Narrativas
enmarcadas. Historias dentro de historias. Un clásico de clásicos: los cuentos
de las mil y una noches, los del Conde Lucanor, Mr. Chaucer o El Decamerón. Puede parecer muy
sencillo: 10 personas escapan a la peste que asola la ciudad y en su retiro se
dedican a contar historias. Pero la apariencia de sencillez idealmente debe ir
acompañada por un sentido, raro, lo sé, de verosimilitud: yo acepto ese pacto mágico
de creerle a quien está contando la historia dentro de la historia.
Esta
breve novela de Francisco Ángeles, tiene varios aspectos notables de los que ya
hablaré; mas me he quedado con la duda no tanto de la estructura –las historias
enmarcadas que el narrador escucha de boca de la hija de su psiquiatra y de su
padre—sino de la situación de la enunciación de ellas, especialmente la
segunda. Por más bella y tierna que resulte la historia del padre, cuesta
sentirla como posible en ese momento, en ese tiempo. Ahora bien, si dejamos
atrás esa duda, ese titubeo nuestro, empezamos a descubrir un relato cuidado,
vasos comunicantes como dijera alguien, en los que pasado y presente funcionan
como espejos, padres que se oponen tanto que podrían ser el mismo y mujeres que
podrían haber sido, pero que no lo serán nunca aunque en ellos se nos vaya la
vida.
La
relación se hace explícita: “El origen, el verdadero origen de la historia, se
encuentra en un suceso aparentemente inconexo que ocurrió en Austin, Texas, en
1979”, se nos dice al inicio de la segunda parte. ¿Qué ha sucedido? Nuestro
narrador, Pablo, un tipo de unos treinta años, se ha separado de Emilia después
de dos lustros juntos. Queda mal. Va al psiquiatra. A la salida de una sesión
conoce a Adriana una chica que resulta ser la hija del doctor. Inician una
relación o algo así. Ella le cuenta su vida o más bien la vida de ese personaje
detestable que resulta ser el psiquiatra. Lo que pareció ser una casualidad es
un plan tramado por ella en venganza contra su padre: Adriana seduce a los
pacientes de su padre, provocando, así, que ellos dejen de ir a terapia. Los
pormenores de la historia son a ratos excesivos –digamos que la amalgama de
Eros y Tánatos no siempre funciona muy fluidamente—; pero sin dudas despiertan
la curiosidad del desocupado. Asimismo, unos textos en cursiva del
narrador --que escribe un diario—dan
cuenta de una condición existencial –“últimamente no siento nada”—que conecta
con gran parte de la narrativa de chavos y chavalas. Ay, qué mierda es la vida,
¿no?
Entonces
en la segunda parte tenemos que el narrador anda depre depre y llama a su padre
que no es un tipo tan malo como el psiquiatra, sino más bien al contrario. Y en
un restaurant de comida rápida, el viejo le cuenta a su vástago la historia de
amor que tuvo con una estudiante en Austin mientras estudiaba para su maestría.
Aquí es la misma sencillez y honestidad de la historia lo que le da una belleza
extraña; una ternura, como decía, notabilísima. En parte, el contraste entre la
delicadeza y sufrimiento del joven en Austin con el de la otra historia es tal
que cualquier cosa parecería ‘tierna’; pero va más allá de eso, la novela se
atreve a tratar un tema recurrido y recorrido mil veces, el amor verdadero. Y
lo hace con una delicadeza que hasta la filosofía que se incorpora como parte
de su explicación (“La acción, dijo
mi padres, es para Arendt lo verdaderamente importante”) no logra desbordarla.
Al
contrario de lo que sucedía en la notable La línea
al medio del cielo –a la que me referiré en otra crónica--, el argumento no
presenta dificultades (hay, por cierto, elementos en común, relaciones amorosas
imposibles, y un grado de violencia que permea la tinta); los saltos en el
tiempo son fáciles de seguir y todo cierra y se explica (ya veremos cómo). Pero
quizá hubiese preferido perderme un poco más hacia el final. Confundirme un
poco más. Porque hay un conejo que funciona un poco como los conejos que saca
el mago de su sombrero. Bueno, no tanto así. El conejo que él ha comprado con
Emilia y que se queda con él y que al final, gracias a su padre, termina como
termina (no es necesario que lo diga), puede ser una metáfora de muchas cosas o
simplemente del amor. De cómo hay que dejarlo ir o venir; de cómo a veces
descubrimos lo que nos conviene y así nos descubrimos a nosotros mismos o más
probablemente al revés o las dos cosas; porque un conejo es más que un conejo…
En fin, yo preferiría que no me lo dijeran. Preferiría que simplemente me
mostraran la magia. Para el resto, está la literatura.
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