Recuerdo mañanas llegando al norte en bus
de Santiago: la neblina que lo cubría todo con una delicadeza y necesario
misterio (valga el lugar común), que a uno lo obligaba a perderse en el futuro
tan lleno de veranos previos. La palabra encantada para referirse a esas
nubecillas que acariciaban la árida tierra era camanchaca. Una palabra que
pronto se hizo una con el norte y con toda la memoria que el norte traía y
regalaba a quienes, como yo, lo visitábamos largos estíos inmemoriales. Y esa
palabra es el primer acierto de esta bella historia triste que Diego Zúñiga con
una brevedad que se está haciendo algo más que moda en las narrativas de los
últimos años.
Sí, recuerdo también haber escrito algo
sobre minimalismo en la literatura latinoamericana y cómo esa idea de la
brevedad no versa tanto sobre la anécdota o tampoco sobre la extensión misma,
sino sobre la estructura de la obra, lo que antes llenos de gloria y de fe
llamábamos forma. El poema perfectamente mínimo era la hoja en blanco; una
novela contendría solo un par de palabras. Así, al ver el libro de Zúñiga (y quiero
decir ver, no leer), resulta inevitable que uno recuerde algunos de los textos
de Alejandro Zambra: ambos parecen compartir un apego (y un amor) a la palabra
sucinta, al adjetivo preciso (demasiado perfecto), un horror vacui al barroco y
un rechazo de toda poética gongorina. Pero desde ahí, en sus minimalismos se
largan por caminos muy diferentes, por geografías que pisan tierras de sabores
opuestos. Mientras en uno la escritura es el gran tema, en el otro se busca aún
recobrar el sentido de la historia, de las mínimas historias y mínimas vidas
que al final, en ruso giro, son lo más grande que hay y las únicas que
verdaderamente nos pueden dar la gran felicidad que solo la tristeza conlleva.
Secretos familiares casi inconfesables,
un roadtrip para arreglarse los dientes, el narrador de veinte años, va
mezclando su viaje a Tacna con las memorias de su relación peculiar con su
madre, la búsqueda de una prima desaparecida, un viaje a Buenos Aires, un padre
que o acepta su fracaso y el abuelo fanático religioso. La niebla de la memoria
lo cubre todo: pero también la memoria queda cubierta por la niebla del tiempo.
Y la extrañeza: a ratos no sabemos si el protagonista es un estúpido redomado o
una víctima de las circunstancias de una vida que pudo, como toda vida, haber
sido mucho mejor.
Entrevista a su madre, juntos en la cama,
y ella le dice que es mejor no recordar nada. Pero, ¿qué hay en esa memoria que
no se dice? ¿Por qué es mejor? No decir, como escribiera Andrea Maturana, es
siempre una de las formas más brutales de largar las verdades al mundo. Todo es
mentira, agrega ella. Todo es mentira: un bello oxímoron que cae en la paradoja
de los cisnes negros y blancos. Si todo es mentira, evidente, ¿qué pasa con la
literatura? ¿Qué sucede con esta historia?
Y así, desde la aseveración de la mentira
y de las listas de ropa que nunca se compran, de las falencias y las esperas
por el paraíso, que nos comenzamos a dar cuenta que el minimalismo comienza a
agarrar rasgos épicos y lo que parece tan simple y tan breve poco a poco se va
convirtiendo en una epopeya de marca mayor e incluso los molinos devienen
gigantes y las dulcineas son heridas en batalla y el dolor no se quita y el
gordo protagonista es, como el flaco aquel, el más desdichado de los caballeros
sobre el orbe.
La novela termina con el auto acelerando
por la carretera entre la niebla, la camanchaca, por el desierto. Queda la
lectura de este texto --ni tan lacónico
ni tan fragmentario como Patricio Pron amenaza en la solapa—suspensa en esa
velocidad indefinida surcada de toda la memoria como si el texto fuera un
palimpsesto largado en la pampa; debemos escarbar para descifrar los nuevos
sentidos, para hallar los sentidos de las palabras que escribe desde el miedo
inconfesable nuestro narrador.
Es cierto que a ratos hay un exceso de
cuidado; que sí se cae en un minimalismo que más bien llega a la reducción
innecesaria al absurdo; pero aquellos momentos pasan por suerte rápido y logran
provocar, en todo caso, cierta inquietud (la palabra es de Zambra) crítica.
Camanchaca
es una novela (o un texto o un sueño o una
niebla) desoladora pero que se, como su título, se abre a la posibilidad (y a
la certeza) que en algún momento la neblina se va a levantar y entonces veremos
la realidad en todo su esplendor y grandeza. O no: quizá de lo que se trata es,
precisamente, de no querer ver la realidad fuera de la caverna nebulosa porque
es en medio de esta camanchaca –metáfora demasiado real—que estamos obligados a
vivir.
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