Soledad, incomunicación y vacío son
motivos que recurren una y otra vez en la literatura (y en la vida, pero hoy no
vamos a hablar de eso). De acuerdo a la intensidad de los afectos, dicen los
que saben, se da cuenta del espíritu de los tiempos, del Zeitgeist, que es lo mismo pero no es igual porque está en
alemán. Otros añaden que ellos tocan las
medulas ardiendo del escritor y de su escritura. De hecho, hay solo una cosa
que es más solitaria que la escritura: la muerte. Y en estos cuentos de Andrés
Cadena todo eso nos sacude de nuestros asientos y de la comodidad de nuestras
vidas. Cuidado: como en Tchejov o en Carver nos enfrentamos a un espejo que nos
devuelve la imagen de ese nosotros que quisiéramos haber olvidado. Y quizá esa
sea la única falta de estos bellísimos relatos: tener demasiada conciencia de
que nos están mostrando una realidad que siempre hemos sabido ahí, pero no
hemos querido abrazar. Hay que descorrer con cuidado el tupido y donosiano velo.
Entonces los demonios y la soledad.
La soledad de la cual, de nuevo, solo nos
salva la literatura. En Fuerzas ficticias
el cuento más débil es el que le da el título a la colección: demasiado obvio,
demasiado recurrida la imagen del cuento que al escribirse se escribe. Pero
intuyo que esto es solo una estrategia de Cadena para largarnos a pensar y a
darnos cuenta que las fuerzas ficticias son, en el fondo, cualquier cosa menos
eso, ficticias; muy al contrario, son fuerzas reales, que nos amenazan y nos
salvan todos los días.
Los personajes que recorren estas páginas
son radicalmente humanos: van al fondo de esa condición contradictoria, donde
podemos hacer lo mejor o lo peor en la misma oración, en el mismo segundo.
Donde podemos querer destruyendo y odiar amando (el hombre que consuela a su
amigo porque su mujer se ha ido con otro. No es necesario decir quién es el
otro). Cadena dibuja estas decisiones (que como diría Eliot son también
indecisiones) con una certeza que solo es posible para el que sabe que ya todo
ha pasado, que estamos en el tiempo de la tragedia que ha devenido farsa. En
otras palabras, quizá más simples: Cadena escribe con una pulcritud que a ratos
saca de quicio en estos nueve cuentos que nos demuestran que la fuerza de la
ficción es lo más real que podemos alcanzar.
Existe una visualidad notable en estos
relatos: no solo leemos sino que al mismo tiempo estamos viendo un cuadro o,
ratos una película; quizá, como en “Obra negra”, se trata de un film como La ventana indiscreta donde toda la
acción se narra desde una posición fija. Así, estamos condenados a nuestro
punto de vista, a no saber el por qué, las razones de la violencia que sucede
allá afuera (porque en todos estos cuentos la violencia, en diversas formas e
inventos, resurge y aparece como esa marca que deja el pintor en cada uno de
sus cuadros).
Y después está el tiempo. El implacable
el que pasó, se cantaba antes, pero ahora ya no se canta eso por obvio: el
pasado emerge brutal, hace unas apariciones que Benjamin hubiese envidiado con
relámpago y todo. Un pasado demasiado “familiar”, como no de los cuentos, donde
un amor de infancia se sobrepone al deber ser del presente. Y en ese desliz, en
la opción que toma el narrador de abandonar a su mujer embarazada y preferir a
su prima, queda, tal vez, representada la búsqueda de la verdad a la que
apuntan estas historias: intentar hallar esa verdad en todos nosotros, una
verdad que es tan profunda (y tan superficial), tan fuerte (y tan débil) que
solamente es posible de advertir en la ficción.
“En nuestro silencio pareciera habitar el
afuera”, dice el narrador de “Reducción al absurdo”. Aquí, como siempre, las
relaciones son un engaño, una superficie, una simulación. No es que ya no
seamos los que fuimos, es que nunca fuimos lo que somos. Pero (también como
siempre) en esa tragedia reside la belleza y la posibilidad de que la soledad,
aunque sea por algunos segundos se trastoque (y se equivoque) en amor. Que el
fracaso –que destaca Huilo Ruales en la contratapa—sea en sí una alternativa.
Porque si hay algo postmoderno en estos cuentos (como, de nuevo, dice Ruales
Hualca) es que las verdades están aún por ser escritas. Pero sí pueden ser
escritas. Y eso no es poco: a pesar de la soledad que todo lo cubre, a pesar de
su zozobra infinita y del dolor que parece no ceder jamás, a pesar del vacío
que todo lo inunda, a pesar de la incomunicación más real que el mundo mismo, a
pesar de todo eso, la escritura hace un leve rasguño de futuro, de ensueño, de
una ficción que es lo más real de nuestras vidas.
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