dar a la cárcel y fuel el primer cerebro encarcelado, el primer cerebro entre rejas, el primer cerebro en una celda…

¿Deberíamos reírnos cuando la poesía se convierte en necesaria blasfemia? La poesía, lo sabemos más que nunca al leer a Huerta, es una cosa de vida y de muerte. Por suerte más de vida que de muerte.
Dejaré por ahora el genial manifiesto nalgaísta y no me revolcaré en los homenajes nerudianos –de bar en bar, como de ola en ola—solo, tan solo que nunca es soledad, un brindis como corresponde:



La mano izquierda tensa, ¿ya? Ahora verás: en el dorso entre el pulgar y el pinchíndice, un hueco, un huequito como un hoyo santo creado precisamente por Diosito lindo. El tequila blanco ya está servido…
en el dorso, pon un montoncito de sal. ¿Ya pues manito?
Acerca la mano hacia la ansiosa boca, como a la distancia
De más o menos veinte centímetros: abre la boca
Y con la mano derecha golpea los dedos –tensos—
De la mano izquierda: la sal-salta hacia la boca
Y el ritual empieza, Chupas un limón. Bebe.

¿Qué más le queda a la poesía por decir?

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