Saturday, February 22, 2014

El libro de la semana: El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel



¿Existen los matrimonios y las relaciones felices? Si le hacemos caso a Tolstoi, diríamos que sí, pero que no sirven para la literatura. Estos relatos son una nueva reescritura de ese axioma (que, dicho sea de paso, quizá no solo sea cierto para la literatura). Veamos: son cinco cuentos que tratan de relaciones de pareja. “El matrimonio de los peces rojos” termina con el divorcio: “Los motivos por los cuales nos dejamos son mucho más difusos pero igual de irrevocables”; “Guerra en los basureros” trata de la vida de un niño que debe sobrevivir con sus tíos por la separación de sus padres; “Felina” de los avatares de un embarazo no deseado-luego sí-luego ya no hay nada que hacer; “Hongos” de la relación de una violinista casada con su amante ídem también músico; y “La serpiente de Beijín”, desde la perspectiva del hijo, del matrimonio de un dramaturgo chino adoptado por padres franceses y una actriz holandesa, que se destruye irremediablemente (“mi padre… se sumergió cada vez más en ese desconsuelo que caracterizó los últimos años de su vida”). Vistos así, estos relatos bien podrían aparecer en las páginas del consultorio sentimental de una de esas muchas revistas del corazón. Pero para suerte de los lectores (casados o divorciados) estos textos emplean las relaciones humanas para, precisamente, cuestionar radicalmente el carácter de ambos lados de la ecuación. Sí, estas narraciones, desconcertantes y hermosas, nos obligan a preguntarnos por el sentido de toda relación ( y con ello de la tan consabida búsqueda del yo—de quién es el que yo soy y el que puedo ser) y, aún más radicalmente, por el sentido de lo humano. Heidegger planteaba que el animal era pobre de mundo y que carecía de Dasein. Estos cuentos nos llevan, en una lógica que nos recuerda a Derrida, Kafka y Cortázar, a ver las cosas de otro modo, a repensar nuestra relación con el mundo. Esto es algo que ya leímos en esa jocosa y tenebrosa a la vez descripción del ciego submundo del DF, que Nettel efectuaba en El huésped, donde otro, un alien, se apoderaba poco a poco de Ana. Ahora no hay tanto posesión como compenetración, a un nivel que, admito, para algunos lectores puede ser excesivo o pedagógico en demasía. Se salva del didactismo, no obstante, porque no hay salida posible, porque si de algo somos reflejo es de la violencia de su mundo en nuestro mundo. Y viceversa.

“Axolotl” jugaba con la perspectiva, el paralaje, del narrador. Nettel consciente que no se vale reiterar aquello (que más allá de la parodia quedaría un vacío de repetición), busca mostrar el otro lado desde el recurso a la literatura misma; esto es, los personajes leen para aprender, saber y conocer a los animales que conviven con ello. Los protagonistas del primer cuento aprenden de sus peces, “luchadores de Siam” –de cuyas vidas ellos son un remedo—en los libros. Leer permite la comprensión no solo de la vida acuática sino también de la de ellos mismos: qué hacer cuando todo está por terminar. No, no hay respuestas; pero sí el conocimiento permite una mejor aceptación de lo que sucede. Así, la literatura se convierte en una peculiar fuente de saber, de rescate. Así como dos de los peces pelean, se hieren y, al final, deberán morir, la pareja despliega las aletas y escamas de su amor repitiendo un guión que, ahora sabemos, lleva milenios escribiéndose.

¿Cómo podría haberse salvado Gregorio Samsa de su condena? Imposible. No hay salvación. ¿O sí? En la delirante “Guerra en los basureros”, las cucarachas que se toman la casa de clase media alta de la tía Claudine donde se va a vivir de once años, resisten toda trampa y todo veneno. Excepto la estrategia más sencilla y, al mismo tiempo, brutal: convertirse en el menú de cada día. Sí, tal cual. En el momento en que Claudine dejando de lado sus prejuicios burgueses (por decir) da el vamos a la coleópterofagia, las parientes de Samsa deben dar marcha atrás. La caracterización de la anodina vida de la familia de clase media alta es notable –la sirvienta Isabel y, en particular, su silenciosa madre Clemencia, parodian el conocimiento ancestral que hemos perdido con la modernidad. Así y todo no debemos olvidar la perspectiva desde la que se narra la historia: el niño de once años ya es un profesor de biología especialista en insectos. Nuevamente el conocimiento (académico, científico) es el que busca dar el marco a una realidad que necesariamente se escapa. Lo que le sucedió a los once años, la guerra de las cucarachas, es algo que queda fuera de la explicación racional para el profesor universitario. El saber es otro. El saber es la literatura.

Peces, escarabajos y gatos. En “Felina” el embarazo de la gata reemplaza simbólicamente el fallido de la narradora que, gracias a la pérdida, puede proseguir sus estudios de postgrado en un lugar llamado Princeton. “Los vínculos entre los animales y los seres humanos pueden ser tan complejos como aquellos que nos unen a la gente”; comienza un tanto obvio el relato, para recordarnos después que “yo también era un animal” y que ella iba a reaccionar igual que lo haría su gata Greta (¿por Garbo?). Lo explícito del relato busca reforzar la pregunta final por el sentido de la libertad en tanto toma o no de decisión—y, por ese mismo intento reflexivo excesivo, el cuento cae en una propedéutica innecesaria.
Los dos cuentos finales, además de tratar de otras especies –hongos y ofidios- tienen como protagonistas a artistas. Quizá sea en esta relación, la que por cierto apunta a la de la escritora con su obra y su cuerpo (de la que leíamos en El cuerpo en que nací), la búsqueda fundamental de los relatos. Esto es, comprender el sentido y la violencia de la creación. Porque más allá de las relaciones con los otros, sean estos humanos o no, (o más acá), lo que está en cuestión es nuestra relación con nosotros mismos y con la capacidad nuestra de crear (lo que nos hace humanos es la posibilidad de hacer arte, así de simple). La violinista que decide convivir con sus hongos mientras mantiene su affaire, el dramaturgo que compra una serpiente para destruir el amor de su amante, son todos modos, metáforas diría alguien, de intentar dar una respuesta a esa búsqueda incesante, inefable e infinita que es la literatura. 

Sunday, February 16, 2014

El libro de la semana: Mariana Constrictor, de Guillermo Fadanelli



                                               
Sabina canta que hay mujeres que arrastran maletas cargadas de lluvia y otras que van al amor como van al trabajo. En estos cuentos de Fadanelli, algo se dice sobre mujeres, pero con la voz, más bien, de Tom Waits. En estos cuentos, como en la vida, los bares cierran y ella se habrá ido y no la volveré a ver nunca más. Todo pasa y nada queda, excepto la desazón y el desencanto de todo lo que pudo ser y, para peor, que en algún momento fue. Pero ya no. Fadanelli da cuenta de ese pasado reciente donde las esperanzas parecían tan cercanas que no nos dimos cuenta, ¡cómo nos íbamos a dar cuenta! He ahí la desgracia de los sujetos, mujeres y hombres, que recorren estos catorce cuentos notables, hermosos y, a ratos excesivamente, alegóricos (que es un modo de restregarnos la realidad demasiado realmente ante nuestros ojos).


Alcohol, drogas, mujeres (muy poco sexo, hemos de decir) conforman la cáscara de esta estructura de sentimiento sentimental que rezuman los relatos. Sólo la superficie: como sucede en el primero de ellos, “La visión de Magadalena”, donde el amor enmarca el terremoto del 85. Los protagonistas literal (y, oh, metafóricamente) duermen durante el azote sísmico. Al despertarse se dan cuenta que “la ciudad había intentado matarse”. Pero la vida debe continuar, que es decir que sin olvido no hay futuro: “Serví licor en los dos vasos y bebimos en silencio hasta que Magdalena volvió a quedarse dormida”. Mujeres fatales aparecen rápidas, como en “Me basta”—donde el narrador puede ver pero no tocar—o en el cuento que da el título al libro. Un cuento narrado desde la ebriedad no del alcohol, sino la del deseo ya derruido, de la resignación triunfadora. Ahora, lo que rescata aquí y en gran parte de su producción anterior a Fadanelli, es no caer en el melodrama sin fin; hay nostalgia, sí; hay melancolía, claro está. Pero hay mucho humor, sarcasmo, risa, ironía, Y de todo tipo: aburrida, obvia, genial, reiterativa, paródica, auto-paródica, pero siempre necesaria. Desde comparaciones simplemente graciosas que nos vuelven a recordar al bardo español que citábamos arriba –“amargo como té de alcachofa”—a la desopilante descripción (a ratos triste a ratos macabra a ratos ingenua incluso) de la vida urbana, popular, fresa, o muy fresa, en la gran e infinita Ciudad de México, como la del tipo que le ofrecen un trabajo como guardia de seguridad cuidando pinturas en una exposición o la del padre del narrador que las hace de director de una asociación “a favor de la vida” en la que participan curas que tienen una interpretación un tanto particular del favor que les debe la vida. En este relato, “El llanto de los corderos” el vínculo directo y explícito con la realidad extra diegética (o sea, con lo que pasa en realidad) produce un efecto extraño, pues le resta fuerza al cuento—digamos que la violencia de la realidad supera a la de la ficción.
El cinismo se ha dejado atrás, así como se ha dejado atrás, ya, la tristeza. Es una particular condición humana que se comienza a vislumbrar en el opus fadanelliani: “prefiero ser un hombre que mira a ser un hombre que participa”, leemos en “El jardín de los ciegos” y quizá ahí radique una de las claves para comprender no solo la literatura que leemos sino nuestra condición contemporánea y, también, la del arte.


Esta última se ve parodiada con exquisito exceso En “Mike Vanguardia” un texto que podría jugar como borrador de Lezama Lima: acumulación de todas las vanguardias que nunca fueron, narración resumida al máximo de la solo vanagloria que constituyeron; alegoría paradójica de lo que las vanguardias no fueron y de lo único que pueden ser: un viejo comiendo Corn Flakes.
Claro que hay caídas: una cena navideña que mejor no recordar y un olvidable (doblemente) viaje en ácido. Pero la recuperación es brutal, como brutal es el cuento “Esteban, el sonámbulo”. Aquí, el narrador se acerca de nuevo a un tema recurrente en las noticias –el del bullying—pero saca literalmente de quicio sus límites. La brevedad y aparente simpleza del lenguaje hacen de estas páginas un ejemplo de la potencia que puede alcanzar la literatura. Algo similar, pero, de nuevo en vena paródico-poética ocurre con la historia de los chicos que se van a Nueva York a vender pinos en la calle, con un frío de los mil diablos. El título del cuento no se presta a equívocos: “Poeta en Nueva York”. Pero aquí el rey de Harlem que con una cuchara arrancaba los ojos a los cocodrilos, se ha convertido en un medroso empresario texano de medio pelo.
La vida es peor que un escupitajo, concluyen los personajes del último cuento. Y, esto, como lo que la mujer de “Me basta” hace, viene dado desde la conciencia de la creación literaria misma. En su Weltanschauung cataléptica (mirar el mundo como si estuviese muerto), Fadanelli busca una y otra vez salidas sin encontrarlas. Mejor dicho, sin aparentar encontrarlas, pues cada uno de sus relatos, y todos en ellos en su conjunto –como poco a poco todo el cuerpo de su obra—va creando, como dicho, una metáfora de lo contemporáneo y una alegoría del devenir en el DF, en México y, por qué no, en América Latina.
Fadanelli, es, a fin de cuentas, el Berceo de nuestros días. Y eso no es poco.

Saturday, February 8, 2014

El libro de la semana: Ciudad de la memoria, de José Emilio Pacheco


Llegué a Ciudad de México, mi ciudad de la memoria, poco después de la muerte de José Emilio Pacheco. Sucedió así, como suceden las cosas en la vida. La ciudad continuaba con su bullicioso habitual, sus taxis por Insurgentes, los olores a cebolla frita repartidos en cada salida del metro, la prisa de sus habitantes que buscan entre las calles el futuro de tanto pasado.



Hace mucho había leído esa gran novela que es la novelita Las batallas en el desierto en las que Carlos (¿era ese su nombre?) caminaba mucho por el mismo barrio donde yo había vivido y muy cerca de donde ahora me quedaría. La Roma. Mucho ha cambiado, pensé al ver los nuevos hoteles y locales a lo largo de Álvaro Obregón. Junto a las fuentes decimonónicas, parrilladas argentinas y mezcalerías hipster; mi restaurant favorito en la plaza Luis Cabrera; la copia del David un poco más allá; ir a comprar al mercado de Medellín. Caminar la Roma en la tarde, a esa hora peligrosa del ocaso, donde nada termina de ser y nada ha comenzado aún, y tocar el aire que nos rodea (el aire que ya ha dejado su trasparencia para lograr un estado diferente en esta ciudad de los espejos y los espejismos), mirar el cielo y ver las nubes anaranjadas, rosáceas, terriblemente hermosas sobre las casas y sus vestigios y su historia –tanta historia tanta—, esos restos del terremoto del 85 que marcan una cicatriz en el cuerpo de la ciudad; recorrer esas aceras y calles cuando la ciudad aún no comienza su vuelta al silencio (es un decir), es bello. Bello como solo puede serlo la vida o la muerte o un poema. Sí, bello, como esta ciudad, mi ciudad de la memoria.


Compré este breve libro infinito en El péndulo casi al azar. Poemas escritos entre 1986 y 1989; poemas que hablan de lo que pasó y de lo que no pudo ser, del tiempo (porque Pacheco sabe, como los grandes poetas –quizá Quevedo fuera el más grande de todos--, que la poesía es solo tiempo y su tarea imposible, la de la poesía, es apresarlo: “El tiempo no pasó: / aquí está. / Pasamos nosotros/ Sólo nosotros somos el pasado”). 

Comencé entonces a releer --a reconocer diría mi padre pensando en un sueño de Hegel y en otro verso de Gramsci; esto es, a volver a entregarse por completo--Ciudad de la memoria.
¿Cómo hablar de la poesía sin caer en la redundancia o el derrotero de la derrota poética? Partir acaso notando los nexos, los vínculos, los aires que nos recuerdan a otros poetas. El maravilloso epígrafe de Lihn, del que sale el título, acaso. O, tal vez, la voz de Pavese que emerge sin subterfugios, violenta, potente, radical, en todo canto de la muerte que vendrá de noche y de la vida y de la tierra roja y negra: “A vivir y a morir hemos venido / para eso estamos / Nos iremos sin dejar huella”.



Afuera la luz se apaga lentamente. Pacheco sufre en cada verso que escribe: pero también en su memoria de lo vivido, de lo pasado –del amor que no pudo ser, de las chicas Armas que tanto quisimos todos nosotros—hay un dar gracias a la única certeza que nos queda la de haber vivido. Y no es poco. Es más, en ese movimiento que va de la desolación total, del sinsentido de la vida a la certeza de que hay algo en ella que, a pesar de todo, contra viento y contra marea, sí vale la pena, que ese tiempo que pasamos por estos lados (en esta ciudad de la memoria) sí importa, radica la fuerza literalmente vital de estos poemas: “Y a pesar de todo esto aún creo en ti, / enigma de lo que existe:/ horrible, absurda, gloriosa vida /que no cambiamos (ni en el anzuelo) por nada”. Porque somos una carnada viva que espera ser atrapada. Pero también somos aquellos que sueñan y crean la memoria del futuro. A pesar de lo terrible del siglo veinte que inventamos –un siglo que nos obliga a condenarnos, mas el mismo tiempo nos rescata: “Porque al fin y al cabo /creó este presente el porvenir que choca”—a pesar de la brutalidad que recreamos una y otra vez, queda una luz (y una sombra) de esperanza.
Y no es el poema, la poesía, la última de ellas: “O lo levantas o lo dejas pasar” como sucede con tantas cosas que son igualmente un milagro (la interrupción por unos segundos de nuestro marco de creencias); y después, como Vallejo o como Rilke o como Bécquer, después de la poesía debemos despedirnos (pero la poesía permanece). Porque “Así vivimos siempre: despidiéndonos”. Y esa despedida en la poesía nunca es definitiva, siempre continúa, no acaba y extiende su presencia más allá de todo (y más acá). Como la poesía de José Emilio Pacheco en esta ciudad de la memoria