No
recuerdo bien si fue en séptimo u octavo de preparatoria que me tocó como
maestro de lo que entonces llamábamos castellano a Sergio Ávalos. El Checho. A
él, quizás más que a nadie, le debo mi amor a la literatura y al puedo culpar
por los dolores (tan solo una variante del amor) que esta me ha proporcionado.
Un par de años después, el año antes de entrar a la universidad, Sergio volvía
de México y llegó a darnos un curso de literatura latinoamericana, con un
acento suavemente chilango y con la pasión que solo él era capaz de comunicar.
En algunos de esos dos años (a mis trece o a mis diecisiete, la memoria es, qué
duda cabe, traicionera), tuvimos que leer varios de los cuentos de un librito
de nombre casi tan poco llamativo (para uno viviendo en el sur del mundo) como
su autor. Sí, Confabulario no
despertaba los ardores de finales de juego, bestiarios, historias de la
eternidad o incluso del no tan alejado ficciones. Sus cuentos y breves relatos,
en una primera lectura, no corrieron mucha mejor suerte. Demasiado obvios,
demasiado alegóricos, hasta cuándo de animales, nada que ver con Cortázar o
Borges, decíamos seguros de nosotros (los que decíamos algo, que ya entonces la
mayoría prefería otras rutas y otras no lecturas). Sergio jamás nos refutó.
Nunca hizo una defensa explícita. Se limitó a leer con nosotros y a hablar de
esos cuentos que caían como un derrepente
en la mente del lector.
Quizás
fuera esa imagen de la lluvia cayendo como un torbellino (otra forma del amor)
la que me hizo buscar el librito ese y releer algunos de sus cuentos y comenzar
este año con ese homenaje a Sergio, a Arreola, y a la magia (política y
estética) de sus cuentos.
Publicado
en 1952, Confabulario reúne
perfección técnica con simpleza y profundidad filosófica. Sus relatos que
parecieran en ocasiones exceder el nivel pedagógico que solemos aceptar, muy
pronto –ante la lectura meditada y gozosa (otra forma más del amor)—nos revelan
una dimensión que va más allá y más acá: desestabiliza nuestras ideas, hace
emerger nuestros temores y da cuenta de una realidad que es al mismo tiempo la
nuestra y otra, la de la posibilidad de la ficción en su máxima condición. La
condición fantástica, en “Un pacto por el diablo” por ejemplo, el diablo que
conversa con el narrador, el narrador que convierte la escena en un sueño para
su mujer, la película que es el marco de la historia, que repite lo que sucede
en la realidad, adquiere una
dimensión social particularísima, no exenta de ironía y humor en boca del
diablo. Aquí la pobreza funciona como metáfora de sí misma y del cuento; la
venta o no del alma al diablo y la consecuente salida posible de la pobreza, se
dibuja como parodia política y estética. La construcción del relato como
construcción paródica del mundo. Algo similar ocurre en “En verdad os digo” una
reducción al absurdo tecnológica de la frase bíblica que refiere al camello
pasando por el ojo de la aguja—nuevamente la pobreza se instala como motivo
central: “los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones,
entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la
aguja), aunque el camello no pase”. Fábula científica y fábulas políticas: las
hormigas de “El prodigioso miligramo”. Texto desopilante que anticipa la
sociedad del espectáculo de Debord a la vez que se inserta transversalmente en
la tradición de la narrativa del dictador y apunta al sempiterno funcionamiento
defectuoso de los gobiernos latinoamericanos. Lo directo de la alegoría hace
que el texto pueda (y quizá deba) ser leído contra él mismo, a contrapelo:
¿cuál es miligramo de la literatura? ¿Cuál es la relación confabulada que la literatura tiene para con la política?
El
cuento más conocido de esta colección es, probablemente, “El guardagujas”. He
tenido la oportunidad de enseñarlo en tierras mucho más al norte de las cuales
donde lo leí por vez primera. ¿Cuento de terror? ¿Parodia de gobiernos?
¿Metáfora de la existencia humana, del camino que todos debemos recorrer?
¿Reescritura modernizante de los ríos que fueron en algún momento a dar a la
mar? Por más que planeemos nuestra vida habrán otras fuerzas que la determinen…
Todo eso y todo más. Cada episodio que sucede en el cuento es en sí mismo una
metáfora desplazada; esto es, el cuento funciona como una acumulación de
catacresis—origen crudo de la metáfora, aquel momento en que referimos a algo
para lo cual no tenemos (no conocemos) las palabras--. Siempre pensé que la
clave del cuento estaba en el viejecillo que le cuenta al viajero las
anécdotas. Aquel viejecillo que antes que
se escuche el advenimiento del tren, se disuelve en la clara mañana. Ahora
pienso que entre ese viejecillo y el diablo del primer cuento que noto aquí no
hay gran diferencia. No porque ellos tengan la clave; al contrario, es en esos
personajes en apariencia fantásticos donde más nos hallamos a nosotros mismos.
Sí, quizás no seamos tanto el viajero que decide al final viajar a ¡X!, sino
aquel guardagujas que está inventado (infuso) de miles de historias. El poder
de la literatura.
Hace poco escuché que Sergio estaba grave.
Pedían sangre urgentemente para él. No pude ayudarlo y desconozco hasta ahora
el desenlace. Pero no he dejado de pensarlo a él y sus cuentos y su México y
saber que lo que importa es seguir, que la vida es muy de veras, a lo mero mero, un derrepente
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