Recuerdo aún la primera vez que leí un
cuento de Lovecraft. En él un ser extraño se miraba al espejo en algún momento
y yo tuve la certeza que ese ser, ese monstruo era yo. El miedo, el terror que
en ocasiones alcanza lo extraño, la interrupción inesperada de la realidad como
la conocemos, es una de las sensaciones más difícil y culpablemente placenteras
que nos brinda de cuando en vez la literatura. Los primeros ocho cuentos de Los niños de paja se manejan con altos y
bajos, con mayor y menor extrañeza en ese registro. Apelando al suspenso final,
dejando abierta la posibilidad de que suceda lo que es imposible que suceda,
los relatos nos advierten que siempre hay algo que está más allá de lo decible
y de lo esperable. También, por supuesto, es una técnica clásica para producir
un tremor en los cuerpos y las manos de los desocupados lectores (cómo no
recordar el final de ese cuento genial “La pata de mono”, donde la esperanza
del espanto se disipa en la palabra que no se profiere).
Hasta cierto punto uno está tentado a
ponerse alegórico crítico al leer estas historias. Ver, por ejemplo, en la rata
de “El amor no tiene cura” la metáfora de algo que está pasando alrededor
nuestro (digamos de la violencia o la muerte, ante la cual nos mostramos
indiferentes y que, por eso, cuando queremos hacer algo nos damos cuenta que ya
es demasiado tarde); ver en el humor de “Espantapájaros”, nuestra capacidad
casi ilimitada de creernos las historias que nos cuentan, o más bien, nuestra
capacidad de convivir con ellas, pues aunque sepamos que no existen fantasmas
vivimos rodeados de ellos. Pero creo que aunque ir por ese camino podría
permitirnos algunas interpretaciones ingeniosas y sesudas, nos estaríamos
perdiendo lo más entretenido y potente de estos relatos. Si hay relaciones
alegóricas que pensar, estas tienen más bien que ver en la reescritura que se
hace de todo un imaginario cultural que circula, muchas veces sin que lo
notemos, en nuestras mentes. Cientos de historias de terror, miles de películas
de zombies, de vivos muertos, de fuerzas misteriosas; narraciones que no nos
dejan dormir: desde aquellas que escuchábamos a nuestros primos mayores en las
fogatas de verano bajo un cielo estrellado (si nos ponemos cursis con el
recuerdo, por cierto), las otras que veíamos ya adolescentes en el cine
intentando agarrar algo más que la mano de la persona sentada a nuestro lado, y
esas que leemos inadvertidos sabiendo que es pura literatura pero igual no
podemos evitar un palpitar más del corazón cuando oíamos un ruido en el cuarto
del lado… Esquinca goza volviendo a esas imágenes. Lo hace a ratos con seriedad
y precisión, las más de las veces con humor paródico sin llegar, por suerte, a
lo clownesco.
Sí,
“Los niños de paja” el relato final que recorre la mitad de las páginas del
libro es una película de terror de serie B. El argumento lo hemos visto muchas
veces, pero a pesar de eso no podemos evitar el tener que volver y querer volver
a ello: unos amigos se pierden en un pueblo que no existe en los mapas. Niños
que parecen poseídos por una fuerza extraña y que viven en el pueblo aledaño le
han declarado la guerra a sus padres. Un cuerpo pasa en llamas, alguien muere
con una flecha atravesada en la cabeza, a una anciana la golpean con un
televisor en la cabeza, pero ella, luego de arrastrarse como gusano, se
recupera, hay un poco de sexo interrumpido por la aparición de uno de los
niños. Y es Halloween por si acaso, y puede que el responsable de todo esto sea
una divinidad precolombina: El Tezcatlipoca Negro... Escenas de violencia y
efectismo que Tarantino podría querer filmar; el ritmo es acezante y vamos de
un lugar a otro, de una escena a otra sin detenernos y con apariciones y giros
en el argumento rápidos, presurosos, a veces insensatos (pero esa es parte de
la gracia), entre lo grotesco, lo cómico, lo tenebroso, surge, además, la idea
que es la escritura lo único que nos puede, salvar de todo esto (la única razón
para no morir a manos de los chamacos asesinos es la capacidad de contar o
escribir historias, como Sherazade, claro está).
Entre
homenaje y tomada de pelo a Stephen King y sus adláteres, “Los niños de paja”
es un entretenimiento que nos vuelve a sentarnos al borde de las sillas en
aquellos incómodos asientos de provincia de los cines de otrora: a punto de
saltar en el próximo giro, en la próxima siniestra aparición. Una entretención
que, como toda que se precie de tal, esconde a veces no tan subrepticiamente
algunos sueños y muchos miedos que son más nuestros y más presentes de lo que
nos gustaría admitir.
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