Saturday, February 8, 2014

El libro de la semana: Ciudad de la memoria, de José Emilio Pacheco


Llegué a Ciudad de México, mi ciudad de la memoria, poco después de la muerte de José Emilio Pacheco. Sucedió así, como suceden las cosas en la vida. La ciudad continuaba con su bullicioso habitual, sus taxis por Insurgentes, los olores a cebolla frita repartidos en cada salida del metro, la prisa de sus habitantes que buscan entre las calles el futuro de tanto pasado.



Hace mucho había leído esa gran novela que es la novelita Las batallas en el desierto en las que Carlos (¿era ese su nombre?) caminaba mucho por el mismo barrio donde yo había vivido y muy cerca de donde ahora me quedaría. La Roma. Mucho ha cambiado, pensé al ver los nuevos hoteles y locales a lo largo de Álvaro Obregón. Junto a las fuentes decimonónicas, parrilladas argentinas y mezcalerías hipster; mi restaurant favorito en la plaza Luis Cabrera; la copia del David un poco más allá; ir a comprar al mercado de Medellín. Caminar la Roma en la tarde, a esa hora peligrosa del ocaso, donde nada termina de ser y nada ha comenzado aún, y tocar el aire que nos rodea (el aire que ya ha dejado su trasparencia para lograr un estado diferente en esta ciudad de los espejos y los espejismos), mirar el cielo y ver las nubes anaranjadas, rosáceas, terriblemente hermosas sobre las casas y sus vestigios y su historia –tanta historia tanta—, esos restos del terremoto del 85 que marcan una cicatriz en el cuerpo de la ciudad; recorrer esas aceras y calles cuando la ciudad aún no comienza su vuelta al silencio (es un decir), es bello. Bello como solo puede serlo la vida o la muerte o un poema. Sí, bello, como esta ciudad, mi ciudad de la memoria.


Compré este breve libro infinito en El péndulo casi al azar. Poemas escritos entre 1986 y 1989; poemas que hablan de lo que pasó y de lo que no pudo ser, del tiempo (porque Pacheco sabe, como los grandes poetas –quizá Quevedo fuera el más grande de todos--, que la poesía es solo tiempo y su tarea imposible, la de la poesía, es apresarlo: “El tiempo no pasó: / aquí está. / Pasamos nosotros/ Sólo nosotros somos el pasado”). 

Comencé entonces a releer --a reconocer diría mi padre pensando en un sueño de Hegel y en otro verso de Gramsci; esto es, a volver a entregarse por completo--Ciudad de la memoria.
¿Cómo hablar de la poesía sin caer en la redundancia o el derrotero de la derrota poética? Partir acaso notando los nexos, los vínculos, los aires que nos recuerdan a otros poetas. El maravilloso epígrafe de Lihn, del que sale el título, acaso. O, tal vez, la voz de Pavese que emerge sin subterfugios, violenta, potente, radical, en todo canto de la muerte que vendrá de noche y de la vida y de la tierra roja y negra: “A vivir y a morir hemos venido / para eso estamos / Nos iremos sin dejar huella”.



Afuera la luz se apaga lentamente. Pacheco sufre en cada verso que escribe: pero también en su memoria de lo vivido, de lo pasado –del amor que no pudo ser, de las chicas Armas que tanto quisimos todos nosotros—hay un dar gracias a la única certeza que nos queda la de haber vivido. Y no es poco. Es más, en ese movimiento que va de la desolación total, del sinsentido de la vida a la certeza de que hay algo en ella que, a pesar de todo, contra viento y contra marea, sí vale la pena, que ese tiempo que pasamos por estos lados (en esta ciudad de la memoria) sí importa, radica la fuerza literalmente vital de estos poemas: “Y a pesar de todo esto aún creo en ti, / enigma de lo que existe:/ horrible, absurda, gloriosa vida /que no cambiamos (ni en el anzuelo) por nada”. Porque somos una carnada viva que espera ser atrapada. Pero también somos aquellos que sueñan y crean la memoria del futuro. A pesar de lo terrible del siglo veinte que inventamos –un siglo que nos obliga a condenarnos, mas el mismo tiempo nos rescata: “Porque al fin y al cabo /creó este presente el porvenir que choca”—a pesar de la brutalidad que recreamos una y otra vez, queda una luz (y una sombra) de esperanza.
Y no es el poema, la poesía, la última de ellas: “O lo levantas o lo dejas pasar” como sucede con tantas cosas que son igualmente un milagro (la interrupción por unos segundos de nuestro marco de creencias); y después, como Vallejo o como Rilke o como Bécquer, después de la poesía debemos despedirnos (pero la poesía permanece). Porque “Así vivimos siempre: despidiéndonos”. Y esa despedida en la poesía nunca es definitiva, siempre continúa, no acaba y extiende su presencia más allá de todo (y más acá). Como la poesía de José Emilio Pacheco en esta ciudad de la memoria







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