Monday, October 17, 2016

El libro de la semana: Austin, Texas 1979, de Francisco Ángeles

Narrativas enmarcadas. Historias dentro de historias. Un clásico de clásicos: los cuentos de las mil y una noches, los del Conde Lucanor, Mr. Chaucer o El Decamerón. Puede parecer muy sencillo: 10 personas escapan a la peste que asola la ciudad y en su retiro se dedican a contar historias. Pero la apariencia de sencillez idealmente debe ir acompañada por un sentido, raro, lo sé, de verosimilitud: yo acepto ese pacto mágico de creerle a quien está contando la historia dentro de la historia.
Esta breve novela de Francisco Ángeles, tiene varios aspectos notables de los que ya hablaré; mas me he quedado con la duda no tanto de la estructura –las historias enmarcadas que el narrador escucha de boca de la hija de su psiquiatra y de su padre—sino de la situación de la enunciación de ellas, especialmente la segunda. Por más bella y tierna que resulte la historia del padre, cuesta sentirla como posible en ese momento, en ese tiempo. Ahora bien, si dejamos atrás esa duda, ese titubeo nuestro, empezamos a descubrir un relato cuidado, vasos comunicantes como dijera alguien, en los que pasado y presente funcionan como espejos, padres que se oponen tanto que podrían ser el mismo y mujeres que podrían haber sido, pero que no lo serán nunca aunque en ellos se nos vaya la vida.



La relación se hace explícita: “El origen, el verdadero origen de la historia, se encuentra en un suceso aparentemente inconexo que ocurrió en Austin, Texas, en 1979”, se nos dice al inicio de la segunda parte. ¿Qué ha sucedido? Nuestro narrador, Pablo, un tipo de unos treinta años, se ha separado de Emilia después de dos lustros juntos. Queda mal. Va al psiquiatra. A la salida de una sesión conoce a Adriana una chica que resulta ser la hija del doctor. Inician una relación o algo así. Ella le cuenta su vida o más bien la vida de ese personaje detestable que resulta ser el psiquiatra. Lo que pareció ser una casualidad es un plan tramado por ella en venganza contra su padre: Adriana seduce a los pacientes de su padre, provocando, así, que ellos dejen de ir a terapia. Los pormenores de la historia son a ratos excesivos –digamos que la amalgama de Eros y Tánatos no siempre funciona muy fluidamente—; pero sin dudas despiertan la curiosidad del desocupado. Asimismo, unos textos en cursiva del narrador  --que escribe un diario—dan cuenta de una condición existencial –“últimamente no siento nada”—que conecta con gran parte de la narrativa de chavos y chavalas. Ay, qué mierda es la vida, ¿no?



Entonces en la segunda parte tenemos que el narrador anda depre depre y llama a su padre que no es un tipo tan malo como el psiquiatra, sino más bien al contrario. Y en un restaurant de comida rápida, el viejo le cuenta a su vástago la historia de amor que tuvo con una estudiante en Austin mientras estudiaba para su maestría. Aquí es la misma sencillez y honestidad de la historia lo que le da una belleza extraña; una ternura, como decía, notabilísima. En parte, el contraste entre la delicadeza y sufrimiento del joven en Austin con el de la otra historia es tal que cualquier cosa parecería ‘tierna’; pero va más allá de eso, la novela se atreve a tratar un tema recurrido y recorrido mil veces, el amor verdadero. Y lo hace con una delicadeza que hasta la filosofía que se incorpora como parte de su explicación (“La acción, dijo mi padres, es para Arendt lo verdaderamente importante”) no logra desbordarla.




Al contrario de lo que sucedía en la notable La línea al medio del cielo –a la que me referiré en otra crónica--, el argumento no presenta dificultades (hay, por cierto, elementos en común, relaciones amorosas imposibles, y un grado de violencia que permea la tinta); los saltos en el tiempo son fáciles de seguir y todo cierra y se explica (ya veremos cómo). Pero quizá hubiese preferido perderme un poco más hacia el final. Confundirme un poco más. Porque hay un conejo que funciona un poco como los conejos que saca el mago de su sombrero. Bueno, no tanto así. El conejo que él ha comprado con Emilia y que se queda con él y que al final, gracias a su padre, termina como termina (no es necesario que lo diga), puede ser una metáfora de muchas cosas o simplemente del amor. De cómo hay que dejarlo ir o venir; de cómo a veces descubrimos lo que nos conviene y así nos descubrimos a nosotros mismos o más probablemente al revés o las dos cosas; porque un conejo es más que un conejo… En fin, yo preferiría que no me lo dijeran. Preferiría que simplemente me mostraran la magia. Para el resto, está la literatura.  


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