Saturday, January 10, 2015

El libro de la semana: Camanchaca, de Diego Zúñiga


Recuerdo mañanas llegando al norte en bus de Santiago: la neblina que lo cubría todo con una delicadeza y necesario misterio (valga el lugar común), que a uno lo obligaba a perderse en el futuro tan lleno de veranos previos. La palabra encantada para referirse a esas nubecillas que acariciaban la árida tierra era camanchaca. Una palabra que pronto se hizo una con el norte y con toda la memoria que el norte traía y regalaba a quienes, como yo, lo visitábamos largos estíos inmemoriales. Y esa palabra es el primer acierto de esta bella historia triste que Diego Zúñiga con una brevedad que se está haciendo algo más que moda en las narrativas de los últimos años.



Sí, recuerdo también haber escrito algo sobre minimalismo en la literatura latinoamericana y cómo esa idea de la brevedad no versa tanto sobre la anécdota o tampoco sobre la extensión misma, sino sobre la estructura de la obra, lo que antes llenos de gloria y de fe llamábamos forma. El poema perfectamente mínimo era la hoja en blanco; una novela contendría solo un par de palabras. Así, al ver el libro de Zúñiga (y quiero decir ver, no leer), resulta inevitable que uno recuerde algunos de los textos de Alejandro Zambra: ambos parecen compartir un apego (y un amor) a la palabra sucinta, al adjetivo preciso (demasiado perfecto), un horror vacui al barroco y un rechazo de toda poética gongorina. Pero desde ahí, en sus minimalismos se largan por caminos muy diferentes, por geografías que pisan tierras de sabores opuestos. Mientras en uno la escritura es el gran tema, en el otro se busca aún recobrar el sentido de la historia, de las mínimas historias y mínimas vidas que al final, en ruso giro, son lo más grande que hay y las únicas que verdaderamente nos pueden dar la gran felicidad que solo la tristeza conlleva.



Secretos familiares casi inconfesables, un roadtrip para arreglarse los dientes, el narrador de veinte años, va mezclando su viaje a Tacna con las memorias de su relación peculiar con su madre, la búsqueda de una prima desaparecida, un viaje a Buenos Aires, un padre que o acepta su fracaso y el abuelo fanático religioso. La niebla de la memoria lo cubre todo: pero también la memoria queda cubierta por la niebla del tiempo. Y la extrañeza: a ratos no sabemos si el protagonista es un estúpido redomado o una víctima de las circunstancias de una vida que pudo, como toda vida, haber sido mucho mejor.
Entrevista a su madre, juntos en la cama, y ella le dice que es mejor no recordar nada. Pero, ¿qué hay en esa memoria que no se dice? ¿Por qué es mejor? No decir, como escribiera Andrea Maturana, es siempre una de las formas más brutales de largar las verdades al mundo. Todo es mentira, agrega ella. Todo es mentira: un bello oxímoron que cae en la paradoja de los cisnes negros y blancos. Si todo es mentira, evidente, ¿qué pasa con la literatura? ¿Qué sucede con esta historia?



Y así, desde la aseveración de la mentira y de las listas de ropa que nunca se compran, de las falencias y las esperas por el paraíso, que nos comenzamos a dar cuenta que el minimalismo comienza a agarrar rasgos épicos y lo que parece tan simple y tan breve poco a poco se va convirtiendo en una epopeya de marca mayor e incluso los molinos devienen gigantes y las dulcineas son heridas en batalla y el dolor no se quita y el gordo protagonista es, como el flaco aquel, el más desdichado de los caballeros sobre el orbe.
La novela termina con el auto acelerando por la carretera entre la niebla, la camanchaca, por el desierto. Queda la lectura  de este texto --ni tan lacónico ni tan fragmentario como Patricio Pron amenaza en la solapa—suspensa en esa velocidad indefinida surcada de toda la memoria como si el texto fuera un palimpsesto largado en la pampa; debemos escarbar para descifrar los nuevos sentidos, para hallar los sentidos de las palabras que escribe desde el miedo inconfesable nuestro narrador.
Es cierto que a ratos hay un exceso de cuidado; que sí se cae en un minimalismo que más bien llega a la reducción innecesaria al absurdo; pero aquellos momentos pasan por suerte rápido y logran provocar, en todo caso, cierta inquietud (la palabra es de Zambra) crítica.



Camanchaca es una novela (o un texto o un sueño o una niebla) desoladora pero que se, como su título, se abre a la posibilidad (y a la certeza) que en algún momento la neblina se va a levantar y entonces veremos la realidad en todo su esplendor y grandeza. O no: quizá de lo que se trata es, precisamente, de no querer ver la realidad fuera de la caverna nebulosa porque es en medio de esta camanchaca –metáfora demasiado real—que estamos obligados a vivir.


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