En casi todos los países de aquello que
llamamos América Latina, las provincias han quedado relegadas de uno o de
muchos modos: económicamente, socialmente, culturalmente… y crónicamente. O
sea, que este ha sido un problema crónico y que además se da en la crónica. Hay
excepciones, por cierto, que ella aunque no prueban nada tampoco lo contradicen
tanto: Medellín, Valparaíso, Puebla, Guayaquil, sí, de haberlos los hay, pero
la gran mayoría se centra en las ciudades capitales urbes. Valga lo anterior
como innecesaria introducción para unas breves palabras sobre estas crónicas
encantadoras e inteligentes que buscan una mayor visibilidad en el circuito
mexicano.
Marrufo escribe su Mérida, su ciudad
blanca, desde la experiencia de ir y volver a ella, como se vuelve siempre a un
primer amor. Deja en claro, partiendo del inefable (y ya que estamos hablando
de ciudades, inevitable), Calvino, que lo suyo dejará de lado el estereotipo,
lo pintoresco, el costumbrismo turístico que ha invadido a Mérida: “el mapa
desdoblado sobre esas páginas recorre los principales centros de
entretenimiento vertiginosamente multiplicados en los últimos años: casinos,
centros comerciales, antros y discos y, en general, bares de diverso tipo
desplegados a lo largo del Paseo y Prolongación Montejo”. Y de diverso tipo tratan las crónicas que
siguen: al centro comercial que ha pasado a reemplazar el negocio del centro al
antro gay o el lugar de stripper o el bar para la conversación pasando por el
Impala siempre lleno desde tiempos inmemoriales.
Hay nostalgia en estas letras: una
nostalgia breve de la infancia, de los dibujos animados, de lo que alguna vez
se tuvo; pero a la vez es una nostalgia que, como diría Grinberg-Pla,
construye, crea también, produce. Si la palabra es, por definición, memoria; en
estas palabras la memoria busca abrirse al futuro, pensar posibilidades que van
más allá del presente. ¿Por qué? Porque desde la nostalgia se escriben las
letras críticas del presente de la ciudad. Su conservadurismo que se respira en
cada esquina; su ritmo que es un pasado que se niega a bienmorir. Arquitecturas de lo invisible (título de
sueños calvianos) maneja muy bien el doble posicionamiento de la voz: adentro y
afuera, in and out, mirando lo que sucede, comentando, escuchando, pispando, respirando
el aire y viendo la oscuridad de la luna y de los sitios que oscurecen aún más
la noche; y adentro: siendo la protagonista, caminando casi de la mano con un
visitante, recordando lo que alguna vez pudo haber hecho por esas mismas rúas.
En fin, hay una suave y querible liviandad que poco a poco va dando paso para
el develamiento de una ciudad otra (otra para el que solo ve cierta superficie;
extraña, por cierto, para el turista que solo comparte un extremo mínimo de
este recorrido).
Marrufo repite, quizá un poco demasiado,
el asombro casi espantoso que le produce darse cuenta que lo local de la ciudad
ha devenido una amalgama de gustos y colores globales. La música, una compañera
bienvenida en estas crónicas, muestra esta invasión que no es solo inevitable
sino como canción que valga la pena, traicionera. ¿Qué queda de la Mérida de
antaño, de sus usos y costumbres pareciera a ratos preguntarse la cronista? Por
suerte, creo entrever, la interrogante es irónica y quizá la mejor respuesta
está en la risa introvertida que aparece entrelíneas y las anécdotas de las
mujeres comprando lo que hay que comprar porque hay que comprarlo, o los tipos
apropiándose de ciertos tragamonedas en los casinos. También, queda en el aire,
dando vueltas, la posibilidad de pensar el pasado de la ciudad en la secuencia
lógica, etimológica, de su propio nombre.
Al final de la última crónica, se nos
habla de la capacidad de transformación de la que nos pueden dotar nuestros
deseos. Quizá ahí radique el corazón (y la luna) de estas crónicas: querer
hacer de la palabra una transformación; querer llegar a ella desde los deseos
que nos constituyen cada día y en cada momento. No es fácil, por cierto, lograr
como ciudad o como ciudadano, esa transformación; la letra de Marrufo busca
(sueña) llegar a ese cambio. Claro que Marrufo se detiene ahí, en esa
posibilidad sin apuntar ni apostar más. Y está bien que así lo haga, pues lo
que sueña (y lo que busca) es mostrar primero el mundo y luego, tal vez,
perhaps, cambiarlo.
Difícil hablar de la suavidad o el ritmo
de una prosa; pero estas crónicas han sido escritas al amparo de la noche y de
unas buenas cervezas, pues el calor que puede ser agobiante en Mérida, solo se
siente en ráfagas breves. Que a uno, más huidobriano que nada, le sobre un
adjetivo, puede ser. Que a otro le asuste la ausencia o la presencia de alguien
o de alguno, quizás. Pero el aire queda como queda el amor y como, quizá, queda
la escritura.
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