Creo que es la primera vez en estas
virtuales páginas que comento una novela que he leído en traducción. Y, para
decir verdad, quería mantener esa línea y seguir escribiendo sobre literatura
mexicana y, en menor medida, latinoamericana (algo que cambiará en las próximas
semanas, cuando deje las tierras del Anáhuac). ¿Por qué esta interrupción y
este paréntesis crítico? Pues bien, seamos más o menos honestos: El libro del
suizo Dicker, un chavo que nació en 1985 lo cual lo hace más o menos joven
(según la novela de la que hablaremos a los 31 uno ya es –o no—un adulto; a
Dicker le queda poco), ha gozado de algo que no suele darse muy a menudo: éxito
de ventas y éxito de crítica (al parecer no solo periodística, si hemos de
creer a lo que la editorial anuncia y lo que los mismos periódicos dicen). O
sea, se nos presenta como gran literatura que, además, gusta a los desocupados
lectores. No voy aquí a entrar a discutir si es o no es “gran literatura”, una
categoría tan cargada ideológicamente que podríamos perdernos en el berenjenal
y no salir nunca más. Además, como dicho, leí La verdad sobre el caso Harry Quebert en español, mejor debiera
decir en castellano o mejor en un español de España que es en muchas ocasiones
insoportable. Pero mejor me explico, pues que no tengo nada en contra del
idioma como lo hablan en la península; más bien al contrario, es de un riqueza,
vivacidad y belleza ejemplares. Lamentablemente eso no se nota en esta
traducción. Uno entiende que el traductor deba optar al traducir, por ejemplo,
diálogos de un habla ‘popular’ (o informal inculta como alguna vez aprendí en
una clase de dialectología), por una variante determinada. Así, al elegir un
insulto coloquial deberá decidir si emplear el vocablo chileno, el argentino,
el guatemalteco o el que mejor le parezca. Ahora bien, si quiere que el texto
circule y se lea bien por todo el continente, ¿qué hacer? La opción en este
caso fue sencilla: emplear el español castizo y que el resto se joda. El
problema es que también se jode el libro. Y no es que no exista alternativa: a
riesgo de perder cierta vivacidad es posible emplear, siguiendo con el ejemplo
anterior, insultos coloquiales que atraviesan fronteras. Sí, no es tan difícil
insultar en un español que no suene extraño o fuera de lugar para muchos lectores.
Una defensa posible: se trata de una estrategia irónica, una elección que va de
la mano con el sentido y el tono de la novela francés. Si es así, no pesqué la
ironía.
Dejemos entonces de lado el problema de
traducción y digamos que a pesar de los pesares, la novela efectivamente se lee
rápido y logra enganchar la atención del lector. Uno quiere saber qué pasa,
juega a ser el detective e intenta descubrir quién fue el que mató a Nola. Lo
típico de una novela con tonalidades detectivescas, pero con gracia y con
suficientes vueltas de tuercas para perder a muchos; pero sin perder nunca la
estructura, impecablemente construida.
Claro que no se trata solo de eso: la
novela quiere ser una reflexión sobre el amor y sobre la literatura. De
literatura se habla bastante; los protagonistas son escritores o han querido
serlo; el ser o no ser deviene un escribir o no escribir y la cuestión de la
relación entre escritura y verdad se despliega elegantemente. Harry aconseja a
Marcus; es el maestro y el discípulo; el viejo y el joven; y al final, con esto
no echo a perder nada, se espera que el padre deba ser asesinado para que el
hijo pueda surgir. Ciertamente escribir no es nada fácil; pero tampoco escribir
es sinónimo de éxito y de felicidad; y esta sí es la ironía que logré agarrar:
el narrador escribe desde cuando ya es doblemente famoso; desde el éxito que
tuve con su primera y lo difícil que fue para él escribir la también exitosa
segunda novela.
A ratos los consejos literarios y las
reflexiones meta que abundan pueden sonar un poco pedantes y agotadoras, pero
dentro de la velocidad del relato policial son tragables. Lo que es más difícil
de digerir es el lado del amor. No las historias de amor, que en ello a nadie
se le puede pedir originalidad. Sino en los diálogos dizque amorosos (y aquí
voy a salvar al traductor y suponer que en el original francés suenan más o
menos parecido). Voy a evitarle al lector la cita de alguna de esas frases que
podrían decorar los cuadros más cursis, escribirse en el bronce más recargado,
estamparse en papeles de ferias artesanales trasnochadas. Cualquier comedia
romanticona de cuarta categoría tiene mejores diálogos; y no se trata de
romanticismo… a no ser que, de nuevo, se trate de ironía; de llevar la
exageración de la frase, del sentimiento desnudado de palabras, para dar cuenta
del estado actual de la sociedad. Quizás. Perhaps. Peut-etre.
Me quedo con la trama y la búsqueda de
Marcus; su tono desmadejado, su escritura perdida, el modo en que se arma el
relato, el secreto que se revela una y otra vez. Me quedo con la imagen de la
literatura como boxeo; y quiero creer que estamos leyendo una parodia, un texto
que se ríe de sí mismo y de nosotros que lo leemos. Pero eso no siempre resulta
fácil.
No comments:
Post a Comment