Dicen
que Carpentier se arrepintió de haber publicado Ecue-Yamba-O, su primera novela. Algunos han sido aún más drásticos
y han intentado hacer desaparecer algunas de sus obras primeras. Otros
simplemente se refieren a ellas sino como pecados de juventud, con un leve dejo
de nostalgia romántica, marcando clara distancia entre el escritor en ciernes
que se era y el que se ha llegado a ser (recuerdo la sonrisa de Paz Soldán
cuando le comenté que había leído su novela, Días de papel). Existe, sin embargo, un fenómeno menos dramático,
aunque no sin un dejo de nostalgia y, tal vez, más recurrente: el volver a ese
texto primigenio y hacerlo aparecer (circular) ante los ojos asombrados de los
lectores (en el mercado). O sea, volver a publicar esa novela primera que había
pasado sin pena ni gloria ahora que se es un autor consagrado. En muchos,
demasiados, casos eso suele ser un error y las razones no son más que pobrezas
económicas.
Todo lo
anterior para decir, simplemente, que nada de ello se aplica a El disparo de argón, de Villoro,
publicada primero en 1991 (es cierto que a esas alturas el autor ya tenía
publicado cuentos) y reeditada casi quince años después. Me interesa, de modo
especial, la doble temporalidad que adquiere la novela; lo cual habla muy bien
de ella en tanto imaginación que se desdobla en su contingencia inmediata,
fines de los ochenta, y el nuevo milenio que ve su nueva aparición. El tópico
central –el ver, la mirada, los ojos—son metáfora y realidad de esa
(in)capacidad que tenemos de acercarnos a la realidad.
El
argón (Ar) tiene peculiares cualidades que bien pueden comenzar a describir al
protagonista de nuestra historia, Fernando Balmes. Un gas noble, el tercero más
común en nuestro planeta cuyo nombre por supuesto griego, indica algo así como
inactividad o flojera, dado que es difícil que experimente cambios químicos.
Justamente, de lo que se trata es de la búsqueda de cambios y de la dificultad
que existe para salir del gatopardismo que todo lo corroe (en oftalmología, el
láser de argón se emplea para tratar el desprendimiento de retina: otra imagen
que se emplea en la novela y que contribuye al suspenso final).
San
Lázaro, el barrio donde se encuentra la clínica de ojos, funciona como
microcosmos de la nación (y del universo diría alguno). Los personajes que
deambulan, las relaciones que se des y construyen, los pasados que se recuerdan
(porque una cosa nos queda irremediablemente clara—encarnada en la némesis de
Fernando, Julián Enciso—el pasado nunca pasa, pero el tiempo sí), los amores
que no fueron y los que quizás, todo ello va dando cuenta de un mundo que nunca
fue mejor pero que pudo serlo. Hay una estética de lo derruido, de la tristeza
indómita solo salvada por chispazos de vida, que enturbia la visión que se
tiene. Y en medio de esta atmósfera, la clínica y lo que en ella sucede hacen
de corazón y centro. Si el barrio es un reflejo un tanto evidente del país, la
clínica del enigmático doctor Suárez (un viejo que añora los años en que la
ciencia pasaba por Europa y no por los Estados Unidos y que, con la obviedad y
humor paródico que limita a la novela, cuando hace su aparición está ciego), es
el meollo de todo: metáfora, metonimia y sinécdoque. Aviso de lo que vendrá y
memoria de lo que fue; posibilidad infinita e incesante de esperanza (los
viernes se atiende de modo gratuito y, como si fuera un relato de Gabo, las
gentes vienen de lugares inverosímiles e imposibles, creando toda una economía
entorno a la clínica). La devolución de la vista (el volver a la ver que es
siempre un terrible volver a la vida) va de la mano del tráfico de córneas,
negociado que podría ser el de cualquier cosa, pero que más que nada apunta a
un modo de pensar y de pensarse que ácidamente recuerda la tal llamada condición
humana. La trama policial, leve, que recorre paralela, es un recordatorio de la
realidad de la violencia y la violencia de la literatura: es una construcción
necesaria y al mismo tiempo está ahí, inevitable.
Villoro
construye la historia con cuidado de médico: el relato es un intento por
hacernos ver, una operación al lector para despejarnos la bruma que cubre la
realidad. Sin embargo y con gran acierto, se sabe que aquello es imposible: que
no existe esa realidad prístina donde veremos la realidad tal cual es. No es
posible salir de la caverna porque no hay nada para nosotros mortales fuera de
ella (la única posibilidad queda remitida a una utópica y, a fin de cuentas,
ucrónica infancia donde todo era imaginable). Las dudas van a permanecer; el
miedo seguirá (como sigue todo dando vueltas) y aunque seamos capaces de ver
más y mejor, no podremos nunca alcanzar la visión total, el panóptico y el
panorama tan pretendidos. En ese sentido (pero solo en ese) El disparo de argón también puede leerse
como una mofa a aquellos y aquello que pretende verlo, saberlo, dominarlo,
contemplarlo todo. Una risa a y de la visión divina: con suerte lo que
alcanzamos a ver (conocer) es un pequeño atisbo del mundo que nos rodea. Y es
ahí donde nace la esperanza.
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