--A ver si Griphius se pone las pilas--dijo.
¿Tarda
treinta horas el vuelo desde Beijing a Los Ángeles? Curioso que esa fuera la
duda que me quedara después de leer las rápidas y en su mayoría entretenidas
500 páginas de Logia, la novela de
Ortega que, como suele pasar en casos similares, reúne éxito de ventas con
aniquilamiento crítico. De eso voy a hablar también un poco más adelante. Pero
primero veamos lo del avión de China a Estados Unidos. Por supuesto que el
vuelo es mucho más breve. A lo sumo catorce horas. Ahora, ¿por qué me habría de
molestar ese detalle insignificante, siendo que si es por “problemas” sería
fácil mencionar muchos otros? Pues bien: uno de los grandes aciertos de la
novela es su pretensión realista, su verosimilitud; es decir, su hacer como si todo lo disparatado de la
acción fuese real. El recurso a la tecnología de punta –incluyendo drones y
armamento de última generación mencionado con sus números y siglas (da lo mismo
si son ‘verdaderos o no’, lo que importa es que lo parezcan)—crea una sensación
de contemporaneidad suavemente futurista que hace muy buen juego con la
temática histórica-paródica de la novela. Por eso, en ese contexto, el
comentario por parte del protagonista, dicho al pasar, respecto a la duración
del vuelo rompe la ilusión que se busca crear. Y, claro, eso es lo peor que le
puede pasar a una novela: sacarnos de ella misma.
Sin
embargo, esto no hace necesariamente de Logia
una mala novela. Creo que ahí podemos hallar precisamente un posible
sentido y una estrategia que si bien no es original (por qué tendría que serlo
además), no deja de dar buenos resultados. Vamos un poco para atrás: la novela
emplea estrategias clásicas de los thrillers. Una acción rápida, mucho diálogo,
lenguaje a ratos formulaico, ciertos quiebres en el argumento que buscan ser
sorpresivos, una escena de sexo cada cincuenta o noventa páginas (cuan
explícitas dependen del público que se tenga en mente), mención de eventos
sociales y políticos recientes con los cuales los lectores se relacionen con
facilidad, un secreto a ser revelado, etc. Muchos de estos libros han llegado a
ser lo que la crítica suele denominar despreciativamente como best-seller (no
así los editores, para quienes los best-sellers, obvio, son una buena cosa).
Sin duda en ese desprecio hay algo de razón: si se considera que la “buena”
literatura implica, entre otras cosas, un uso del lenguaje más elaborado, claro
está que Logia no es un modelo a
emular (por “elaborado” podemos entender muchas cosas, desde construcciones
poéticas a lo Góngora al comentario que el crítico Harold Bloom le hacía a Harry Potter: repetición y/o pobreza de
vocabulario; por ejemplo, usar siempre la misma comparación o la misma
metáfora). Pero también en el desprecio hay algo de incomprensión y, quizá, un
poco de envidia. La salida fácil es decir que el público gusta de libros
“fáciles” y “livianos” que, como el 99% de los programas de televisión no
necesitan que uno “piense”; la literatura permite un escape fácil y facilista
de la realidad, etc. Ya quisieran muchos de los críticos (yo me incluyo) saber
cómo escribir una novela que la gente quiera leer (además, como bien sabían los
griegos, la entretención es una de las tareas fundamentales de la literatura).
Pero me
he ido un poco por las ramas. Retrocedamos: Logia
ha sido llamado el “Código Da Vinci chileno” (ese afán sin fin de comparar
con …), o por lo menos eso me dijo la persona que me lo vendió. No obstante, y
aquí regreso al vuelo de 30 horas, la gran diferencia, del porte de un buque de
treinta horas, es que la novela de Ortega, gracias a Dios y a los masones, no
se toma en serio. Se sabe parodia. Se sabe joda. Se sabe entretención y, como
mucho divertimento, tira sus palos por aquí y por allá, a los fanáticos
religiosos, a ciertos convencionalismos sociales. Claro, no se trata de una
parodia elaborada, cuidadosa; es más bien una tomada de pelo de la historia que
nos enseñan (y aquí uno podría largarse a decir que toda historia es y ha sido
una construcción que viene desde cierta perspectiva –la de los ganadores,
etc.—y que perfectamente podría ser otra
la historia; pero ese tipo de análisis quedará para otra ocasión), de las
formas de los thrillers y sus convenciones (y no por parodiarlos deja de
serlo).
Vargas
Llosa, quien como crítico no es mi taza de té como dirían los súbditos de la
Reina Liz Dos, hace un comentario sobre la trilogía de Stieg Larsson que me
quedó dando vueltas. Dice algo aquí como que a pesar de todas los errores,
absurdos, pobreza del lenguaje, hay algo en el personaje de Lisbeth Salander
que hace que ella sea inolvidable (o formidable, no tengo la cita exacta). No
creo que ninguno de los personas de Logia
alcance los ribetes de Lisbeth (en todo caso mis candidatas serían Princess
y Ginebra—esta última con una historia que recuerda a la de la heroína de Larsson);
y, en todo caso, la comparación es injusta para ambos lados. Lo que sí podemos
pensar es que en la rapidez de sus diálogos, en medio de su parafernalia
tecnológica, más allá de las explicaciones y recuentos históricos que parecen
sacados de Wikipedia, hay un algo –un algo que se parece al humor—que hace que
a fin de cuentas no importe que nos demoremos treinta horas en un vuelo de
Beijing a LAX.