Saturday, June 7, 2014

El libro de la semana: Luces de Nezayork, de José Francisco Conde Ortega




Como bien sabe la Ba, toda ciudad, todo barrio, busca con desesperación a su poeta; ser contado como un regalo para la memoria del futuro. Y en los últimos años muchos de estos poetas han sido los cronistas, aquellos ejecutores de ese modo de escritura personalísimo, híbrido, que recurre a y recorre la libertad de las ideas y de las palabras. Si antes el dicho hablaba de poetas que se descubrían al levantar una roca, ahora el camino parece privilegiar a los cronistas. Indicador de un cambio en la manera de ver el mundo: una nueva trayectoria y una nueva velocidad que nos recorre. Pero no podemos olvidar que la crónica del hoy es una digna heredera de aquella que, ni más ni menos, inventó América Latina. Sí, nosotros, latinoamericanas y latinoamericanos, no existiríamos sin la imaginación de los coronistas de antaño.



El mágico DF ha sido un tiempo y un espacio privilegiado por coronistas y cronistas. ¿Quién no recuerda aquellas bellísimas descripciones que hiciera un tal Bernal? ¿O esos recorridos fantasiosos y elegantísimos de Novo? Y más recientemente, claro está, Monsiváis con su acervo y su gracia sin límites. Quizá en esta dirección apunta un poeta --¿quién otro podría ser?— que recorre con mirada tierna mas crítica las calles de la mítica Nezayork, las tierras del coyote hambriento, la Ciudad de los Rascasuelos.



            Luces de Nezayork es una recopilación de cuarenta y dos breves crónicas. La gran mayoría de ellas toca temas contingentes desde la perspectiva de los habitantes de Neza: la subida de los precios, las falsas promesas de los políticos en época de elecciones, los problemas de tráfico, las borracheras y los borrachos, la poesía y, como un hermoso manto que cubre todo, la búsqueda de la amistad. La amistad, una amistad solidaria, que se constituye en el mejor medio para oponerse al magma del dinero que todo quiere cubrir.
            Precisamente, lo mejor de estas crónicas de Conde Ortega es que a través de su sencillez y de su cotidianeidad alcanzan a tocar asuntos que trascienden la temporalidad definida a la que los acontecimientos aludes. Así, con el tiempo la contingencia –la referencia casi noticiesca a ciertos hechos—se convierte en otra cosa, transformada (como en un poema de San Juan) deviene otro. Claro está que algunas crónicas parecieran no aportar al conjunto, pero incluso ese aspecto, esa liviandad o reiteración, contribuye a crear la idea de lo diario, de la vida común y corriente que atraviesa las calles que enlodan, faltas de semáforos y peligrosas de Nezahualcóyotl.



            Quizá para algunos falte la gracia retórica o el retruécano inesperado; la anécdota loquísima; tal vez para otros haya un exceso de vida diaria, de salir y ponerse del sol. Pero es, reitero, desde ese realismo escueto, que la realidad deviene otra. Poco a poco comenzamos a descubrir la poesía de la ciudad, las luces que las palabras comienzan a iluminar. Y, ¡por suerte!, sin pedanterías o seriedades excelsas; por el contrario, el humor aparece, saludable y llano en estas páginas: desde punzante ironía a chistes clásicos: “Yo le pediría al más picudo que repartiera: que a mí me diera Teléfonos; que él se quedara con lo que quisiera, y que a su mamacita le diera petróleos…” (todos conocemos el fin de este “viejo” “chiste tristemente bueno”).
            Todo lo anterior no quita, por cierto, que una de las tareas de la crónica, que Luces quiere desarrollar a cabalidad, es la crítica social. No se trata de una denuncia que busca resultados inmediatos; es, más bien, el dejar constancia de esa crítica que no nace del poeta sino que toma lo que la gente dice y balbucea (de nuevo San Juan). Escritura de crítica social: donde los políticos y la corruptela son el flanco más atacado (de acuerdo, nada nuevo en ello, pero en ocasiones la realidad –como la literatura—no tienen la obligación de ser novedosa). Así,  es la voz de Neza misma la que se comienza a escuchar, poco a poco, al comienzo vacilante, pero cada vez más, en estas páginas. Yo no sé si el autor vive o no en la “Urbe de polvo” que describe. Y la verdad que no importa, porque sí lo parece y así se siente. Más aún: se percibe una relación de intimidad entre las palabras y el mundo que se nos muestra que resulta difícil hallar un término otro que amor para describirla. Si el tal Bernal mostraba fascinación y asombro por el mundo que sus ojos viajeros veían por vez primera; Conde Ortega declara amor y amistad por las calles que sus pupilas nunca se cansan de contemplar.   



Mucho se pierde, nos dice el cronista, en este México “inserto precariamente en la globalización”. Sí, mucho se ha perdido; pero también algo se gana y esta luces son ejemplo de ello. 

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