Saturday, April 5, 2014

El libro de la semana: El disparo de argón, de Juan Villoro




Dicen que Carpentier se arrepintió de haber publicado Ecue-Yamba-O, su primera novela. Algunos han sido aún más drásticos y han intentado hacer desaparecer algunas de sus obras primeras. Otros simplemente se refieren a ellas sino como pecados de juventud, con un leve dejo de nostalgia romántica, marcando clara distancia entre el escritor en ciernes que se era y el que se ha llegado a ser (recuerdo la sonrisa de Paz Soldán cuando le comenté que había leído su novela, Días de papel). Existe, sin embargo, un fenómeno menos dramático, aunque no sin un dejo de nostalgia y, tal vez, más recurrente: el volver a ese texto primigenio y hacerlo aparecer (circular) ante los ojos asombrados de los lectores (en el mercado). O sea, volver a publicar esa novela primera que había pasado sin pena ni gloria ahora que se es un autor consagrado. En muchos, demasiados, casos eso suele ser un error y las razones no son más que pobrezas económicas.



Todo lo anterior para decir, simplemente, que nada de ello se aplica a El disparo de argón, de Villoro, publicada primero en 1991 (es cierto que a esas alturas el autor ya tenía publicado cuentos) y reeditada casi quince años después. Me interesa, de modo especial, la doble temporalidad que adquiere la novela; lo cual habla muy bien de ella en tanto imaginación que se desdobla en su contingencia inmediata, fines de los ochenta, y el nuevo milenio que ve su nueva aparición. El tópico central –el ver, la mirada, los ojos—son metáfora y realidad de esa (in)capacidad que tenemos de acercarnos a la realidad.
El argón (Ar) tiene peculiares cualidades que bien pueden comenzar a describir al protagonista de nuestra historia, Fernando Balmes. Un gas noble, el tercero más común en nuestro planeta cuyo nombre por supuesto griego, indica algo así como inactividad o flojera, dado que es difícil que experimente cambios químicos. Justamente, de lo que se trata es de la búsqueda de cambios y de la dificultad que existe para salir del gatopardismo que todo lo corroe (en oftalmología, el láser de argón se emplea para tratar el desprendimiento de retina: otra imagen que se emplea en la novela y que contribuye al suspenso final).



San Lázaro, el barrio donde se encuentra la clínica de ojos, funciona como microcosmos de la nación (y del universo diría alguno). Los personajes que deambulan, las relaciones que se des y construyen, los pasados que se recuerdan (porque una cosa nos queda irremediablemente clara—encarnada en la némesis de Fernando, Julián Enciso—el pasado nunca pasa, pero el tiempo sí), los amores que no fueron y los que quizás, todo ello va dando cuenta de un mundo que nunca fue mejor pero que pudo serlo. Hay una estética de lo derruido, de la tristeza indómita solo salvada por chispazos de vida, que enturbia la visión que se tiene. Y en medio de esta atmósfera, la clínica y lo que en ella sucede hacen de corazón y centro. Si el barrio es un reflejo un tanto evidente del país, la clínica del enigmático doctor Suárez (un viejo que añora los años en que la ciencia pasaba por Europa y no por los Estados Unidos y que, con la obviedad y humor paródico que limita a la novela, cuando hace su aparición está ciego), es el meollo de todo: metáfora, metonimia y sinécdoque. Aviso de lo que vendrá y memoria de lo que fue; posibilidad infinita e incesante de esperanza (los viernes se atiende de modo gratuito y, como si fuera un relato de Gabo, las gentes vienen de lugares inverosímiles e imposibles, creando toda una economía entorno a la clínica). La devolución de la vista (el volver a la ver que es siempre un terrible volver a la vida) va de la mano del tráfico de córneas, negociado que podría ser el de cualquier cosa, pero que más que nada apunta a un modo de pensar y de pensarse que ácidamente recuerda la tal llamada condición humana. La trama policial, leve, que recorre paralela, es un recordatorio de la realidad de la violencia y la violencia de la literatura: es una construcción necesaria y al mismo tiempo está ahí, inevitable.



Villoro construye la historia con cuidado de médico: el relato es un intento por hacernos ver, una operación al lector para despejarnos la bruma que cubre la realidad. Sin embargo y con gran acierto, se sabe que aquello es imposible: que no existe esa realidad prístina donde veremos la realidad tal cual es. No es posible salir de la caverna porque no hay nada para nosotros mortales fuera de ella (la única posibilidad queda remitida a una utópica y, a fin de cuentas, ucrónica infancia donde todo era imaginable). Las dudas van a permanecer; el miedo seguirá (como sigue todo dando vueltas) y aunque seamos capaces de ver más y mejor, no podremos nunca alcanzar la visión total, el panóptico y el panorama tan pretendidos. En ese sentido (pero solo en ese) El disparo de argón también puede leerse como una mofa a aquellos y aquello que pretende verlo, saberlo, dominarlo, contemplarlo todo. Una risa a y de la visión divina: con suerte lo que alcanzamos a ver (conocer) es un pequeño atisbo del mundo que nos rodea. Y es ahí donde nace la esperanza.       


No comments:

Post a Comment