Sunday, June 15, 2014

El libro de la semana: Los niños de paja, de Bernardo Esquinca



      Recuerdo aún la primera vez que leí un cuento de Lovecraft. En él un ser extraño se miraba al espejo en algún momento y yo tuve la certeza que ese ser, ese monstruo era yo. El miedo, el terror que en ocasiones alcanza lo extraño, la interrupción inesperada de la realidad como la conocemos, es una de las sensaciones más difícil y culpablemente placenteras que nos brinda de cuando en vez la literatura. Los primeros ocho cuentos de Los niños de paja se manejan con altos y bajos, con mayor y menor extrañeza en ese registro. Apelando al suspenso final, dejando abierta la posibilidad de que suceda lo que es imposible que suceda, los relatos nos advierten que siempre hay algo que está más allá de lo decible y de lo esperable. También, por supuesto, es una técnica clásica para producir un tremor en los cuerpos y las manos de los desocupados lectores (cómo no recordar el final de ese cuento genial “La pata de mono”, donde la esperanza del espanto se disipa en la palabra que no se profiere).



Hasta cierto punto uno está tentado a ponerse alegórico crítico al leer estas historias. Ver, por ejemplo, en la rata de “El amor no tiene cura” la metáfora de algo que está pasando alrededor nuestro (digamos de la violencia o la muerte, ante la cual nos mostramos indiferentes y que, por eso, cuando queremos hacer algo nos damos cuenta que ya es demasiado tarde); ver en el humor de “Espantapájaros”, nuestra capacidad casi ilimitada de creernos las historias que nos cuentan, o más bien, nuestra capacidad de convivir con ellas, pues aunque sepamos que no existen fantasmas vivimos rodeados de ellos. Pero creo que aunque ir por ese camino podría permitirnos algunas interpretaciones ingeniosas y sesudas, nos estaríamos perdiendo lo más entretenido y potente de estos relatos. Si hay relaciones alegóricas que pensar, estas tienen más bien que ver en la reescritura que se hace de todo un imaginario cultural que circula, muchas veces sin que lo notemos, en nuestras mentes. Cientos de historias de terror, miles de películas de zombies, de vivos muertos, de fuerzas misteriosas; narraciones que no nos dejan dormir: desde aquellas que escuchábamos a nuestros primos mayores en las fogatas de verano bajo un cielo estrellado (si nos ponemos cursis con el recuerdo, por cierto), las otras que veíamos ya adolescentes en el cine intentando agarrar algo más que la mano de la persona sentada a nuestro lado, y esas que leemos inadvertidos sabiendo que es pura literatura pero igual no podemos evitar un palpitar más del corazón cuando oíamos un ruido en el cuarto del lado… Esquinca goza volviendo a esas imágenes. Lo hace a ratos con seriedad y precisión, las más de las veces con humor paródico sin llegar, por suerte, a lo clownesco.



            Sí, “Los niños de paja” el relato final que recorre la mitad de las páginas del libro es una película de terror de serie B. El argumento lo hemos visto muchas veces, pero a pesar de eso no podemos evitar el tener que volver y querer volver a ello: unos amigos se pierden en un pueblo que no existe en los mapas. Niños que parecen poseídos por una fuerza extraña y que viven en el pueblo aledaño le han declarado la guerra a sus padres. Un cuerpo pasa en llamas, alguien muere con una flecha atravesada en la cabeza, a una anciana la golpean con un televisor en la cabeza, pero ella, luego de arrastrarse como gusano, se recupera, hay un poco de sexo interrumpido por la aparición de uno de los niños. Y es Halloween por si acaso, y puede que el responsable de todo esto sea una divinidad precolombina: El Tezcatlipoca Negro... Escenas de violencia y efectismo que Tarantino podría querer filmar; el ritmo es acezante y vamos de un lugar a otro, de una escena a otra sin detenernos y con apariciones y giros en el argumento rápidos, presurosos, a veces insensatos (pero esa es parte de la gracia), entre lo grotesco, lo cómico, lo tenebroso, surge, además, la idea que es la escritura lo único que nos puede, salvar de todo esto (la única razón para no morir a manos de los chamacos asesinos es la capacidad de contar o escribir historias, como Sherazade, claro está).



            Entre homenaje y tomada de pelo a Stephen King y sus adláteres, “Los niños de paja” es un entretenimiento que nos vuelve a sentarnos al borde de las sillas en aquellos incómodos asientos de provincia de los cines de otrora: a punto de saltar en el próximo giro, en la próxima siniestra aparición. Una entretención que, como toda que se precie de tal, esconde a veces no tan subrepticiamente algunos sueños y muchos miedos que son más nuestros y más presentes de lo que nos gustaría admitir.

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