Monday, December 29, 2014

El libro de la semana: Facsímil, de Alejandro Zambra



Hay algo entrañable en esta bella novela: el recuerdo de lo que pudimos haber sido y que no fue, del futuro que se nos venía como un aluvión y terminó siendo un poco más de lo mismo con algo de añadido. Una prueba que era un rito de pasaje, para la cual aprendíamos, a lo Benedetti, que tu táctica y tu estrategia, y estudiar por si acaso y quizás. Y los sueños de tantos (que al final son siempre demasiado pocos) se jugaba en ese par de horas sentados frente al papel con el lápiz en mano. Tal vez mejor que una novela, debiera componerse una sonata para violín solo y que la toque Enescu, para dar cuenta del sentido y de la nostalgia que viene al recordar, de nuevo en sus textos, aquel tiempo tan gris (pero con tantos matices) que sigue hoy a pesar de todo y con todo.
Indudable. Zambra escribe bien, muy bien; Zambra es inteligente, a ratos brillante; ingenioso, perspicaz: toca , a través de las palabras, vibras y fibras súper personales de una generación y sus alrededores. Es cierto: las historias –comprensión de lectura—agarran vuelo, son casi alegóricas o lo son de derecho pleno y tiene un rollo con los padres, hijos, que se reitera y que habla del país y del pasado y del presente y también de la desesperación por no poder ser otra cosa. Es cierto, también, que en esa búsqueda lo ingenioso quiere hablar de lo supuestamente indecible, de molestar a la burguesía aburrida de un modo, tal vez, demasiado esperado (pero, dirá alguien, necesario: hay que espantar lo que sabemos). También es, qué duda, una tomada de pelo, una ironía, un juego más simpático que trasgresor.
Y está la opción de la forma. Ay, de tanto formalismo nos hartamos que con el formalismo hemos dado, decía Sancho leve y risueño. No se puede pedir originalidad en la forma sino revolución. (Y no viene aquí importunar con nombres). No da para tanto, pero funciona y uno se ríe y uno recuerda porque este es, creo que ya lo dije, un texto de pura memoria, texto de texto, reflexión a ratos en demasía de lo que significa escribir, de qué escribir, de cómo escribir, putas, de escribir. (Y ya está, y hay un obsesión que solo se salva por lo que contaré más abajo). Me quedé pensando: ¿qué tal si fuese el facsímil de la prueba de aptitud de matemáticas?



La clase media durante los años noventa: la ficción real que se resume en unas respuestas sabidas desde siempre como imposibles, estúpidas o alucinantes. Eliminar oraciones, excluir términos, ilativos entre frases, comprensión de texto: quizá es la única prueba de lenguaje en el mundo que jamás te pide escribir una palabra (excepto tu nombre, claro está; pero si lo haces mal, no importa). Y es un juego y es una práctica y es un ejercicio del que la escritura de Facsímil no deja de reírse, pero amargamente porque nos entrenaron y toda esa vaina y no nos enseñaron y toda la otra vaina. Y es cierto: si en otro texto leíamos que la literatura chilena era gris aquí revolvimos a eso, pero además hay una certeza que se hace evidente: tal vez más importante que la clase media, más importante que la educación, incluso más importante que la obsesión entre la relación de padres e hijos, hijos y padres, es la omnipresencia de la muerte. Del fin: la finitud necesaria y la lucha de Sísifo que lleva a cabo la literatura por darle un sentido a la existencia. No es mucho ni nuevo, pero tampoco deja de ser cierto y necesario y cada vez más imprescindible. Por lo mismo, por la desesperación de la forma es que se extraña que cada historia llegue a más. ¡Sí! La imaginación de la lectora es fundamental y es más de la mitad de cualquier novela; sin embargo, aquí, en el ingenio, en la belleza y delicadeza, y realeza, de las palabras y de sus exclusiones, no nos podemos perder como es necesario perdernos para saber (o creer que sabemos) que puede haber un sentido (un algo, un amor, un suspiro, un verso de Darío o Rilke) que va más allá de los sesenta y cinco minutos que tardamos en leer estas páginas.
En el mundo de nostalgia que Zambra continúa creando, retomando y retornando al pasado reciente (cada vez menos), todavía existe esa búsqueda y podemos intuir que ella está como una crítica insondable al presente ( a su rapidez y a su palabra). Quizá. Quizá sea un gesto atávico por volver a lo que no se puede ya volver: la literatura. Pero, también quizás, sea la única apuesta posible para que podamos sacar un puntaje que borre todos los puntajes, para que el facsímil deje de ser copia y sea volver a querer. O sea, para volver a la literatura como sea y a como dé lugar. 


Thursday, November 27, 2014

El libro de la semana: La babosa, de Gabriel Casaccia




Le debo a Federico Pous el acierto de esta lectura y el regreso en el tiempo a una literatura violentamente clásica que está comenzando a romper sus propios moldes. Publicada a comienzos de la década del cincuenta del siglo pasado, La babosa –un título tan terrible como acertado—nos retrotrae a una narrativa decimonónica realista (cómo no recordar a Eca de Queiroz), cercana a ratos a un naturalismo fatalista, donde la naturaleza, la atmósfera de Areguá se va imponiendo y carcomiendo a cada uno de los personajes. Mas Casaccia indaga más allá de la realidad aparente y, en lo que quizá sea la razón por la cual se le considera el ‘fundador de la literatura moderna paraguaya’ (un título tan inútil como absurdo), desarrolla con bello cuidado la decadencia mental de cada uno de los hombres y cada una de las mujeres (excepto las indígenas, ya volveré a ello). Sí, La babosa elabora magistrales retratos psicológicos que más allá de indicar lecturas apuradas de Freud, revelan el descubrimiento (una vez más) del poder de la literatura para dar cuenta de lo insondable de la condición humana. También anuncia esta novela un quiebre que está a la vuelta de la esquina: los tiempos de pronto se salen de quicio, el narrador salta a un futuro imposible –un paréntesis fantástico hacia finales de la novela anticipa el inicio de Cien años de soledad—mezcla sueños y realidad en la manera en que nos ha acostumbrado el cine y, como si estuviésemos en una película de horror, nos desafía a descubrir la realidad tras la realidad: saber que en el espejo que es la literatura vemos nuestro rostro descarnadamente (y descaradamente) desnudo, sin afeites, como le sucede a Clara, la hermana de la protagonista Ángela, en el momento de la verdad (no digo nada nuevo si menciono que la verdad solo se nos permite cuando nos acercamos a la muerte).



Nada de lo humano, de sus pasiones, sus deseos, sus miserias y breves alegrías, pareciera serle ajeno a Casaccia. El mundo de Areguá es la aldea de Tolstoi: microcosmos de una realidad nacional triste y patética, habitada por seres que malviven y buscan en su mezquindad un sentido para sus existencias. Ramón, el abogado que quiere ser escritor, que quiere ser rico, que vive a expensas del dinero de su suegro y ahoga en la caña su frustración infinita: Ramón no escribe la novela de Areguá (razón por la cual se ha mudado al pueblo) que nosotros leemos; su incapacidad es la paradoja incesante de la creación, su derrota es el triunfo al otro lado del espejo, frente a sí mismo, como intitula las páginas que nunca logra terminar. Roba, pierde lo robado en el juego, y una nube cubre por completo su entendimiento. Culpa a los otros de su derrota, incapaz de reconocer su miseria y en ello se parece a todos los otros: esa incapacidad de aceptar y aceptarse es lo que relaciona a todos los miembros de esta comunidad. Al cura Rosales que sueña con regresar a su pueblo natal en España, mientras esconde el dinero de las misas entre las páginas de sus libros; al doctor Britez, que juega con el dinero de los otros; a Clara que esconde su dolor entre la bebida y unas alucinantes lecturas de literatura pornográfica que son espiadas en maravillosas escenas de lujuria perdida por otros personajes. Sí: el sexo es omnipresente en la novela. Todo se relaciona con él; todos lo buscan sin descanso o lo rechazan fascinados. Y es aquí que las mujeres indígenas pasan a ser solo objetos para el placer de hombres que dejan o son abandonados por sus mujeres. Mujeres que hablan guaraní y muy poco español, nos repite el narrador una y otra vez, recordándonos que hay otras voces, otra realidad que no vemos, que no conocemos, a la cual no tenemos acceso pero que está ahí hablándonos desde un saber que permanece incognoscible.



Todos en el pueblo saben todo lo que sucede: el cotilleo y la copucha hacen de este mundo un infierno, reflejan la humedad y el calor en sus mismas palabras. Pero no contento con ello, durante toda la novela circulan cartas, mensajes, en su mayoría anónimos (muchos de los cuales tienen de anónimos solo la ausencia del nombre, pero se sabe quien los ha escrito). Esta circulación de la palabra, de las acusaciones, declaraciones de amor, silencios, mentiras y malentendidos, es clave para entender uno de los sentidos de la novela: que los mismos sentidos son múltiples, que la escritura se da en varios niveles, que se arrastra, pero que también vuela. La letra no es la verdad sino su simulación.
Simulación que nos permite pensar a la protagonista Ángela, la babosa, quizá de un modo diferente. En una primera lectura, ella es quien dirige de modos no tan subrepticios, los destinos de Areguá. Ella decide quién es cada quien. Y lo hace mezclando mentiras y verdades, asumiendo una posición de un cristianismo ridiculizado (la novela puede también leerse como una feroz crítica de la religión; causante del retraso no solo del pueblo sino de todo el país). Maneja las redes desde una posición de aparente debilidad (emplea lo que Josefina Ludmer llamara las tretas del débil), desde una posición de pobreza, dependencia y exclusión. Eso es lo que hace de su personaje algo temible: sin ningún poder aparente es capaz de poseerlo todo el poder. Hacer verdad. Su manipulación no conoce límites y solo la muerte logra arrancarse de sus garras. Pero también la babosa es una metáfora de ese poder que asolaba y azotaba al Paraguay y a algunos de los países vecinos; Areguá es una sociedad totalmente controlada, donde nadie escapa de la mirada y del ojo panorámico de la babosa. Y en esa condición radica también su incapacidad y su condena a la soledad y a un terreno (un tiempo y un espacio) que es mucho más tenebroso que la muerte. La babosa nos deja el alma pegoteada (lo poco que tal vez nos quede de ella), y así nos obliga a mirarnos más y más adentro; nos fuerza a arrastrarnos bajo el sol inclemente y asumir que si hay algo que nos puede salvar de la miseria humana es la literatura.   


Sunday, November 16, 2014

El libro de la semana: Fuerzas ficticias, de Andrés Cadena




Soledad, incomunicación y vacío son motivos que recurren una y otra vez en la literatura (y en la vida, pero hoy no vamos a hablar de eso). De acuerdo a la intensidad de los afectos, dicen los que saben, se da cuenta del espíritu de los tiempos, del Zeitgeist, que es lo mismo pero no es igual porque está en alemán.  Otros añaden que ellos tocan las medulas ardiendo del escritor y de su escritura. De hecho, hay solo una cosa que es más solitaria que la escritura: la muerte. Y en estos cuentos de Andrés Cadena todo eso nos sacude de nuestros asientos y de la comodidad de nuestras vidas. Cuidado: como en Tchejov o en Carver nos enfrentamos a un espejo que nos devuelve la imagen de ese nosotros que quisiéramos haber olvidado. Y quizá esa sea la única falta de estos bellísimos relatos: tener demasiada conciencia de que nos están mostrando una realidad que siempre hemos sabido ahí, pero no hemos querido abrazar. Hay que descorrer con cuidado el tupido y donosiano velo. Entonces los demonios y la soledad.



La soledad de la cual, de nuevo, solo nos salva la literatura. En Fuerzas ficticias el cuento más débil es el que le da el título a la colección: demasiado obvio, demasiado recurrida la imagen del cuento que al escribirse se escribe. Pero intuyo que esto es solo una estrategia de Cadena para largarnos a pensar y a darnos cuenta que las fuerzas ficticias son, en el fondo, cualquier cosa menos eso, ficticias; muy al contrario, son fuerzas reales, que nos amenazan y nos salvan todos los días.
Los personajes que recorren estas páginas son radicalmente humanos: van al fondo de esa condición contradictoria, donde podemos hacer lo mejor o lo peor en la misma oración, en el mismo segundo. Donde podemos querer destruyendo y odiar amando (el hombre que consuela a su amigo porque su mujer se ha ido con otro. No es necesario decir quién es el otro). Cadena dibuja estas decisiones (que como diría Eliot son también indecisiones) con una certeza que solo es posible para el que sabe que ya todo ha pasado, que estamos en el tiempo de la tragedia que ha devenido farsa. En otras palabras, quizá más simples: Cadena escribe con una pulcritud que a ratos saca de quicio en estos nueve cuentos que nos demuestran que la fuerza de la ficción es lo más real que podemos alcanzar.



Existe una visualidad notable en estos relatos: no solo leemos sino que al mismo tiempo estamos viendo un cuadro o, ratos una película; quizá, como en “Obra negra”, se trata de un film como La ventana indiscreta donde toda la acción se narra desde una posición fija. Así, estamos condenados a nuestro punto de vista, a no saber el por qué, las razones de la violencia que sucede allá afuera (porque en todos estos cuentos la violencia, en diversas formas e inventos, resurge y aparece como esa marca que deja el pintor en cada uno de sus cuadros).
Y después está el tiempo. El implacable el que pasó, se cantaba antes, pero ahora ya no se canta eso por obvio: el pasado emerge brutal, hace unas apariciones que Benjamin hubiese envidiado con relámpago y todo. Un pasado demasiado “familiar”, como no de los cuentos, donde un amor de infancia se sobrepone al deber ser del presente. Y en ese desliz, en la opción que toma el narrador de abandonar a su mujer embarazada y preferir a su prima, queda, tal vez, representada la búsqueda de la verdad a la que apuntan estas historias: intentar hallar esa verdad en todos nosotros, una verdad que es tan profunda (y tan superficial), tan fuerte (y tan débil) que solamente es posible de advertir en la ficción.
“En nuestro silencio pareciera habitar el afuera”, dice el narrador de “Reducción al absurdo”. Aquí, como siempre, las relaciones son un engaño, una superficie, una simulación. No es que ya no seamos los que fuimos, es que nunca fuimos lo que somos. Pero (también como siempre) en esa tragedia reside la belleza y la posibilidad de que la soledad, aunque sea por algunos segundos se trastoque (y se equivoque) en amor. Que el fracaso –que destaca Huilo Ruales en la contratapa—sea en sí una alternativa. Porque si hay algo postmoderno en estos cuentos (como, de nuevo, dice Ruales Hualca) es que las verdades están aún por ser escritas. Pero sí pueden ser escritas. Y eso no es poco: a pesar de la soledad que todo lo cubre, a pesar de su zozobra infinita y del dolor que parece no ceder jamás, a pesar del vacío que todo lo inunda, a pesar de la incomunicación más real que el mundo mismo, a pesar de todo eso, la escritura hace un leve rasguño de futuro, de ensueño, de una ficción que es lo más real de nuestras vidas. 


Wednesday, November 12, 2014

El libro de la semana (con bastante tardanza): Managua Salsa City: Devórame otra vez!, de Franz Galich




Me regalaron esta breve novela de Franz Galich mi última noche en Managua (una noche que podría haber sido más larga, pero esta es una crónica literaria). Las noches en Managua son una caricia y un peligro: el calor desciende un par de peldaños –como un rey que se acerca a sus súbditos—y el aire se llena de olores y sudores acarreados por una brisa que a ratos hasta llega a ser hermosa.
A la mañana siguiente, mientras esperaba el avión a Panamá, comencé a leer Managua Salsa City ¡Devórame otra vez! Cuando aterricé en Ciudad de Panamá la había terminado. Mejor dicho: devorado. Con una sensación de vértigo, dolor y de nostálgica belleza. La noche que se les regala a Pancho Rana y la Guajira, héroes involuntarios de este baile de vida-muerte, es un sueño y un delirio tan real como el calor que se cierne desde la primera página y que alcanza descripciones de un barroco lirismo cuando los dos se encuentran más allá (y más acá) de sus pieles; acción que se narra con un humor y un ritmo endemoniado, sin concesiones ni pausas (recordé al gran Lezama, recordé La guaracha del Macho Camacho, recordé un poema de Góngora, un beso que se extiende en la memoria; y volví a sentir como a veces la escritura es la única salvación, por momentánea que sea, contra el final inevitable).



Los diálogos llevan la historia y el punto de vista va cambiando del Pancho a la Guajira y luego a los cómplices de ellas y a dos cacos innominados, creándose una red de voces, un baile colectivo, una explosión de sentidos trágica: todos creen conocer la realidad, todos sueñan con un futuro mejor, todos se siente capaces de timar al otro y al futuro; mas como sabemos de esperanzas perdidas esta construida nuestra realidad y todo –tanto lo sólido como los sueños—se desvanecen en el aire de esta Managua impecable e implacable, que al final es la única vencedora.



El gran y mejor baile de la novela es su lenguaje; su viveza y constante distorsión y reinvención. Las palabras se acumulan como la transpiración y el deseo de los cuerpos. El deseo crece, es como si la noche yo no cupiera más en sí misma. El lenguaje es como el amor a punto de consumarse y consumirse. El amor que recorre los cuerpos y la novela y la ciudad. Porque en parte Managua Salsa City es una novela de amor (OK, en clave irónica, paródica, pero no por ella menos real). Un amor entre una prostituta que busca clientes ricos para que sus secuaces les roben, y un cuidador de una casa de ricos que aprovecha la noche que sus patrones no se hallan en la ciudad para hacerse pasar por ellos. (Todos simulan ser otra cosa, porque todos quieren ser otro—lo hermoso y lo terrible es que al final esos deseos se conceden).
En situaciones límites (que como siempre lo son el amor y la muerte), los personajes cruzan el umbral de la realidad y en sus mentes se mezclan los sueños del futuro y los fantasmas del pasado. Y así con estos momentos oníricos, junto con referencias salpicadas a lo largo de los diálogos, ingresamos a otro plano de la novela que nos devuelve brutalmente a la historia de Nicaragua: la guerra de los años ochenta, la división del país que aún se siente que aún se marca, y más atrás al gobierno de los Somoza por supuesto. Pero quizá lo más radical de la política de Managua Salsa City es lo que sin decir dice a los cuatro vientos (porque en Managua las direcciones se dan siguiendo a la rosa náutica): que la revolución no fue lo que iba a ser, que la revolución comenzó a bailar con el ritmo equivocado, que al final las cosas no han cambiado tanto, algo, pero no mucho y lejos de lo necesario, que lo único que les queda a estos hombres y mujeres es buscarse la vida por su cuenta, inventarse sus sueños y hacer cualquier cosa para al final no lograrles. ¿Revolución traicionada? ¿Revolución reinventada? Quizá. Quizá no. Al final vuelve el día con su ardor que no perdona, pero en ese reinicio tal vez hallemos, algún día, el modo de acabar con la circularidad que Dios y el Diablo se han esmerado tanto en construir.



Quedamos, así, con una sensación agridulce en la boca mientras nuestro cuerpo y nuestro corazón siguen la velocidad y el ritmo después de acabada la lectura. Queda el sudor en nuestro pecho, el brillo del deseo en nuestros ojos, la búsqueda en nuestros labios; queda el sueño de poder bailar al ritmo de esta ciudad y de su noche en otro tiempo y tomarte de la mano y besarte una y otra vez (una y otra vez).