Saturday, April 26, 2014

El libro de la semana: Los errores, de José Revueltas




Hace cincuenta años se publicó esta novela que continuaba la radical reflexión de Los días terrenales, haciéndose cargo del, como señalan los editores, del escándalo que aquella había suscitado. Se presenta Los errores como una “de las grandes novelas comunistas de nuestro tiempo”; un texto que vuelve una y otra vez a la interrogante fundamental sobre la Historia y sobre el cómo se leerá esa historia en el futuro, un futuro que hoy, cincuentas años después vuelve a ser anterior: ¿el siglo XX debe ser llamado el siglo de los procesos de Moscú o el Siglo de la Revolución de Octubre?



Es cierto, Los errores  es una novela (una historia) que indaga críticamente en el funcionamiento nacional e internacional del Partido Comunista. Muestra cómo los líderes, aquellos que están en el poder (un poder que es el poder definitivo que buscan; pues el alcanzar un poder diferente, hacerse del poder para transformar la sociedad, es solo un recurso teórico para con las masas y sus militantes), son un reflejo, patético, de las bajezas del mismo sistema al cual dicen combatir. Pero aún: lo que la dirigencia ha olvidado es la esencia del comunismo: un sentido de humanidad profundo, de lo que importan son las personas y la idea que el ideal es y será siempre el ser humano. Así, las alturas del partido dan la orden de asesinar a uno de sus miembros –un luchador histórico, inclaudicable, de la causa— (haciendo que parezca un crimen cometido por los fascistas); o bien, antes en la Unión Soviética estalinista, se acusa a una militante de contrarrevolucionaria sin dar razones: ¿”De dónde se sacaban estas conclusiones, obtusas, mecánicas, frías, donde ante tolo lo primero que se ignoraba era la existencia del ser humano”? El espíritu dogmático del partido que, como dicho, es el especular y espectral reflejo del sistema de injusticia que reina en la sociedad capitalista. Así, Olegario Chávez (ya volveremos a él) reflexiona sobre la tarea del prestamista a quien él ayuda llevándole las cuentas: “Todo en medio del vacío: nada humano, nada débil. La victoria. Números que vencen a otros números. Quién sabe. Tal vez encuentre usted algún placer en la creación y manejo de todo esto”. Es en ese vacío en el cual cae el usurero don Victorino y también los líderes del Partido.



            Sin embargo, y reconociendo un cierto esquematismo en la discusión política para los veloces gustos actuales, la novela es notable no por esa crítica y la caracterización de ese mundo, sino por el modo en que muestra (y no, por suerte, demuestra) , que la lucha debe seguir, que vale la pena; que hay gente que son héroes, pero siempre héroes sufrientes y fallidos porque no puede ser de otra manera en los tiempos que corren. Así, Olegario es un militante fiel, creyente (con todo el riesgo de la palabra), amigo del partido pero más amigo de la verdad, quien no a pesar de su rectitud, sino por ella termina asesinando a un camarada, mientras es acusado del asesinato, que no cometió del prestamista.



            Sí, Los errores es en su superficie una novela sobre qué significaba por aquellos años en pertenecer al Partido Comunista o creer en sus ideas. Mas su grandeza radica en que desde ahí alcanza a tocar lo que algunos llamaran “las cuerdas más íntimas de la resquebrajada humanidad”; o sea, nos habla de la condición humana, de su profunda y compleja capacidad y necesidad política. Revueltas parece afirmar junto a Aristóteles que la felicidad solamente se puede alcanzar con la participación política; pero aquella es una lucha, un ideal que está siempre por construir. No hay esperanza barata ni panfletarismo absurdo. Hay sueños, sí: mientras haya seres humanos (mientras podamos seguir siendo seres humanos) habrá una posibilidad.



            Y todo lo anterior, que para algunas sicofantes pueda parecer tan alejado de la literatura (y de un comentario literario), alcanza su máxima expresión y su mejor sentido precisamente en la construcción magistral (sí, porque Revueltas es un maestro en todo sentido) del historia, o, para contentarlos: de la fábula y el sujet. El modo en que se engarzan las historias del chulo, las prostitutas, los agentes; la caracterización de los personajes; el uso del flash back, de la catáfora, por nombrar algunos aspectos, son notabilísimos. Y por sobre toda la realidad que se describe lo que hace estallar de pleno esa misma realidad (lo que hace a la realidad más real y verdadera, podríamos decir), es la imaginación. Una imaginación brutal, donde las descripciones de violencia, y el pictorismo a ratos naturalista se combina con la parodia cubista y surreal. La escena de Elena (alias de “El enano”) al interior del veliz en el despacho del usurero, esperando que este salga de ahí, para robarle –como se ha llegado a ese momento, lo que Elena siente, lo que sucede después—es, y me quedo corto, digno de cualquier antología. La fuerza narrativa crea una atmósfera inigualable de algo que quisiera denominar suspenso político, un recurso donde la reflexión y la tensión, poesis, tekne, praxis y episteme, confluyen de modo brillante. (En otros términos: la construcción del relato combina la inteligencia del contenido, con la inteligencia de la acción; ante la pregunta de si la literatura debe entretener o educar, la respuesta es: ambos; ¿es esto arte o política? Lo uno y lo otro y también más allá.)



En una novela tan explícitamente política (en el sentido de partidismo político), donde, como notado, la reflexión sobre el comunismo, su ideología y la praxis, es central, es más que importante que el final, la voz final –aquello que entrega el sentido del fin—no corresponda a ningún político, a nadie directamente relacionado con el partido, ni con el gobierno, ni con la policía . No, la voz final la tiene Lucrecia, una prostituta casi muerta a golpes por el chulo, quien incluso la sigue al hospital donde ella se encuentra convaleciente (de los golpes de él). Las palabras de Lucrecia a su padrote,  con las que concluye la novela: “Viviré a tu lado para sufrir todo eso hasta que llegue el momento en que me mates, porque eso es lo que va a suceder. Entonces será el momento en que salga de mis penas. Es mi destino de pinche puta desdichada”. Con este final, Revueltas devuelve toda su humanidad a la política. He ahí lo que importa: la muerte, la pasión, el sexo, de nuevo la muerte, la voz que viene de los más excluidos, de aquellos que no tienen parte de nada y que hasta su cuerpo les ha sido despojado. Lucrecia –su nombre, evidentemente, es un gesto de amarga ironía—sabe muy bien cual será su destino, cual es su destino. Los errores nos lo restriega a la faz y, al mismo tiempo, nos revela que ese destino de “puta desdichada” es, de modos diversos y con muchos engaños ideológicos de por medio, el de todos nosotros.


             

Sunday, April 20, 2014

El libro de la semana: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez


En estos días aciagos mas esperanzadores se ha escrito mucho (aunque nunca demasiado) de Gabriel García Márquez. La muerte de alguien se convierte siempre en una ocasión para recordar, pero también, en un movimiento profundamente humano, en una oportunidad para los vivos poder mostrar no solo su admiración sino mostrarse ellos. Es un gesto egoísta y, a ratos, de la oportunidad se pasa al oportunismo. Además, dirán muchos, qué más se puede decir. Nos llueven análisis sesudos y sesgados, visiones entrañables de aquellos que lo conocieron, lecturas brillantes, resúmenes de especialistas en la obra y la vida (cómo si tal cosa fuera posible), escrituras personalísimas de experiencias de lectura (quizá esto no sea más que eso), memoria (de flores amarillas diría uno). Y, claro, podemos de pronto leer algo que nos llama la atención, que nos deslumbra incluso; o bien leer metatextos (como este), aburridos y cansinos de gentes que no se atreven a escribir lo que quieren decir. Escribir sobre la escritura. Ese es el trabajo de algunos, aunque parezca extraño. Aunque todos sepamos que la mejor escritura es leer, y volver a leer.



Murió el mismo Jueves Santo que Úrsula Iguarán (lo leí por ahí); la gente ha dejado flores amarillas en la puerta de su casa en Cartagena (vi las fotos); es el más grande narrador en español desde Cervantes (lo leí en varios periódicos); amante del cine, periodista y también del fútbol y los toros (lo supe en uno de los suplementos deportivos de estos días); sus cenizas se repartirán entre Colombia y México (que es un modo de decir que algo de él es mexicano, además de –como también lo leí por ahí—universal y simplemente humano); es el mayor representante del género del realismo mágico (que, dicho sea de paso no es un género sino con suerte un modo de presentar la realidad, casi una técnica); que su visión, mejor dicho, la visión que la crítica le atribuye (porque la variedad de sus textos es notable), logró situar a América Latina en el centro del mundo por algo que no fueran sus desgracias y sus eternos y sanguinarios dictadores, sin embargo, esa misma visión construyó una nuevo estereotipo de nosotros los que tenemos la gracia y la condena de vivir por estos lados (esto también lo leí; he leído tantas cosas estos días); fue amigo de los Castro, se ha repetido también (yo diría amigo de sus amigos, que es lo que vale). Y así, sin fin y sin comienzo: la persona no está pero su obra perdura, uno cierra los ojos la literatura los abre (o algo parecido escribió Paz y aparece hoy en un diario). Y no empecemos a dar cuenta de los tuits de condolencia: “Nos volvemos a ver, Gabo. Prudencio Aguilar.”
Entonces, a pesar de todo: lo mejor que podemos hacer es leer. Volver a leer.



Cien años de soledad fue un éxito incluso antes de ser publicado por completo. Dos capítulos aparecieron en los números 2 y 9 de Mundo Nuevo. Críticas aparecieron previamente e incluso se la publicitaba con comentarios elogiosos de los otros miembros ‘oficiales’ del dizque Boom: Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Luego de su publicación, el estallido fue completo, cabal: como una primavera que estalla aún más hermosa de lo que hemos soñado. Hubo voces disonantes, por cierto. Siempre las hay (y las continúa habiendo: Fernando Vallejo, por nombrar a uno, considera a García Márquez un narrador menor). Pero la gran mayoría se unió creando algo que sucede muy pocas veces: aclamación crítica y éxito de ventas (que, cinismo al lado, podemos creer corresponde a una gran cantidad de lectores). Pero, como dicho, el asunto no quedó ahí, Cien años devino y continúa siendo hoy la novela esencial de América Latina, mejor dicho, la novela latinoamericana por excelencia, su quintaesencia. Las estrellas (la cruz del sur y las tres marías) se alinearon perfectamente para crear un mundo que se convirtió en nuestro mundo. La historia de una familia con sus alegrías y tristezas, la creación y destrucción de un pueblo (sí, lo sabemos, un pueblo que es también América y es también el universo), de pronto se instaló en el imaginario de todos nosotros: no podemos explicar Latinoamérica sin Cien años de soledad. Cien años es la gran novela, mejor dicho, la gran telenovela latinoamericana: la vemos en nuestro inconsciente.



La pregunta es simple y, como todas las interrogantes sencillas, no tiene una respuesta fácil: ¿Por qué? ¿Por qué sucedió lo que sucedió con esta novela? Esa pregunta, recuerdo, fue la que tuve que responder hace muchos años en un examen oral. Cinco profesores empecinados en demostrar su saber y corroborar mi ignorancia.
            -¿Por qué Cien años de soledad ha sido tan exitosa? ¿Qué es lo que la convierte en la gran novela que es?
            Yo miré el rostro de la profesora que me hacía la pregunta. Había estudiado mucho, pero como todo chico quiere además mostrarlo. Comencé una perorata acerca de la creación del Boom como fenómeno de mercado, la necesidad de crear una visión de América Latina exótica, mágica, que fuese vendible en Europa y los Estados Unidos. Me di rápidamente cuenta que mis palabras no eran bienvenidas. El rostro de por si amargo de la profesora y el rechoncho del profesor a su lado, indicaban no solo desacuerdo sino liso y llano rechazo. Sin decirlo, podía leer en sus rostros que yo y mi examen se desbarrancaban inevitablemente. Entonces vino a mi memoria una clase con dicha profesora. Una clase de literatura medieval y, de pronto, la respuesta por ellos querida me vino a la memoria.
            -También, y probablemente de modo más significativo, Cien años ha logrado atrapar la imaginación de críticos y lectores por el simple hecho de contar historias. Es una gran historia con más historias en ella. Como Las mil y una noches, que se mencionan en la novela, nos remite a lo más vital y profundo de la condición humana: somos humanos porque contamos historias, inventamos, hacemos ficción, aunque esa ficción hable de y con la realidad—o algo así largué mientras veías sus caras agrias tornarse en sonrisa de triunfo-poder, esas que dan cuenta de saber que han cumplido su tarea de imponer su modo de conocimiento, su saber en sus estudiantes.
            Aprobé el examen. No contento no tanto con mi respuesta como por el hecho de no poder (o querer) haber defendido mi posición. Con el tiempo, sin embargo, y después de haber leído la novela trece veces más y enseñarla al menos diez, he llegado a la conclusión (que no concluye nada) que tal vez ellos tenían algo de razón. En todo caso, lo sé, tenían más razón que yo: Cien años de soledad es una historia de historias que podemos contar y contarnos para siempre, una historia que nos convierte, un poco, en quienes somos.
            Por esos años leí también maravillosos y realistas análisis de la novela (aún hoy me deslumbro con la lectura de Josefina Ludmer; yo escribí unas banales palabras sobre el contenido social y cómo, en el fondo se trata de realismo social). Pero nada supera descubrir cada vez, cada vez de nuevo, la belleza, la fuerza, la soledad y el amor que encierran la novela. Desde su primera lectura (aquel día, como leí que dijo alguien, en que nos llevó a conocer el hielo) a la última que nos persigue rodeada de mariposas amarillas. 


Sunday, April 13, 2014

El libro de la semana: Ciudades desiertas, de José Agustín


Una de las razones más importantes por las que Don Quijote es una obra maestra es que no solo nos habla de valores y problemas universales, de esos que pasan aquí y en Islandia, hoy y en los tiempos en que las culebras usaban chaleco, sino que hace todo eso (y más) con un sentido del humor, una gracia, que nos lleva de la sonrisa a la franca carcajada. Hacer reír no es poco; más bien, es una de las tareas más difíciles que tiene toda literatura.



Por razones históricas, sociales, políticas sumamente poco chistosas (creo yo), la narrativa en español –a ambos lados del Atlántico y dando la vuelta al mundo—no se caracteriza por la abundancia de su humor. Hay bromas, sí; pero un humor del bueno, una narrativa que es cómica y te deja pensando, no, no hay mucha. Por cierto que todos podríamos ensayar de inmediato una larguísima lista de excepciones. Desde el genial Pablo Palacio a las discutibles greguerías, pasando por las bromas de Bioy y Borges y por la obra divertidísima y exageradísima de Bryce Echenique; en fin, no creo en fantasmas, caray, pero de haberlos, los hay. La sensación que prevalece es la otra: es la seriedad, la tristeza, la omnipresencia de la muerte, la violencia y de muchos años de soledad.



Por todo eso como diría el no muy divertido Silvio, mi memoria se empina a ratos y mis ojos lectores agradecen cuando uno se encuentra con novelas y cuentos que inesperadamente te devuelve, como en publicidad de dentífrico, la sonrisa y la risa a los labios. Así, por una suma de casualidades nada de casuales, comencé a leer esta novela de José Agustín publicada a mediados de los años noventa (sobre el rollo de las nuevas publicaciones de novelas anteriores, algo elucubro en una de las entradas anteriores). De Agustín tenía más o menos fresca en la cabeza esa joya que es De perfil. De esta me llamó la atención –como un timbre cuando estás medio dormido—el título que evoca vacíos y más soledades, búsquedas y pérdidas. Y, claro, de todo eso hay, y bastante, pero no esperaba encontrarme con la hilarancia (¿existirá esa palabra), la risa auténtica, la broma propia del teatro del absurdo, la crítica divertida, el placer del texto llevado a una expresión desopilante. Al leer estas páginas, nos damos cuenta que José Agustín está disfrutando la escritura, que quiere a sus personajes, que si estereotipa lo hace muy a conciencia y con más humor; sí, Agustín la ha pasado bien y nosotros con él. Ayudó, también en mi caso, que la novela trata de uno de esos programas para wannabe escritores que pululan por los Estados Unidos y que justo leí la novela mientras asistía como espectador a un retreat para escritores (no en Estados Unidos, gracias a Marx).



Susana, una hasta ahora típica esposa mexicana bien portada, decide mandar todo a la chingada, dejar casa, ciudad y al bueno de Eligio y parte a uno de esos susodichos en un pueblo infecto que se llama, evidentemente, Arcadia. Ahí conoce a una fauna de personajes uno más trancado-traumado-tardío-tarado-tierno que el otro, con particular énfasis en un gigante polaco (se entiende), albino prácticamente mudo. Eligio, quizá haciendo uso de su aspecto “aindiado” que tanto éxito le deparará no acepta la situación así nomás simplemente, no puede ser, cómo se le ocurre y decide partir a buscar a su mujer a los mismos Estados, aunque en ello se le vaya todo el dinero y más honor del que tiene. Las escenas, encuentros y desencuentros que se desarrollan son, cierto, un gran divertimento (vale, en algunos casos se excede, pero ¿quién no se ha tomado una copita demás?).



Por cierto, en el camino y huida de Susana, está la búsqueda por ella misma, por el sentido de su vida. Y alvesre también: Eligio, como dice su nombre, debe constantemente optar entre opciones que la vida le pone por delante; alternativas que son las que nos construyen como personas. Todo esto en ese entorno de odio-amor-desprecio hacia los Estados Unidos, o mejor dicho, hacia ese mundillo seudo académico, intelectual patético, artista alternativo de cuarta categoría. Una atmósfera que recuerda a una de las últimas novelas de otro José, Donoso, donde viejos cracks de la academia se retiraban a repetir su saber anquilosado a lugares como ellos. Pero lo que en el chileno se convertía en aburrimiento y tedio, en Agustín se salva gracias a los bríos de su humor y la savia de su crítica (¿cómo les quedó el ojo?).
Hay, como diría cualquier crítico de pacotilla (como el servidor que esto firma), un relato paralelo: un nivel metafórico que apunta a toda vida, a todo momento, a todos nosotros. La novela nos habla a cada uno de nosotros, a nuestros miedos, nuestras esperanzas y angustias. Todo eso está muy bien y el final, OK, está bien, no lo voy a contar para darle algo de suspenso; pero todo eso no vale por sí (para eso vaya y léase un manual de autoayuda). Aquí la gracia es la gracia. Y, como bien lo sabían y escribieron Lope, Quevedo o su narizón amigo, no hay mejor amor que reírnos del amor mismo.  


Saturday, April 5, 2014

El libro de la semana: Arte y olvido del terremoto, de Ignacio Padilla



Casi por casualidad, en estos días de terremotos en el norte de Chile –uno que abre el segundo gobierno de Bachelet, mientras otro violentísimo lo cerraba, ¿anuncio de un pasado porvenir?—comencé a leer este notable y a ratos hermoso ensayo de Ignacio Padilla. Entre la crítica de arte, la reflexión literaria y la nostalgia literaria, Arte y olvido del terremoto penetra literalmente en las profundidades de problemas que, como se muestra al pensar con escritores y escritoras de otras latitudes, se acercan a lo que Tolstoi decía sobre pintar la casa para dar a conocer el universo. No son temas baladíes ni de fácil solución. La exquisita prosa de Padilla –a ratos su precisión llega a desesperar—puede fácilmente engatusarnos, embolinar la perdiz de nuestra conciencia (aunque si ello llega a suceder es tomar veneno por dulce licor). Así, podemos aproximarnos a este arte y olvido desde la escritura de sus grietas y las grietas de su escritura, porque lo que tiembla en estas líneas es un tremor que nos afecta a todos.



El argumento es, en apariencia, simple: hay poco arte que trate del terremoto que asoló y desoló a Ciudad de México en 1985. Las consecuencias de eso serían nefastas: una amnesia que borra el sentido y el dolor de lo vivido. Hay, se reconoce, una producción fotográfica y una considerable crónica al respecto, pero estas, dadas la fugacidad de su intento y la premura de su creación, no logran entregar(nos) la profundidad y el sentido y la memoria que el arte sí dan. Emerge una primera visión de un arte que apunta a las esencias de la vida y de la muerte; uno que se opone a la fugacidad y el simulacro. Se apuesta por ese arte que no existe. Y quizás en esa no existencia radica su esencia. Paradojas de la postmodernidad, diría quizás el autor; necesidades de nuestros tiempos, tal vez.



1985 carece de un cuerpo artístico que sí tiene 1968 y, en menor medida pero aún significativo, 1994. Años horribles y milagrosos ambos, enmarcan la ausencia del terremoto. Pareciera ser que tanto sobre el 68 lo lleva a borrar o, al menos, a fijar una visión falsa, hueca, que no permite asumir sinceramente el dolor y el trauma para poder, y aquí aparece el argumento central y el más controversial del texto, olvidar. Porque de lo que se trata, a fin de cuentas, es de poder olvidar. Un olvido sano que es parte de la memoria (o que surge con la postmemoria, aquella que tenemos sin haber vivido la experiencia que se recuerda). Advirtamos: olvido no es lo mismo que amnesia, se trata de “renunciar a la amnesia y acudir finalmente al olvido” (135). Debemos, como sociedad, ser capaces de alcanzar “un olvido tan justo como justiciero, profundamente crítico, susceptible de generar el perdón…” (134), esto es, “un ejercicio sabio y catártico de la justicia” (130). Sí, es cierto, la “única manera de olvidar el pasado es recordándolo” (131). Y es el arte (y en el arte) donde esta feliz conjunción entre olvido y memoria se logra. Pero, ¿es esto efectivamente así? Mejor dicho: ¿hay un ser definitivo, una forma correcta, un modo único? ¿Qué debemos recordar? ¿Cómo? ¿Cuál es el arte propio para llevar a cabo las magnitudes propias de Sísifo que tal tarea entraña? En otra ocasión me extenderé sobre la moda de la memoria de los últimos años, de cómo el arte es distinto para los ganadores y los perdedores (Sloterdijk tiene una pequeña joyita sobre eso); valga aquí, dado que estamos hablando del texto de Padilla, comenzar señalando que al plantear estos temas, el texto nos sacude, nos incomoda a ratos, en momentos nos hace asentir seguros; en fin, el arte del terremoto es también un pequeño temblor en nuestras conciencias, en la manera en que miramos (o queremos mirar) el mundo. Y eso no es, ciertamente, poco.




Existe una visión ctónica (la palabra, creo, la usó alguna vez Carpentier) de la realidad que el arte de estas páginas critica en mucho del arte fuera de ellas. Es curioso, pero por mucho que Padilla critica las fijaciones de la cultura mexicana, buscando abrirles vuelo (y, en muchos casos, lográndolo), no deja de volver a querer una nueva imaginación de lo mexicano que, a su vez, se fija si no en la soledad de su laberinto, en el olvido de su poesía. En otras y más llanas palabras, Arte del terremoto critica y busca demoler visiones construidas de lo mexicano, puesto que estas serían perjudiciales para lo pretenden. México vive en la amnesia. México debe vivir en el sano olvido. En ese trayecto se moviliza el arte y crítica de estas páginas. En ese trayecto debemos hallar la salvación (porque a fin de cuentas este es un texto religioso que plantea una teleología con su propia idea, hermosa, de justicia).




Los temblores de estas páginas logran a cabalidad lo que se pretenden y pasan a llenar la ausencia con la que se inician. Sus lecturas, además, del arte, del periodismo y de la fotografía como eternidad efímera propia de los sueños de nuestra época, son delicadas y crean (fotografían debiera decir) una imagen no muy amable de las últimas décadas. Al final queda, sin embargo, la paradójica sensación que aunque hay mucho por hacer (tenemos que recordar mucho para poder olvidar), algo se está haciendo, para allá vamos, inventando un nuevo país que tanto necesita de su pasado y de su futuro.