Sunday, January 26, 2014

El libro de la semana: Muerte súbita, de Álvaro Enrigue


¿Qué es escribir bien? ¿Qué es aquello que nos dice que una novela tiene un valor? Todos recordamos la idea de Arlt de la escritura como un cross a la mandíbula; y el recuerdo que hace Piglia de Arlt diciéndonos que cualquiera, hasta mi tía Marta, puede corregir lo escrito por el autor de Los siete locos, pero nadie es capaz de escribir como él. Claro: bajo ciertas circunstancias Arlt no escribe bien.
No es el caso de Álvaro Enrigue y su Muerte súbita. Enrigue escribe bien. Incluso, podrían algunos decir que demasiado bien --¿es posible escribir demasiado bien?--. Por fortuna de nosotros desocupados lectores y lectoras, está novela logra salvarse del exceso de la buena escritura y su aire entre divertimento e invención y fuga da paso a una entretenida reflexión sobre el sentido de la escritura misma, sobre qué significa escribir en los tiempos de hoy: ¿de qué podemos hablar y para qué? Interrogantes casi sartreanas que navegan por estas páginas que más que a Arlt recuerdan en algo algunas hojas de Mujica Láinez.


Muerte súbita son, al menos cuatro historias; historias que se multiplican a través de la proliferación de sus personajes circundantes e ideas. Dos de ellas acontecen hace siglos: un desopilante juego de pallacorda entre dos genios, Quevedo y Caravaggio (y una pelota hecha de pelos realmente herejes que da vueltas por Europa y la vida de algunos papas no tan santos y vergas enhiestas y reflexiones sobre el arte de la Contrarreforma); una particular revisión de algunos avatares alrededor de la conquista de México (Cortés y Marina aparecen por supuesto; obispos deleznables y de los otros como Quiroga—que quiere recrear la utopía de Moro por las tierras purépechas donde antes estuviera la fantástica ciudad de Tzintzuntzan; nobles indígenas que traicionan y son traicionados, artistas ídem capaces de crear la más alucinante de las mitras papales con plumas de pájaros…); y los vuelos de esas plumas y las navegaciones de un lado a otro de esos hombres y algunas mujeres… O sea, suceden tantas cosas y tan variadas que el mismo narrador pareciera confundirse y perderse en esta maraña exquisita: “No sé, mientras lo escribo sobre qué es este libro. Qué cuenta. NO es exactamente sobre un partido de tenis. Tampoco es un libro sobre la lenta y misteriosa integración de América a lo que llamamos con desorientación obscena ‘el mundo occidental’… Tal vez sea un libro que se trata solamente de cómo se podría contar ese libro, tal vez todos los libros se traten sólo de eso. Un libro con vaivenes, como un juego de tenis.”

He aquí la tercera historia: la de la escritura sobre la escritura del libro. La conciencia por parte del escritor de lo que su pluma plasma se ha convertido en una de las marcas de la narrativa latinoamericana de las últimas décadas. En breve: casi no hay novela hoy donde no se marque el proceso de producción de la escritura. Enrigue sabe, además, que no hay escapatoria a ello. En parte, pues le confiere un peso a la historia (aquella con minúsculas pasa a ser también la otra con mayúsculas), y en parte porque permite, de modo quizá paradójico, que la interrupción de la narración logre una mejor amalgama, reúna los trazos y trozos dispersos bajo un aire (y un intento a fin de cuentas imposible) único.
Todo esto, las entretenidas historietas por las calles de Roma y por las del dizque nuevo mundo, las reflexiones sobre la escritura de ellas, podría ser un verdadero plomo o un acto de soberbia literaria de los que ya tenemos demasiados si no fuera por la cuarta historia que se, desde abajo y apenas perceptible, se superpone a las demás. La historia, de nuevo, del narrador (que se identifica con un escritor—el autor podríamos decir saltándonos algunos cursos de básica teoría literaria). Pero esta vez es la del autor que sufre no por su búsqueda del cómo escribir lo que tiene en su mente y frente a sus ojos (todo libro es muchos libros anteriores), sino de su fragilidad y precariedad como ser humano. Como chavo o viejo de cuarenta y cinco años –edad en la que se es demasiado viejo para todo y demasiado joven para todo, nos recuerda, notable, en un momento--, como padre caminando con su hijo por el supermercado, e incluso como profesor en alguna universidad de algún país del norte. En esos momentos aparece el cross a mandíbula sin el cual toda escritura está (y estará) irremediablemente perdida. Son esos pasajes, esa inserción diegética, la que hace de Muerte súbita un suspiro casi necesario. El autor, el escritor, el narrador y con él nosotros, nos sentimos de pronto cercanos a la muerte, el sexo y la belleza que recorre y estalla en la Piazza Navona o en las calles de la antigua Tenochtitlan. Una cercanía lejana, la construcción mágica de un aura (como las iridiscentes y desopilantes plumas y sus necesarios hongos) que nos recuerda que siempre (o casi siempre) leer (como escribir) es leernos a nosotros mismos. Y esa memoria, por súbita que sea, no es menor.








Sunday, January 5, 2014

El libro de la semana. Confabulario de Juan José Arreola



No recuerdo bien si fue en séptimo u octavo de preparatoria que me tocó como maestro de lo que entonces llamábamos castellano a Sergio Ávalos. El Checho. A él, quizás más que a nadie, le debo mi amor a la literatura y al puedo culpar por los dolores (tan solo una variante del amor) que esta me ha proporcionado. Un par de años después, el año antes de entrar a la universidad, Sergio volvía de México y llegó a darnos un curso de literatura latinoamericana, con un acento suavemente chilango y con la pasión que solo él era capaz de comunicar. En algunos de esos dos años (a mis trece o a mis diecisiete, la memoria es, qué duda cabe, traicionera), tuvimos que leer varios de los cuentos de un librito de nombre casi tan poco llamativo (para uno viviendo en el sur del mundo) como su autor. Sí, Confabulario no despertaba los ardores de finales de juego, bestiarios, historias de la eternidad o incluso del no tan alejado ficciones. Sus cuentos y breves relatos, en una primera lectura, no corrieron mucha mejor suerte. Demasiado obvios, demasiado alegóricos, hasta cuándo de animales, nada que ver con Cortázar o Borges, decíamos seguros de nosotros (los que decíamos algo, que ya entonces la mayoría prefería otras rutas y otras no lecturas). Sergio jamás nos refutó. Nunca hizo una defensa explícita. Se limitó a leer con nosotros y a hablar de esos cuentos que caían como un derrepente en la mente del lector.


Quizás fuera esa imagen de la lluvia cayendo como un torbellino (otra forma del amor) la que me hizo buscar el librito ese y releer algunos de sus cuentos y comenzar este año con ese homenaje a Sergio, a Arreola, y a la magia (política y estética) de sus cuentos.


Publicado en 1952, Confabulario reúne perfección técnica con simpleza y profundidad filosófica. Sus relatos que parecieran en ocasiones exceder el nivel pedagógico que solemos aceptar, muy pronto –ante la lectura meditada y gozosa (otra forma más del amor)—nos revelan una dimensión que va más allá y más acá: desestabiliza nuestras ideas, hace emerger nuestros temores y da cuenta de una realidad que es al mismo tiempo la nuestra y otra, la de la posibilidad de la ficción en su máxima condición. La condición fantástica, en “Un pacto por el diablo” por ejemplo, el diablo que conversa con el narrador, el narrador que convierte la escena en un sueño para su mujer, la película que es el marco de la historia, que repite lo que sucede en la realidad, adquiere una dimensión social particularísima, no exenta de ironía y humor en boca del diablo. Aquí la pobreza funciona como metáfora de sí misma y del cuento; la venta o no del alma al diablo y la consecuente salida posible de la pobreza, se dibuja como parodia política y estética. La construcción del relato como construcción paródica del mundo. Algo similar ocurre en “En verdad os digo” una reducción al absurdo tecnológica de la frase bíblica que refiere al camello pasando por el ojo de la aguja—nuevamente la pobreza se instala como motivo central: “los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase”. Fábula científica y fábulas políticas: las hormigas de “El prodigioso miligramo”. Texto desopilante que anticipa la sociedad del espectáculo de Debord a la vez que se inserta transversalmente en la tradición de la narrativa del dictador y apunta al sempiterno funcionamiento defectuoso de los gobiernos latinoamericanos. Lo directo de la alegoría hace que el texto pueda (y quizá deba) ser leído contra él mismo, a contrapelo: ¿cuál es miligramo de la literatura? ¿Cuál es la relación confabulada que la literatura tiene para con la política?


El cuento más conocido de esta colección es, probablemente, “El guardagujas”. He tenido la oportunidad de enseñarlo en tierras mucho más al norte de las cuales donde lo leí por vez primera. ¿Cuento de terror? ¿Parodia de gobiernos? ¿Metáfora de la existencia humana, del camino que todos debemos recorrer? ¿Reescritura modernizante de los ríos que fueron en algún momento a dar a la mar? Por más que planeemos nuestra vida habrán otras fuerzas que la determinen… Todo eso y todo más. Cada episodio que sucede en el cuento es en sí mismo una metáfora desplazada; esto es, el cuento funciona como una acumulación de catacresis—origen crudo de la metáfora, aquel momento en que referimos a algo para lo cual no tenemos (no conocemos) las palabras--. Siempre pensé que la clave del cuento estaba en el viejecillo que le cuenta al viajero las anécdotas. Aquel viejecillo que antes que se escuche el advenimiento del tren, se disuelve en la clara mañana. Ahora pienso que entre ese viejecillo y el diablo del primer cuento que noto aquí no hay gran diferencia. No porque ellos tengan la clave; al contrario, es en esos personajes en apariencia fantásticos donde más nos hallamos a nosotros mismos. Sí, quizás no seamos tanto el viajero que decide al final viajar a ¡X!, sino aquel guardagujas que está inventado (infuso) de miles de historias. El poder de la literatura.
Hace poco escuché que Sergio estaba grave. Pedían sangre urgentemente para él. No pude ayudarlo y desconozco hasta ahora el desenlace. Pero no he dejado de pensarlo a él y sus cuentos y su México y saber que lo que importa es seguir, que la vida es muy de veras, a lo mero  mero, un derrepente