Saturday, January 24, 2015

El libro de la semana: Nuestro modo de vida, de Fogwill


Detrás de la aparente calma y bienestar; detrás de la levedad diaria de la acomodada vida; detrás de las suaves palabras que se murmuran entre sorbos de whisky, subyace el terror de la realidad. El terror o el vacío que vacilan entre lo privado y lo público, el afuera y el adentro, un problema clave de nuestros tiempos a los que Fogwill vuelve en esta novela que dizque se había perdido y ahora reaparece guiñándonos sus ojos con una frescura y una contemporaneidad demasiado real, tanto que pareciera que Fogwill la escribió recién nomás, sin concesiones pero con una extraña nostalgia que vacila entre la reflexión histórica y la derrota ante el consumismo brutal.



Nuestro modo de vida narra la vida, desde su visión de la vida, de Fernando un empleado a punto de ser gerente en una compañía que es una sucursal de una que tiene la sede, por supuesto, en USA. Su vida está bien y funciona bien y se siente bien. Su gran problema es decidir si debe o no comprar un segundo coche. Tiene uno blanco pero ha notado (¡cómo no!) que en verdad lo que él quería era un coche azul. De la misma marca. Pero azul. Ahí está resumida la realidad no solo de Fernando sino la de una sociedad que se parece (¡cómo no!) demasiado a la nuestra.
En el afuera (que es siempre, como sabemos, también el adentro) se suceden, uno tras otro, accidentes: aparentes mínimas interrupciones que demoran y retardan el devenir y traslado de los personajes (el movimiento del capital). Accidentes que recuerdan las fallas de un mundo al cual solo tenemos acceso a través de ellos: el mundo es un lugar lleno de ellos, pero el narrador apenas para poder sobrevivir no puede aceptarlo. ¿Por qué acontecen estos accidentes? ¿Qué es lo que indican? ¿Son acaso solo muestras de un azar imposible de controlar? Así pareciera en la superficie, pero debajo de ella (adentro-afuera; superficie-profundidad) las respuestas parecen ser otras. Nos escuece la duda de si acaso esos accidentes son los que, precisamente, permiten el funcionamiento del mundo tal como lo conocemos. En un momento Fernando y su esposa, Rita, regresan a casa y descubren que esta ha sido ocupada por jóvenes pertenecientes, probablemente, a un grupo anti-sistema. No hay robo, no hay violencia (más que la de entrar en propiedad privada), es un aviso, un anuncio de lo que está por venir: es quizá el gesto irónico-nostálgico-triste de Fogwill; de un Fogwill que ese anuncio no será más que eso: un dibujo apenas esbozado, porque en Fogwill el futuro siempre ha sucedido ya. Es una canción de rock, del bueno, que aunque no lo queramos termina en su propia aniquilación. De ahí que sea necesario el tiempo de la ironía y de la nostalgia: una escritura que es un vuelo en avión que de pronto aterriza en los más mínimos e insignificantes detalles de la minucia diaria y los convierte, a esos detalles, a nosotros mismos en nuestra insignificancia, en algo clave para comprender el sentido de nuestra existencia y de nuestra música.  



Fogwill, como Aira, como Piglia, es un realista. Pero su realismo apunta de otras maneras, sus disparos son más duros, su ironía más auténtica, su búsqueda tiene una sinceridad falsa (valga el oxímoron). Realismo que no da respiro (realismo impío lo llamaría Luz Horne), realismo que llega al delirio desde la más tranquila de las trayectorias: la construcción de una conciencia de clase irreversible, alienante. Sí, realismo que da cuenta de la alienación en la que vivimos; realismo que al rozar la superficie muestra su otro lado. Ahí radica lo magistral de Fogwill: en su capacidad de mostrar el afuera desde la superficie del adentro y alvesre. Pero, cuidado, no se trata de andar con metáforas banales o alegorías ramplonas: aquí hay pura realidad, tanta que nos ciega y se convierte en otra cosa. Es narrativa de crisis; esa que larga las verdades a la cara como Diógenes (creo, si mal no recuerdo, que alguna vez Matías Beverinotti, conversando sobre Vivir afuera me dijo eso)
Hacia el final, Fernando dice que siente que todo está transcurriendo muy velozmente, como en un sueño. Desde ese momento la narración se acelera, como en el final de una película donde se nos dice, en unas pocas líneas, qué ha sucedido con cada uno de los personajes que hemos conocido a lo largo de la historia. Aceleración que, de modo curioso, refuerza la insistencia en el detalle de cada acto que predomina hasta entonces en el relato. Esta velocidad, también, crea un sentido de irrealidad que nos da un respiro final, aunque inquietante, que nos permite seguir perviviendo en un mundo en el cual, como dice uno de los personajes, uno se acostumbra a todo. Sí, es cierto, uno se acostumbra a todo. Ahí lo terrible de nuestra realidad.


Saturday, January 10, 2015

El libro de la semana: Camanchaca, de Diego Zúñiga


Recuerdo mañanas llegando al norte en bus de Santiago: la neblina que lo cubría todo con una delicadeza y necesario misterio (valga el lugar común), que a uno lo obligaba a perderse en el futuro tan lleno de veranos previos. La palabra encantada para referirse a esas nubecillas que acariciaban la árida tierra era camanchaca. Una palabra que pronto se hizo una con el norte y con toda la memoria que el norte traía y regalaba a quienes, como yo, lo visitábamos largos estíos inmemoriales. Y esa palabra es el primer acierto de esta bella historia triste que Diego Zúñiga con una brevedad que se está haciendo algo más que moda en las narrativas de los últimos años.



Sí, recuerdo también haber escrito algo sobre minimalismo en la literatura latinoamericana y cómo esa idea de la brevedad no versa tanto sobre la anécdota o tampoco sobre la extensión misma, sino sobre la estructura de la obra, lo que antes llenos de gloria y de fe llamábamos forma. El poema perfectamente mínimo era la hoja en blanco; una novela contendría solo un par de palabras. Así, al ver el libro de Zúñiga (y quiero decir ver, no leer), resulta inevitable que uno recuerde algunos de los textos de Alejandro Zambra: ambos parecen compartir un apego (y un amor) a la palabra sucinta, al adjetivo preciso (demasiado perfecto), un horror vacui al barroco y un rechazo de toda poética gongorina. Pero desde ahí, en sus minimalismos se largan por caminos muy diferentes, por geografías que pisan tierras de sabores opuestos. Mientras en uno la escritura es el gran tema, en el otro se busca aún recobrar el sentido de la historia, de las mínimas historias y mínimas vidas que al final, en ruso giro, son lo más grande que hay y las únicas que verdaderamente nos pueden dar la gran felicidad que solo la tristeza conlleva.



Secretos familiares casi inconfesables, un roadtrip para arreglarse los dientes, el narrador de veinte años, va mezclando su viaje a Tacna con las memorias de su relación peculiar con su madre, la búsqueda de una prima desaparecida, un viaje a Buenos Aires, un padre que o acepta su fracaso y el abuelo fanático religioso. La niebla de la memoria lo cubre todo: pero también la memoria queda cubierta por la niebla del tiempo. Y la extrañeza: a ratos no sabemos si el protagonista es un estúpido redomado o una víctima de las circunstancias de una vida que pudo, como toda vida, haber sido mucho mejor.
Entrevista a su madre, juntos en la cama, y ella le dice que es mejor no recordar nada. Pero, ¿qué hay en esa memoria que no se dice? ¿Por qué es mejor? No decir, como escribiera Andrea Maturana, es siempre una de las formas más brutales de largar las verdades al mundo. Todo es mentira, agrega ella. Todo es mentira: un bello oxímoron que cae en la paradoja de los cisnes negros y blancos. Si todo es mentira, evidente, ¿qué pasa con la literatura? ¿Qué sucede con esta historia?



Y así, desde la aseveración de la mentira y de las listas de ropa que nunca se compran, de las falencias y las esperas por el paraíso, que nos comenzamos a dar cuenta que el minimalismo comienza a agarrar rasgos épicos y lo que parece tan simple y tan breve poco a poco se va convirtiendo en una epopeya de marca mayor e incluso los molinos devienen gigantes y las dulcineas son heridas en batalla y el dolor no se quita y el gordo protagonista es, como el flaco aquel, el más desdichado de los caballeros sobre el orbe.
La novela termina con el auto acelerando por la carretera entre la niebla, la camanchaca, por el desierto. Queda la lectura  de este texto --ni tan lacónico ni tan fragmentario como Patricio Pron amenaza en la solapa—suspensa en esa velocidad indefinida surcada de toda la memoria como si el texto fuera un palimpsesto largado en la pampa; debemos escarbar para descifrar los nuevos sentidos, para hallar los sentidos de las palabras que escribe desde el miedo inconfesable nuestro narrador.
Es cierto que a ratos hay un exceso de cuidado; que sí se cae en un minimalismo que más bien llega a la reducción innecesaria al absurdo; pero aquellos momentos pasan por suerte rápido y logran provocar, en todo caso, cierta inquietud (la palabra es de Zambra) crítica.



Camanchaca es una novela (o un texto o un sueño o una niebla) desoladora pero que se, como su título, se abre a la posibilidad (y a la certeza) que en algún momento la neblina se va a levantar y entonces veremos la realidad en todo su esplendor y grandeza. O no: quizá de lo que se trata es, precisamente, de no querer ver la realidad fuera de la caverna nebulosa porque es en medio de esta camanchaca –metáfora demasiado real—que estamos obligados a vivir.