Llegué a Ciudad de México, mi ciudad de la memoria, poco después de la muerte de
José Emilio Pacheco. Sucedió así, como suceden las cosas en la vida. La ciudad
continuaba con su bullicioso habitual, sus taxis por Insurgentes, los olores a
cebolla frita repartidos en cada salida del metro, la prisa de sus habitantes
que buscan entre las calles el futuro de tanto pasado.
Hace
mucho había leído esa gran novela que es la novelita Las batallas en el desierto en las que Carlos (¿era ese su nombre?)
caminaba mucho por el mismo barrio donde yo había vivido y muy cerca de donde
ahora me quedaría. La Roma. Mucho ha
cambiado, pensé al ver los nuevos hoteles y locales a lo largo de Álvaro
Obregón. Junto a las fuentes decimonónicas, parrilladas argentinas y
mezcalerías hipster; mi restaurant
favorito en la plaza Luis Cabrera; la copia del David un poco más allá; ir a
comprar al mercado de Medellín. Caminar la Roma en la tarde, a esa hora
peligrosa del ocaso, donde nada termina de ser y nada ha comenzado aún, y tocar
el aire que nos rodea (el aire que ya ha dejado su trasparencia para lograr un
estado diferente en esta ciudad de los espejos y los espejismos), mirar el
cielo y ver las nubes anaranjadas, rosáceas, terriblemente hermosas sobre las
casas y sus vestigios y su historia –tanta historia tanta—, esos restos del
terremoto del 85 que marcan una cicatriz en el cuerpo de la ciudad; recorrer
esas aceras y calles cuando la ciudad aún no comienza su vuelta al silencio (es
un decir), es bello. Bello como solo puede serlo la vida o la muerte o un
poema. Sí, bello, como esta ciudad, mi ciudad de la memoria.
Compré
este breve libro infinito en El péndulo
casi al azar. Poemas escritos entre 1986 y 1989; poemas que hablan de lo que
pasó y de lo que no pudo ser, del tiempo (porque Pacheco sabe, como los grandes
poetas –quizá Quevedo fuera el más grande de todos--, que la poesía es solo
tiempo y su tarea imposible, la de la poesía, es apresarlo: “El tiempo no pasó:
/ aquí está. / Pasamos nosotros/ Sólo nosotros somos el pasado”).
Comencé
entonces a releer --a reconocer diría mi padre pensando en un sueño de Hegel y
en otro verso de Gramsci; esto es, a volver a entregarse por completo--Ciudad de la memoria.
¿Cómo
hablar de la poesía sin caer en la redundancia o el derrotero de la derrota
poética? Partir acaso notando los nexos, los vínculos, los aires que nos
recuerdan a otros poetas. El maravilloso epígrafe de Lihn, del que sale el
título, acaso. O, tal vez, la voz de Pavese que emerge sin subterfugios,
violenta, potente, radical, en todo canto de la muerte que vendrá de noche y de
la vida y de la tierra roja y negra: “A vivir y a morir hemos venido / para eso
estamos / Nos iremos sin dejar huella”.
Afuera
la luz se apaga lentamente. Pacheco sufre en cada verso que escribe: pero
también en su memoria de lo vivido, de lo pasado –del amor que no pudo ser, de
las chicas Armas que tanto quisimos todos nosotros—hay un dar gracias a la
única certeza que nos queda la de haber vivido. Y no es poco. Es más, en ese
movimiento que va de la desolación total, del sinsentido de la vida a la
certeza de que hay algo en ella que, a pesar de todo, contra viento y contra
marea, sí vale la pena, que ese tiempo que pasamos por estos lados (en esta
ciudad de la memoria) sí importa, radica la fuerza literalmente vital de estos
poemas: “Y a pesar de todo esto aún creo en ti, / enigma de lo que existe:/
horrible, absurda, gloriosa vida /que no cambiamos (ni en el anzuelo) por
nada”. Porque somos una carnada viva que espera ser atrapada. Pero también
somos aquellos que sueñan y crean la memoria del futuro. A pesar de lo terrible
del siglo veinte que inventamos –un siglo que nos obliga a condenarnos, mas el
mismo tiempo nos rescata: “Porque al fin y al cabo /creó este presente el
porvenir que choca”—a pesar de la brutalidad que recreamos una y otra vez,
queda una luz (y una sombra) de esperanza.
Y no es
el poema, la poesía, la última de ellas: “O lo levantas o lo dejas pasar” como
sucede con tantas cosas que son igualmente un milagro (la interrupción por unos
segundos de nuestro marco de creencias); y después, como Vallejo o como Rilke o
como Bécquer, después de la poesía debemos despedirnos (pero la poesía
permanece). Porque “Así vivimos siempre: despidiéndonos”. Y esa despedida en la
poesía nunca es definitiva, siempre continúa, no acaba y extiende su presencia
más allá de todo (y más acá). Como la poesía de José Emilio Pacheco en esta ciudad
de la memoria
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