“El olvido en que nos tuvo, mi hijo,
cóbraselo caro”, le dicen a Juan al comienzo de la que quizá sea la mejor
novela en español del siglo XX. Haciendo irónico juego con ella, recordando su
vida de escritor policial, Mendoza toma el final de la frase para titular un
texto que no solo es homenaje al medio siglo que cumpliera el 2005 la novela de
Rulfo, sino también una reflexión hermosa sobre la escritura, la memoria y el
olvido (lo cual quizá sea la misma cosa).
El olvido es lo que va acentuando su
marca en el protagonista, Nick Pureco. Poco a poco va olvidando todo: los
nombres, los lugares, los rostros; poco a poco, todo va adquiriendo facetas
fantasmales, la realidad se confunde con la realidad otra, los planos de los
vivos y los muertos, como sucedía en Comala, se desdibujan. Sí, el ambiente de Cóbraselo caro evidentemente intenta
remitir al de su insigne antecedente: no obstante, hay un quiebre claro y que
tiene que ver tanto con el humor, la parodia y la ironía, como con la historia
y los cincuenta años que han pasado entre medio.
La trama, como en Pedro Páramo, es sencilla: Pureco, un dueño de varios exitosos
restaurantes de comida mexicana en Chicago, decide ira a la tierra de sus padres
en busca de los restos de Pedro Páramo. ¿Cómo? Sí, buscar los restos de aquel
personaje que sus padres conocieron tan bien. O casi. Sus padres tenían una
ajada edición de la novela, y la leían (sin saber leer) del mejor modo posible:
riéndose con ella, encontrando similitudes entre lo que sucedía en ella y sus
propias vidas. Entonces Nicolás se obsesiona con esa novela y con su
protagonista y decide encontrar a Páramo, que no es otra cosa que hallarse a él
mismo en el olvido que se ha ido convirtiendo. Pero, claro, como todos sabemos,
cuando Pedro Páramo muere asesinado por Abundio: “Dio un golpe seco contra la
tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.” Pureco, que ha
hecho suya la novela, decide buscar las literales piedras en las que se ha
convertido el cacique. Su búsqueda es la búsqueda del páramo en el que todos
nos convertimos; una búsqueda acompañada por la amenaza de la locura –en la que
su esposa Lily cree él ha caído—y la ausencia de sentido (el sentido, en un
giro irónico notable, lo va dando a lo largo de la novela un personaje, amigo
de la pareja, que se lleva por nombre, ni más ni menos, Macedonio Fernández).
Entonces,
desde su nombre de Western seco y triste, Cóbraselo
caro se hace una pregunta una y otra vez: si la velocidad de la luz es de
300 mil kilómetros por segundo, ¿cuál es la velocidad de la oscuridad? Como la
busca de las piedras de Pedro, esta interrogante resurge una y otra vez en la
cabeza de Nicolás. ¿Es acaso que la oscuridad ha estado siempre allí y no tiene
velocidad? ¿Es absoluta y es a lo que todos estamos condenados a llegar? Sí, la
muerte permea todo el relato –como lo hace en el clásico rulfiano—pero aquí
pareciera existir al menos una salida en la misma oscuridad que se replantea
como una alternativa a la visión oficial de la vida y del mundo.
Mendoza
sabe bien qué es lo que está queriendo hacer (no puede saber, por cierto, qué
es lo que termina efectuando); la chica con la cual se está curando. Indudablemente,
dirá cualquier crítico desocupado, no hay comparación posible con la novela de
Rulfo. Es cierto, no se trata de comparar, sino de leer no con sino hacia la
novela. Porque lo que Cóbraselo caro hace
es también leer con cariño (con amor diría) a Rulfo. Se ríe de la novela, a la
vez que reconoce la inmensidad de sus caminos que suben, bajan y siempre
vuelven a volver.
Habiendo
leído algunas de las historias del Zurdo Mendieta, resulta enriquecedor y
iluminador perderse en estas páginas y en estos recodos. Claro, Pureco es un
poco Mendieta en su búsqueda de las piedras paramienses, que una caprichosa
profesora quiere también juntar. Porque, ¿qué sucede cuando se resuelve el
misterio, cuando (si es que) se encuentran todas las piezas que forman el puzle?
¿Qué es lo que aprendemos? ¿Se castiga a los culpables? ¿Se restablece el
orden, conseguimos que se imponga la justicia? No. Nada de eso sucede, ni en
esta ni en la otra. El olvido sigue y prevalece hasta que nos damos obligada cuenta
que es la literatura la única que nos puede salvar de ese olvido: que escribir
a Pedro Páramo, y buscar las piedras de su muerte, son la vida y lo que nos
salva. La radicalidad de la novela de Rulfo vuelve a hacerse patente en la
oscuridad del texto de Mendoza. La velocidad de la oscuridad es la que
descubrimos cuando leemos un texto magnífico y nos damos cuenta, por fin, que
la luz ha estallado.
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