Con motivo de los cien años de su
natalicio, editorial Era sacó la edición de bolsillo de la Antología Personal Transa poética de Efraín Huerta
(publicada por primera vez en 1980). Conjunto de poemas que los editores
califican como las “estaciones preferidas del quehacer poético” de Huerta,
muestran, de hecho, el carácter variopinto de su obra, el recorrido por temas
diversos y modos poéticos de acercamiento a la realidad: el amor y la muerte,
claro está, la cotidianeidad y el tequila, la risa y el humor, la amistad, la
historia y la parodia: “En un lugar de tu vientre, de cuyo nombre no quiero
acordarme…”.
Pero si traigo a estas líneas esta bella
antología en estos tiempos futbolísticos, no es para hablar de la poesía de
Huerta, del conjunto de poemas seleccionados, de su sentido y su trayectoria,
sino para hablar del descubrimiento del poeta. Sí, ciertamente un descubrimiento
tardío (de aquellos que a uno lo avergüenzan, qué duda cabe), pero más vale
tarde que nunca. Y, además, nos muestra que nunca es tarde para deslumbrarse y
para descubrir un estallido en la vida que nos invita un poco (aunque un poco
ya es mucho) a ver el mundo desde otra perspectiva. Qué digo: es desvelar un
mundo; porque eso hace la poesía cuando se atreve a ser ella misma: darnos a
conocer un mundo; uno que a ratos se puede parecer mucho al nuestro, que puede
dialogar con él, pero que también y necesariamente es otro.
La poesía enemiga, escribe Huerta, a ella
le escribe: el enfrentamiento con el lenguaje que está en cada uno de nosotros;
que es nosotros: “azucenas tibias, tan ingenuamente canallas como purísimas
hasta el suicidio”. La búsqueda de la palabra en tiempos en que el cinismo lo
ha cubierto todo. ¿De quién es enemiga la poesía? ¿Del poeta o del mundo?
Verdaderamente. Mejor que la poesía misma responda desde su sempiterna lucha.
El
amor viene lento como la tierra negra
como
luz de doncella, como el aire del trigo
Y
claro nos recuerda a Pavese y a la muerte que viene de noche. Pero aquí existe
a pesar de todo una serenidad imposible que se respira en el aire. El amor que
es también sexo y deseo:
Enséñame
tu forma de gran lirio salvaje;
Cómo
viven tus brazos, cómo alienta tu pecho,
Cómo
en tus finas piernas siguen latiendo rosas
Y
en tus largos cabellos las dolientes violetas
El
imaginario de flores llena el cuadro: el que viene de la tristeza, el amor
lento, el amor es muerte dice escribe sueña Huerta: el amor es misterio,
misterio que se destruye en un alba de odio.
Alguna vez aprendí a contar las sílabas
de los versos y reconocer la forma del poema por las mismas; aprendí, también,
a buscar figuras retóricas, metáforas que no son comparaciones, choques
métricos, anapestos, dáctilos, teorías poéticas, rimas y encabalgamientos.
Ahora leo a Huerta:
Este
lánguido caer en brazos de una desconocida,
Esta
brutal tarea de pisotear y sombras y cadáveres;
Este
pensarse árbol, botella o chorro de alcohol,
Huella
de pie dormido, navaja verde o negra
Este
instante durísimo en que una muchacha grita,
Gesticula
y sueña por una virtud que nunca fue la suya
Y
así entramos en esta noche borrosa y nebulosa, donde la muchacha ebria, como un
barco, como una esperanza, baña sus lágrimas en los recodos de cada bar. En
ella la vida pasa, generosa y estúpida, como si no hubiese cosa más simple (y
más dolorosa) que vivir. Hay que brindar por ella, pide el poeta, alzar
nuestras copas y nuestros versos.
Andar
así es andar a ciegas
Andar
inmóvil en el aire inmóvil
Así
anda la poesía hasta que alguien la despierta, hasta que alguien la hace ver
resplandeciente, lo siento Platón, la piedra bajo la piedra, el origen que no
existe, y después, nada.
Pero riámonos un poco; que fue esta risa
la que me embrujó al leer a Huerta. Un humor donde el sarcasmo es suave y
radical a la vez, donde la ironía se deja para mañana y se trasnocha siempre,
donde lo que vale es el amor más que el saber, y eso, deberíamos saberlo, no es
tampoco poco.
Claro
está que murió –como deben morir los poetas, maldiciendo, blasfemando, mentando
madres, viendo apariciones, cobijado por las pesadillas.
Rugía
impuramente como deben rugir todos los poetas que mueren (¡Qué horror, mi cuerpo destrozado!)
Y
el cerebro de Rubén Darío –mil
ochocientos cincuenta gramos— fue a dar a la cárcel y fuel el primer
cerebro encarcelado, el primer cerebro entre rejas, el primer cerebro en una
celda…
¿Deberíamos
reírnos cuando la poesía se convierte en necesaria blasfemia? La poesía, lo
sabemos más que nunca al leer a Huerta, es una cosa de vida y de muerte. Por
suerte más de vida que de muerte.
Dejaré
por ahora el genial manifiesto nalgaísta y no me revolcaré en los homenajes
nerudianos –de bar en bar, como de ola en ola—solo, tan solo que nunca es soledad, un
brindis como corresponde:
La
mano izquierda tensa, ¿ya? Ahora verás: en el dorso entre el pulgar y el pinchíndice,
un hueco, un huequito como un hoyo santo creado precisamente por Diosito lindo.
El tequila blanco ya está servido…
en
el dorso, pon un montoncito de sal. ¿Ya pues manito?
Acerca
la mano hacia la ansiosa boca, como a la distancia
De
más o menos veinte centímetros: abre la boca
Y con
la mano derecha golpea los dedos –tensos—
De
la mano izquierda: la sal-salta hacia la boca
Y el
ritual empieza, Chupas un limón. Bebe.
¿Qué
más le queda a la poesía por decir?
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