Friday, August 29, 2014

El libro de la semana: El hombre nacido en Danzig, de Guillermo Fadanelli


Desde y cuando la fama de los detectives, ha habido y las hay variantes múltiples y polifacéticas. De hecho, dicen algunos que por tierras latinoamericanas los detectives empezaron dando vuelta lo que se venía haciendo por otros lados, dizque el país del norte o la vieja Europa. Como en todo, algo de verdad hay, pero nunca la es toda. Alguna vez leí una novela de un suizo que a mediados de siglo daba otra vuelta al fracaso del investigador, policía, sabueso de la ley. Alguna vez alguien me contó la historia de una detective que encontraba la verdad escuchando a Pink Floyd; y mucho antes tuve un profesor que me enseñó que la novela policial no es más que un intento de buscarse a uno mismo, de pinche modo, pero qué se le va a hacer. Pues bien: ni modo: Fadanelli se ríe y honra a todas esas variantes y posibilidades en este El hombre de Danzig, un texto que combina la desopilante filosofía con la reflexión anacoluta sobre las mujeres y convierte al detective en, precisamente, un buscador de imágenes del yo. Ni más ni menos, porque, claro, si le hacemos caso al título, el protagonista de todo este fandrollo no es el detective Riquelme ni tampoco el narrador protagonista enamorado de la casi inexistente Elisa Miller, sino el irreparable (y para algunos inmejorable) Chope (aka. Schopenhauer).
Lamentablemente terminé de leer la novela en un bar en Boston y no, como hubiese merecido, en alguno de esos medios hipsertos que ahora polulan por la Roma, donde habita el narrador enamorado perdido. Sí, Fadanelli tiene la capacidad de escribir incluso en contra de él; y eso lo logra escribiendo con un desenfado controlado y una reflexión a ratos desmadejada a ratos brillante. Si Fadanelli fuese escritor (y conste que lo es) no sería ninguna de los muchos que cita y con los cuales, graciosamente, dialoga en la novela; no, sería alguien más cercano a Balzac (por supuesto) o a Bolaño ( qué aburrido) o   a Sor Juana. De un modo estridente y estrepitoso, Fadanelli es un claro heredero de la sabia y labia de la monja.



Ahora, ¿qué sucede en las líneas de este policial que es, claro, cualesquiera cosas menos aquella? El narrador habla de sí mismo todo el tiempo: maniático, insoportable e incluso a ratos aburrido. Pero insiste  ahí comienza una nueva densidad de la risa y del amor y del pensamiento. Todo junto y remezclado y difícil de digerir por la rapidez de la escritura (da la impresión de una velocidad que algunos entenderían como flojera chilena o hueva mexicana), pero aquello sería un engaño: El hombre de Danzig es una foto del presente y del malestar de la cultura actual.
OK, no es necesario decir tanto: es un texto que nos permite reírnos de lo que pasa hoy, de nuestras ansiedades y de las de otros.



            Pero estábamos hablando de un policial. Y también estábamos hablando de Pink Floyd. Porque Fadanelli se da el gusto exagerado de hablar de lo que quiera. Y aquello que puede parece simple tarea, no deja de ser algo: no es fácil divagar, divertir, soñar, irse por los caminos perdidos y los recodos incógnitos de la vida y los menos remotos de la filosofía.



            El protagonista ha sido jugador de básquetbol: una sabiduría que se presta tanto para la metáfora del coito como para la filosófica; y la novela juega entre ellas. Todo saber es un saber imposible; todo puede ser joda, todo puede ser otra cosa y al final lo que sabemos  no es nada, o al menos nada que quede, porque, y aquí llegamos al meollo del asunto, se trata del tiempo y del abandono que todos temprano o tarde tenemos que sufrir: si Elisa  o quien sea te deja puedes por fin sentir que algo significante ha sucedido en tu vida. Ser abandonado, en la poética de Fadanelli, equivale a existir (y no vamos a entrar aquí en la discusión sobre si está en lo correcto o no); pero lo grave ( y lo divertido) es que no basta con existir. Hay que hacer/ser algo más.
La amalgama del texto vuelve a ser, como en gran parte de la narrativa del autor, la gran y mágica ciudad, el hermoso y horrible DF. Los personajes recorren la ciudad –capaz que se escapen en algún momento a San Miguel de Allende—y nosotros con ellos. La realidad recorre esas aceras, barrios, colonias: emerge otra ciudad: la que está latente en cada uno de nosotros, la que todos queremos que sea y la que todos sufrimos más allá de nuestras mismas posibilidades.
Son pocos y pocas las escritoras y los escritores que logran armar aquello que los críticos y las críticas gustan llamar un cuerpo o un corpus, no necesariamente coherente, pero que tenga un sentido o un llamado. Fadanelli no es solo uno de los mejores cronistas de su ciudad dando vueltas, sino uno de los pocos que reflexiona y se ríe al mismo tiempo de los avatares de la literatura en nuestros días escribiendo aquello tan inexistente como la literatura.





n momento a San Miguel de Allende--DF. Los personajes recorren la ciudad --capaz  la gran y macer/ser algo mfrir: si Elisa  o qu
  

Thursday, August 21, 2014

El libro de la semana: La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Joël Dicker





Creo que es la primera vez en estas virtuales páginas que comento una novela que he leído en traducción. Y, para decir verdad, quería mantener esa línea y seguir escribiendo sobre literatura mexicana y, en menor medida, latinoamericana (algo que cambiará en las próximas semanas, cuando deje las tierras del Anáhuac). ¿Por qué esta interrupción y este paréntesis crítico? Pues bien, seamos más o menos honestos: El libro del suizo Dicker, un chavo que nació en 1985 lo cual lo hace más o menos joven (según la novela de la que hablaremos a los 31 uno ya es –o no—un adulto; a Dicker le queda poco), ha gozado de algo que no suele darse muy a menudo: éxito de ventas y éxito de crítica (al parecer no solo periodística, si hemos de creer a lo que la editorial anuncia y lo que los mismos periódicos dicen). O sea, se nos presenta como gran literatura que, además, gusta a los desocupados lectores. No voy aquí a entrar a discutir si es o no es “gran literatura”, una categoría tan cargada ideológicamente que podríamos perdernos en el berenjenal y no salir nunca más. Además, como dicho, leí La verdad sobre el caso Harry Quebert en español, mejor debiera decir en castellano o mejor en un español de España que es en muchas ocasiones insoportable. Pero mejor me explico, pues que no tengo nada en contra del idioma como lo hablan en la península; más bien al contrario, es de un riqueza, vivacidad y belleza ejemplares. Lamentablemente eso no se nota en esta traducción. Uno entiende que el traductor deba optar al traducir, por ejemplo, diálogos de un habla ‘popular’ (o informal inculta como alguna vez aprendí en una clase de dialectología), por una variante determinada. Así, al elegir un insulto coloquial deberá decidir si emplear el vocablo chileno, el argentino, el guatemalteco o el que mejor le parezca. Ahora bien, si quiere que el texto circule y se lea bien por todo el continente, ¿qué hacer? La opción en este caso fue sencilla: emplear el español castizo y que el resto se joda. El problema es que también se jode el libro. Y no es que no exista alternativa: a riesgo de perder cierta vivacidad es posible emplear, siguiendo con el ejemplo anterior, insultos coloquiales que atraviesan fronteras. Sí, no es tan difícil insultar en un español que no suene extraño o fuera de lugar para muchos lectores. Una defensa posible: se trata de una estrategia irónica, una elección que va de la mano con el sentido y el tono de la novela francés. Si es así, no pesqué la ironía.



Dejemos entonces de lado el problema de traducción y digamos que a pesar de los pesares, la novela efectivamente se lee rápido y logra enganchar la atención del lector. Uno quiere saber qué pasa, juega a ser el detective e intenta descubrir quién fue el que mató a Nola. Lo típico de una novela con tonalidades detectivescas, pero con gracia y con suficientes vueltas de tuercas para perder a muchos; pero sin perder nunca la estructura, impecablemente construida.
Claro que no se trata solo de eso: la novela quiere ser una reflexión sobre el amor y sobre la literatura. De literatura se habla bastante; los protagonistas son escritores o han querido serlo; el ser o no ser deviene un escribir o no escribir y la cuestión de la relación entre escritura y verdad se despliega elegantemente. Harry aconseja a Marcus; es el maestro y el discípulo; el viejo y el joven; y al final, con esto no echo a perder nada, se espera que el padre deba ser asesinado para que el hijo pueda surgir. Ciertamente escribir no es nada fácil; pero tampoco escribir es sinónimo de éxito y de felicidad; y esta sí es la ironía que logré agarrar: el narrador escribe desde cuando ya es doblemente famoso; desde el éxito que tuve con su primera y lo difícil que fue para él escribir la también exitosa segunda novela.
A ratos los consejos literarios y las reflexiones meta que abundan pueden sonar un poco pedantes y agotadoras, pero dentro de la velocidad del relato policial son tragables. Lo que es más difícil de digerir es el lado del amor. No las historias de amor, que en ello a nadie se le puede pedir originalidad. Sino en los diálogos dizque amorosos (y aquí voy a salvar al traductor y suponer que en el original francés suenan más o menos parecido). Voy a evitarle al lector la cita de alguna de esas frases que podrían decorar los cuadros más cursis, escribirse en el bronce más recargado, estamparse en papeles de ferias artesanales trasnochadas. Cualquier comedia romanticona de cuarta categoría tiene mejores diálogos; y no se trata de romanticismo… a no ser que, de nuevo, se trate de ironía; de llevar la exageración de la frase, del sentimiento desnudado de palabras, para dar cuenta del estado actual de la sociedad. Quizás. Perhaps. Peut-etre.



Me quedo con la trama y la búsqueda de Marcus; su tono desmadejado, su escritura perdida, el modo en que se arma el relato, el secreto que se revela una y otra vez. Me quedo con la imagen de la literatura como boxeo; y quiero creer que estamos leyendo una parodia, un texto que se ríe de sí mismo y de nosotros que lo leemos. Pero eso no siempre resulta fácil.  


Tuesday, August 12, 2014

El libro de la semana: Arquitecturas de lo invisible, de Karla Marrufo


En casi todos los países de aquello que llamamos América Latina, las provincias han quedado relegadas de uno o de muchos modos: económicamente, socialmente, culturalmente… y crónicamente. O sea, que este ha sido un problema crónico y que además se da en la crónica. Hay excepciones, por cierto, que ella aunque no prueban nada tampoco lo contradicen tanto: Medellín, Valparaíso, Puebla, Guayaquil, sí, de haberlos los hay, pero la gran mayoría se centra en las ciudades capitales urbes. Valga lo anterior como innecesaria introducción para unas breves palabras sobre estas crónicas encantadoras e inteligentes que buscan una mayor visibilidad en el circuito mexicano.



Marrufo escribe su Mérida, su ciudad blanca, desde la experiencia de ir y volver a ella, como se vuelve siempre a un primer amor. Deja en claro, partiendo del inefable (y ya que estamos hablando de ciudades, inevitable), Calvino, que lo suyo dejará de lado el estereotipo, lo pintoresco, el costumbrismo turístico que ha invadido a Mérida: “el mapa desdoblado sobre esas páginas recorre los principales centros de entretenimiento vertiginosamente multiplicados en los últimos años: casinos, centros comerciales, antros y discos y, en general, bares de diverso tipo desplegados a lo largo del Paseo y Prolongación Montejo”.  Y de diverso tipo tratan las crónicas que siguen: al centro comercial que ha pasado a reemplazar el negocio del centro al antro gay o el lugar de stripper o el bar para la conversación pasando por el Impala siempre lleno desde tiempos inmemoriales.



Hay nostalgia en estas letras: una nostalgia breve de la infancia, de los dibujos animados, de lo que alguna vez se tuvo; pero a la vez es una nostalgia que, como diría Grinberg-Pla, construye, crea también, produce. Si la palabra es, por definición, memoria; en estas palabras la memoria busca abrirse al futuro, pensar posibilidades que van más allá del presente. ¿Por qué? Porque desde la nostalgia se escriben las letras críticas del presente de la ciudad. Su conservadurismo que se respira en cada esquina; su ritmo que es un pasado que se niega a bienmorir. Arquitecturas de lo invisible (título de sueños calvianos) maneja muy bien el doble posicionamiento de la voz: adentro y afuera, in and out, mirando lo que sucede, comentando, escuchando, pispando, respirando el aire y viendo la oscuridad de la luna y de los sitios que oscurecen aún más la noche; y adentro: siendo la protagonista, caminando casi de la mano con un visitante, recordando lo que alguna vez pudo haber hecho por esas mismas rúas. En fin, hay una suave y querible liviandad que poco a poco va dando paso para el develamiento de una ciudad otra (otra para el que solo ve cierta superficie; extraña, por cierto, para el turista que solo comparte un extremo mínimo de este recorrido).



Marrufo repite, quizá un poco demasiado, el asombro casi espantoso que le produce darse cuenta que lo local de la ciudad ha devenido una amalgama de gustos y colores globales. La música, una compañera bienvenida en estas crónicas, muestra esta invasión que no es solo inevitable sino como canción que valga la pena, traicionera. ¿Qué queda de la Mérida de antaño, de sus usos y costumbres pareciera a ratos preguntarse la cronista? Por suerte, creo entrever, la interrogante es irónica y quizá la mejor respuesta está en la risa introvertida que aparece entrelíneas y las anécdotas de las mujeres comprando lo que hay que comprar porque hay que comprarlo, o los tipos apropiándose de ciertos tragamonedas en los casinos. También, queda en el aire, dando vueltas, la posibilidad de pensar el pasado de la ciudad en la secuencia lógica, etimológica, de su propio nombre.



Al final de la última crónica, se nos habla de la capacidad de transformación de la que nos pueden dotar nuestros deseos. Quizá ahí radique el corazón (y la luna) de estas crónicas: querer hacer de la palabra una transformación; querer llegar a ella desde los deseos que nos constituyen cada día y en cada momento. No es fácil, por cierto, lograr como ciudad o como ciudadano, esa transformación; la letra de Marrufo busca (sueña) llegar a ese cambio. Claro que Marrufo se detiene ahí, en esa posibilidad sin apuntar ni apostar más. Y está bien que así lo haga, pues lo que sueña (y lo que busca) es mostrar primero el mundo y luego, tal vez, perhaps, cambiarlo.
Difícil hablar de la suavidad o el ritmo de una prosa; pero estas crónicas han sido escritas al amparo de la noche y de unas buenas cervezas, pues el calor que puede ser agobiante en Mérida, solo se siente en ráfagas breves. Que a uno, más huidobriano que nada, le sobre un adjetivo, puede ser. Que a otro le asuste la ausencia o la presencia de alguien o de alguno, quizás. Pero el aire queda como queda el amor y como, quizá, queda la escritura. 


Wednesday, August 6, 2014

El libro de la semana: Cóbraselo caro, de Élmer Mendoza

“El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”, le dicen a Juan al comienzo de la que quizá sea la mejor novela en español del siglo XX. Haciendo irónico juego con ella, recordando su vida de escritor policial, Mendoza toma el final de la frase para titular un texto que no solo es homenaje al medio siglo que cumpliera el 2005 la novela de Rulfo, sino también una reflexión hermosa sobre la escritura, la memoria y el olvido (lo cual quizá sea la misma cosa).



El olvido es lo que va acentuando su marca en el protagonista, Nick Pureco. Poco a poco va olvidando todo: los nombres, los lugares, los rostros; poco a poco, todo va adquiriendo facetas fantasmales, la realidad se confunde con la realidad otra, los planos de los vivos y los muertos, como sucedía en Comala, se desdibujan. Sí, el ambiente de Cóbraselo caro evidentemente intenta remitir al de su insigne antecedente: no obstante, hay un quiebre claro y que tiene que ver tanto con el humor, la parodia y la ironía, como con la historia y los cincuenta años que han pasado entre medio.
La trama, como en Pedro Páramo, es sencilla: Pureco, un dueño de varios exitosos restaurantes de comida mexicana en Chicago, decide ira a la tierra de sus padres en busca de los restos de Pedro Páramo. ¿Cómo? Sí, buscar los restos de aquel personaje que sus padres conocieron tan bien. O casi. Sus padres tenían una ajada edición de la novela, y la leían (sin saber leer) del mejor modo posible: riéndose con ella, encontrando similitudes entre lo que sucedía en ella y sus propias vidas. Entonces Nicolás se obsesiona con esa novela y con su protagonista y decide encontrar a Páramo, que no es otra cosa que hallarse a él mismo en el olvido que se ha ido convirtiendo. Pero, claro, como todos sabemos, cuando Pedro Páramo muere asesinado por Abundio: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.” Pureco, que ha hecho suya la novela, decide buscar las literales piedras en las que se ha convertido el cacique. Su búsqueda es la búsqueda del páramo en el que todos nos convertimos; una búsqueda acompañada por la amenaza de la locura –en la que su esposa Lily cree él ha caído—y la ausencia de sentido (el sentido, en un giro irónico notable, lo va dando a lo largo de la novela un personaje, amigo de la pareja, que se lleva por nombre, ni más ni menos, Macedonio Fernández).



Entonces, desde su nombre de Western seco y triste, Cóbraselo caro se hace una pregunta una y otra vez: si la velocidad de la luz es de 300 mil kilómetros por segundo, ¿cuál es la velocidad de la oscuridad? Como la busca de las piedras de Pedro, esta interrogante resurge una y otra vez en la cabeza de Nicolás. ¿Es acaso que la oscuridad ha estado siempre allí y no tiene velocidad? ¿Es absoluta y es a lo que todos estamos condenados a llegar? Sí, la muerte permea todo el relato –como lo hace en el clásico rulfiano—pero aquí pareciera existir al menos una salida en la misma oscuridad que se replantea como una alternativa a la visión oficial de la vida y del mundo.
Mendoza sabe bien qué es lo que está queriendo hacer (no puede saber, por cierto, qué es lo que termina efectuando); la chica con la cual se está curando. Indudablemente, dirá cualquier crítico desocupado, no hay comparación posible con la novela de Rulfo. Es cierto, no se trata de comparar, sino de leer no con sino hacia la novela. Porque lo que Cóbraselo caro hace es también leer con cariño (con amor diría) a Rulfo. Se ríe de la novela, a la vez que reconoce la inmensidad de sus caminos que suben, bajan y siempre vuelven a volver.



Habiendo leído algunas de las historias del Zurdo Mendieta, resulta enriquecedor y iluminador perderse en estas páginas y en estos recodos. Claro, Pureco es un poco Mendieta en su búsqueda de las piedras paramienses, que una caprichosa profesora quiere también juntar. Porque, ¿qué sucede cuando se resuelve el misterio, cuando (si es que) se encuentran todas las piezas que forman el puzle? ¿Qué es lo que aprendemos? ¿Se castiga a los culpables? ¿Se restablece el orden, conseguimos que se imponga la justicia? No. Nada de eso sucede, ni en esta ni en la otra. El olvido sigue y prevalece hasta que nos damos obligada cuenta que es la literatura la única que nos puede salvar de ese olvido: que escribir a Pedro Páramo, y buscar las piedras de su muerte, son la vida y lo que nos salva. La radicalidad de la novela de Rulfo vuelve a hacerse patente en la oscuridad del texto de Mendoza. La velocidad de la oscuridad es la que descubrimos cuando leemos un texto magnífico y nos damos cuenta, por fin, que la luz ha estallado.