Como bien sabe la Ba, toda ciudad, todo
barrio, busca con desesperación a su poeta; ser contado como un regalo para la
memoria del futuro. Y en los últimos años muchos de estos poetas han sido los
cronistas, aquellos ejecutores de ese modo de escritura personalísimo, híbrido,
que recurre a y recorre la libertad de las ideas y de las palabras. Si antes el
dicho hablaba de poetas que se descubrían al levantar una roca, ahora el camino
parece privilegiar a los cronistas. Indicador de un cambio en la manera de ver
el mundo: una nueva trayectoria y una nueva velocidad que nos recorre. Pero no
podemos olvidar que la crónica del hoy es una digna heredera de aquella que, ni
más ni menos, inventó América Latina. Sí, nosotros, latinoamericanas y
latinoamericanos, no existiríamos sin la imaginación de los coronistas de
antaño.
El mágico DF ha sido un tiempo y un
espacio privilegiado por coronistas y cronistas. ¿Quién no recuerda aquellas
bellísimas descripciones que hiciera un tal Bernal? ¿O esos recorridos
fantasiosos y elegantísimos de Novo? Y más recientemente, claro está, Monsiváis
con su acervo y su gracia sin límites. Quizá en esta dirección apunta un poeta
--¿quién otro podría ser?— que recorre con mirada tierna mas crítica las calles
de la mítica Nezayork, las tierras del coyote hambriento, la Ciudad de los
Rascasuelos.
Luces de Nezayork es una recopilación de
cuarenta y dos breves crónicas. La gran mayoría de ellas toca temas
contingentes desde la perspectiva de los habitantes de Neza: la subida de los
precios, las falsas promesas de los políticos en época de elecciones, los
problemas de tráfico, las borracheras y los borrachos, la poesía y, como un
hermoso manto que cubre todo, la búsqueda de la amistad. La amistad, una
amistad solidaria, que se constituye en el mejor medio para oponerse al magma
del dinero que todo quiere cubrir.
Precisamente,
lo mejor de estas crónicas de Conde Ortega es que a través de su sencillez y de
su cotidianeidad alcanzan a tocar asuntos que trascienden la temporalidad
definida a la que los acontecimientos aludes. Así, con el tiempo la
contingencia –la referencia casi noticiesca a ciertos hechos—se convierte en
otra cosa, transformada (como en un poema de San Juan) deviene otro. Claro está
que algunas crónicas parecieran no aportar al conjunto, pero incluso ese
aspecto, esa liviandad o reiteración, contribuye a crear la idea de lo diario,
de la vida común y corriente que atraviesa las calles que enlodan, faltas de
semáforos y peligrosas de Nezahualcóyotl.
Quizá
para algunos falte la gracia retórica o el retruécano inesperado; la anécdota
loquísima; tal vez para otros haya un exceso de vida diaria, de salir y ponerse
del sol. Pero es, reitero, desde ese realismo escueto, que la realidad deviene
otra. Poco a poco comenzamos a descubrir la poesía de la ciudad, las luces que
las palabras comienzan a iluminar. Y, ¡por suerte!, sin pedanterías o seriedades
excelsas; por el contrario, el humor aparece, saludable y llano en estas páginas:
desde punzante ironía a chistes clásicos: “Yo le pediría al más picudo que
repartiera: que a mí me diera Teléfonos; que él se quedara con lo que quisiera,
y que a su mamacita le diera petróleos…” (todos conocemos el fin de este
“viejo” “chiste tristemente bueno”).
Todo
lo anterior no quita, por cierto, que una de las tareas de la crónica, que Luces quiere desarrollar a cabalidad, es
la crítica social. No se trata de una denuncia que busca resultados inmediatos;
es, más bien, el dejar constancia de esa crítica que no nace del poeta sino que
toma lo que la gente dice y balbucea (de nuevo San Juan). Escritura de crítica
social: donde los políticos y la corruptela son el flanco más atacado (de
acuerdo, nada nuevo en ello, pero en ocasiones la realidad –como la literatura—no
tienen la obligación de ser novedosa). Así,
es la voz de Neza misma la que se comienza a escuchar, poco a poco, al
comienzo vacilante, pero cada vez más, en estas páginas. Yo no sé si el autor
vive o no en la “Urbe de polvo” que describe. Y la verdad que no importa,
porque sí lo parece y así se siente. Más aún: se percibe una relación de
intimidad entre las palabras y el mundo que se nos muestra que resulta difícil
hallar un término otro que amor para describirla. Si el tal Bernal mostraba
fascinación y asombro por el mundo que sus ojos viajeros veían por vez primera;
Conde Ortega declara amor y amistad por las calles que sus pupilas nunca se
cansan de contemplar.
Mucho se pierde, nos dice el cronista, en
este México “inserto precariamente en la globalización”. Sí, mucho se ha
perdido; pero también algo se gana y esta luces son ejemplo de ello.
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