Friday, May 15, 2015

El libro de la semana: Dios tenía miedo, de Vanessa Núñez Handal


Publicada en el 2011, casi veinte años después de los Acuerdos de Paz de Chapultepec que pusieron fin a la guerra civil entre el gobierno y el FMLN, Dios tenía miedo es un relato que busca mostrar no la voz de los que no tienen voz, sino darle voz al silencio cómplice de la clase acomodada salvadoreña. Hablar de lo que nadie –incluso el presente argumenta la escritora en entrevistas—quiere hablar. “Fuimos condenados a vivir el miedo en silencio”, obligados a vivir como si todo fuera normal; y al mismo tiempo a no querer ver. Natalia aprende, leyendo en los viejos periódicos de la biblioteca nacional, conversando con testigos, haciendo memoria de sus memorias, cómo ella fue engañada, cómo en su propia familia se ocultó –se le ocultaba— lo que sucedía. La realidad y la ficción son lo mismo: la novela incorpora las noticias de ese tiempo –el asesinato de Romero y, después, de los otros jesuitas; la muerte de Roque Dalton; la visita del Papa Juan Pablo Segundo; los comentarios de Reagan y de otros políticos—junto con lo que sucede en la familia de Natalia y los cambios políticos en el país. La atmósfera cada vez más tensa entre el furibundo anticomunismo del gobierno y el libremercadismo de su familia, y la ideología de la guerrilla que va perdiendo su idealismo rápidamente. La guerra que siempre parece estar en otra parte, incluso cuando el FMLN sitia San Salvador y está apunto de tomarse el poder, pareciera que se está viviendo un juego.
Pero no es un juego. Nunca lo fue. La madre de Natalia trabajó un tiempo como maestra de primaria –lo que hacían las mujeres de su clase hasta que encontraran marido, se nos dice--, Natalia la acompañaba en ocasiones. Conoce a Julia, una niña pequeña, más morena. Luego no sabe más de ella. Y “luego le contaron a mamá que la habían matado porque se había hecho guerrillera”. Descubrir que se ha vivido engañada; pero, ¿a quién podemos culpar por el engaño? ¿Hasta qué punto no somos nosotros mismos culpables?, se interroga la protagonista. Vale la pena la cita:
Trato de hablar con mamá sobre la guerra, pero lo evita. Tiene miedo de que cuestione su cobardía y la de papá que, al final de cuentas, fue también la mía. Necesito saber qué pasó en esos años que hemos olvidado. Tanto papá como ella se incomodan cuando pregunto por qué nunca me explicaron la guerra. Su respuesta es siempre la misma: para protegerte.
--¿Cómo se le explica a un niño lo de los muertos y lo de la violencia?-dice mamá cuando no encuentra salida a mis preguntas-. Lamentablemente nos tocó vivirlo, y ahí sí que ni tu papá ni yo podíamos hacer nada.
Sin embargo, me digo, lo que ahora duele es precisamente el silencio. El no haber sentido nada cuando debimos hacerlo. 



No haber sentido nada. Creer que al no hablar de ella, la violencia desaparecería. Una violencia, brutal, que está mucho más cerca de la familia de lo que ellos quisieran creer; no solo porque viven en un país que está siendo despedazado, sino por lo que saben y no dicen y no hacen. Bastaba con saber que eran guerrilleros “para convencernos de que su muerte estaba justificada” y creer lo que decía el gobierno, “La guerra no tenía nada que ver con nosotros, los que vivíamos resguardados y protegidos de la violencia, creyendo que los noticieros extranjeros exageraban y que sólo mostraban lo peor del país”. ¿Y cuando la muerte o la desaparición toca las puertas de casa, qué? Hacia el final nos enteramos, junto con Natalia, que un tío de ella, Edgardo, desaparecido, no se ha ido con la guerrilla y asesinado por los militares, como suponemos hasta ese momento. La voz de un hombre que pertenecía a los paramilitares anticomunistas, que tomaron las armas para asesinar comunistas, que torturaban por “satisfacción personal”, era la de él. Natalia siente vergüenza. Su último recuerdo, con el que se cierra la novela, es que para los días de la firma de los Acuerdos de Paz, la familia aprovechó el feriado y se fue de vacaciones a Guatemala. Al volver, “las cosas continuaron siendo, sencillamente, como siempre habían sido”.         


Lo que “nos ha fallado siempre a los salvadoreños” le dice una amiga a Natalia, es la memoria. Dios tenía miedo –y es el dios de ella, de su clase, dice Natalia el que tiene miedo; el otro es capaz de luchar por los oprimidos—es un intento por des-cubrir la violencia del pasado y la del presente, porque sigue ahí, porque los acuerdos de paz también fueron la continuación de la violencia por otros medios –“la paz no se había firmado para parar la violencia y los muertos, sino para pacificar el país y poder implementar un modelo neoliberal”. Los muertos siguen ahí. A pesar del silencio que persiste. A pesar del olvido que aumenta. A pesar del miedo, el de dios y el de nosotros.
(Christian Kroll, lector como pocos, me recomendó esta novela. Gracias).